Enero, 2007.
Mi contacto me esperaba en San Vicente, frente a Bahía de Caráquez. Su nombre era Wilmer Mendoza y le decían Chuvis, diminutivo de Chewbacca, pues al igual que el personaje de La Guerra de las Galaxias, usaba un bolso cuya tira larga le cruzaba el pecho. Más que intergaláctico, Chuvis parecía un periodista hippie: camisa de manga corta, pantalón largo y descolorido, gafas y sandalias. Era corresponsal de El Diario y todos los días enviaba notas a la redacción del periódico en Portoviejo. Días antes yo había estado en los archivos de esa redacción buscando noticias sobre una lancha de narcotraficantes que fue descubierta por la policía y, como consecuencia de un enfrentamiento a bala con los oficiales, había chocado cerca de la playa de un pueblo pesquero llamado El Matal.
Para aligerar el peso en la ruta de escape, la tripulación de la lancha arrojó todo su cargamento al mar: cajas llenas con paquetes de cocaína en forma de ladrillos, unos 20 kilos por caja según lo que pude averiguar después. El hecho, ocurrido en febrero de 2006, apareció en la prensa pero más allá de notas pequeñas y algún espacio en televisión, la historia fue perdiendo frescura y al no producir mayores detalles terminó recorriendo el camino natural de las noticias hacia el olvido. Yo, por ejemplo, escuché la historia por primera vez cuando me la contaron amigos surfistas que habían ido a correr olas en El Matal, según ellos, en el pueblo vivía gente que encontró paquetes y los vendió de vuelta a los traficantes cuando fueron a buscarlos. El dinero, de lo que pude o quise entender, cayó del cielo a las manos de los pescadores y ellos lo gastaron como si los billetes fuesen a llover de nuevo en cualquier momento. Fue así como el pueblo tuvo sus quince minutos de bonanza y, un año más tarde, era hacia allá donde íbamos.
Chuvis, el fotógrafo californiano Iván Kashinsky y yo viajamos en el balde de una camioneta de diario El Comercio desde San Vicente hasta El Matal, al norte de Manabí. Por esos días el caso se reabrió brevemente. Se hablaba de pobladores que habían cobrado conciencia del valor real de la cocaína, y escond ían paquetes con la intención de venderlos a un precio más alto que el estipulado por los traficantes. En Salango, al sur de la provincia, había testimonios recientes de gente que, acusada de haber guardado mercancía tras un episodio similar, fue torturada, secuestrada y hasta mutilada por quienes la reclamaban como suya. Los periodistas del Comercio estaban en esas averiguaciones y habían decidido pasar por El Matal en busca de experiencias parecidas, pero cuando uno mira El Matal de frente resulta imposible adivinar que allí pase algo más que la salida y la caída del sol.
Era casi medio día, la playa larga de arena clara y agua turquesa estaba vacía. Bajamos de la camioneta y caminamos hacia la oficina del presidente de la asociación de pescadores, junto a las bombas que despachan combustible para las lanchas. Chuvis lo había entrevistado varias veces por distintos motivos y, después de saludarlo con confianza, se sacó las gafas de sol, las puso sobre el escritorio y le pidió lo que andábamos buscando.
Tenía bigote y más estómago que otra cosa, digamos que se llamaba Jesús porque al ver mi grabadora me pidió que no usara su verdadero nombre. Ante esa advertencia pensé que su testimonio sería revelador y que con sus palabras como punto de partida no sería difícil reconstruir la historia palmo a palmo. Me equivoqué. Jesús me contó lo mismo que ya había leído en El Diario y me atrevería a decir que hasta us ó las mismas palabras. Yo le pedía detalles pero me decía que no sabía. Yo le pedía nombres pero me decía que no podía. Yo le pedía anécdotas puntuales pero me decía que no se acordaba, que había pasado un año y que ya nadie hablaba de eso. ¿Nadie? La gente se olvida de las cosas, joven. Chuvis insistió apelando a una supuesta camaradería, pero el presidente de la asociación de pescadores estaba atado a una frase de la que no pensaba deshacerse: eso es todo lo que puedo contarles. Apagué la grabadora y le prometí no mencionarlo en la nota, pero fue inútil. Estuvimos yendo y viniendo entre las paredes de ese juego durante poco más o poco menos de una hora, hasta que Chuvis, con los dedos hundidos entre su pelo largo, agarrándose la cabeza con fuerza para sostener la frustración, dijo bueno Don Jesús, muchas gracias, se levantó y salió de la oficina. Yo hice lo mismo y al apretar la mano de Jesús para despedirme busqué su mirada: él me la sostuvo por unos segundos antes de desviarla hacia cualquier parte.
Dispuestos a buscar testimonios en lugares menos discretos que El Matal, los periodistas del Comercio dieron media vuelta a la camioneta. Para ahorrarse el dinero y el maltrato del bus, Chuvis se trepó al balde y, desde ahí, nos sugirió pasar la noche en San Vicente, donde hay buenos hoteles y algo que hacer por las noches, al día siguiente, me dijo, podr íamos intentarlo de nuevo, más temprano, cuando los pescadores estuviesen en la playa. En ese momento sentí la presencia del fracaso. Llevaba poco tiempo escribiendo crónicas y, lo que era aún peor, fui yo quien “vendió” la historia de El Matal insistiendo en viajar a Manabí y pasar varios días investigando. La revista había decidido enviarnos con la condición de que engancháramos varios temas en el mismo viaje, así que el tiempo que teníamos para cada historia era corto y, de hecho, al día siguiente tendríamos que seguir nuestro camino sí o sí. En una conversación veloz Iván y yo resolvimos quedarnos en El Matal, él podía aprovechar y tomar fotos del pueblo mientras yo trataba de convencer a quien sea de que me contara lo que sea. Era eso o volver a Quito con las manos vacías y aquel no era un lujo que podíamos pagar.
La camioneta se fue y detrás de ella apareció Jesús, al otro lado de la calle, arrimado a la pared de su oficina. Me acerqué para preguntarle dónde podíamos dormir. Me señaló el hotel a la entrada del pueblo pero enseguida me dijo que su comadre, cuyo nombre no recuerdo, alquilaba habitaciones más cómodas y más baratas en una casa cercana. Aunque no tenía ganas de hacerle ningún favor, acepté y la comadre nos instaló en la planta baja de la casa, que dicho sea de paso era la mejor cuidada del pueblo. Me senté en la cama a pensar, mi único enlace con El Matal se había ido dejándome sin plan. Iván, en cambio, alistó sus equipos, puso el lente en el cuerpo de la cámara como quien prepara arma y preguntó, ¿nos vamos? Su iniciativa me hizo sentir más ecuatoriano que de costumbre, mientras yo asumía la derrota con resignación y en silencio, él salía a matar.
Jesús me esperaba frente a la puerta de la casa, los brazos cruzados sobre la barriga, los labios aplastados bajo el bigote. Me preguntó si todo estaba bien, le respondí moviendo la cabeza y luego, sin que yo se lo pidiera, me dijo que quería presentarme a F., un joven pescador que acababa de volver de alta mar. Aunque no supo explicarme por qué, según Jesús F. era el único que podía contarme la historia, pero claro, no podía prometerme nada, yo tenía que convencerlo.
Iván comenzó a caminar cuesta arriba el sendero de una colina, pasara lo que pasara, una foto panorámica del pueblo serviría de mucho o por lo menos serviría de algo. Jesús me llevó hasta la casa de F., me dijo espérelo aquí, él ya sabe que lo anda buscando, y se fue. Los minutos que siguieron fueron eternos, hasta que vi los pies de F. guardados en sandalias de plástico bajando por una escalera. Tenía el cuerpo cubierto de la pasta blancuzca que deja el jabón y la camiseta echada sobre el hombro. Me saludó contento de ver un forastero, después de todo, Iván y yo éramos lo que estaba pasando ese día, de lo que se hablaría hasta que pasara alguna otra cosa. Se acostó en una de las hamacas tendidas entre las columnas que sostenían la casa y me señaló la del al lado. Yo, periodista improvisado, cometí el error de ir directo al grano. ¿Qué sabes de la droga que encontraron aquí? ¿Qué droga?, me contesto siguiendo con la mirada el ruido de los pasos que andaban sobre nuestras cabezas. El año pasado, cuando la lancha… ¡Eso fue hace un año, ¿cómo me voy a acordar de lo que pasó hace tantísimo? Seguro te acuerdas de algo. Nada, compa, por gusto le voy a mentir. Perfecto, pensé, volveré a Quito a buscar trabajo. Nos quedamos en silencio un buen rato hasta que F. dijo vamos a dar una vuelta. Se levantó de la hamaca, se puso la camiseta y empezó a caminar. Lo seguí sin esperanza y sin remedio.
Atravesamos la playa, pasamos el pequeño mercado de mariscos donde los perros buscaban lo que habían olvidado las gaviotas y llegamos a las lanchas y a los pescadores. F. saludó con todos y allí, viéndolo en medio de los demás, me di cuenta de que era distinto. El pelo ensortijado que le cubría las orejas y le rozaba la nuca parecía aclarado a la fuerza, no por el sol sino por un tinte que había pintado sólo ciertas hebras, haciendo que su cabeza fuera de un color claroscuro. Su ropa no era nueva pero tampoco vieja, se notaba que la cuidaba y que usaba una talla menos de la que le correspondía para acentuar los músculos que una vida de empujar lanchas y cargar pescado habían formado. El resto de pescadores llevaba el pelo corto, normal, y su ropa holgada y apolillada les daba a todos la misma apariencia. F. tenía onda, le había arrancado las mangas a su camiseta, trabajaba en su look e incluso hablaba o trataba de hablar distinto, usando las mismas palabras que sus amigos pero un acento menos campesino, más neutro.
F. se paró en medio de las lanchas y uno a uno fue explicándome cómo se llamaban y para qué servían los implementos de pesca que llevaban al mar. De la famosa historia, nada, ni un recuerdo ni un rumor. Traté de preguntarles a los otros pescadores, pero esas respuestas que ya me tenían harto volvían a desatarse como una reacción en cadena: no sé, no me acuerdo, eso fue hace un año.
F. me mostró el resto del pueblo como un guía turístico. La tienda en cuyo mostrador descansaba un televisor inmenso, todas las noches, la gente del pueblo caía por ahí a ver películas piratas. La cabaña a la que le decían bar, donde los hombres iban a jugar billar y tomar cerveza mientras sus mujeres y sus hijos veían películas piratas en la tienda. El restaurante Punta Ballena, donde con cuatro dólares se podía comer camotillo fresco o ceviche de langosta. La cancha de fútbol que también era cancha de ecuavoley, parque central y pista de baile durante las fiestas. Y ya. El recorrido duró minutos y se detuvo en las ruinas de una construcción que, por lo que me dijo F., eran de un hotel a medio construir, un proyecto abandonado. Nos sentamos en la maleza crecida entre las refuerzos de cemento y empezó la entrevista, sólo que yo no era quien preguntaba sino quien respondía.
¿Vives en Quito? Ahí mismo. ¿Pero eres manaba? Sí, de Portoviejo ¿Por qué te fuiste? Porque en Portoviejo no hay nada que hacer. Ya dice, ni que vivieras en El Matal, aquí sí no hay nada que hacer, Portoviejo es una ciudad. Si la comparas con el El Matal supongo que sí, si la comparas con otras no tanto. ¿Conoces otros países? Un par. ¿Conoces la yoni? Sí. ¿Europa? No. Dicen que Europa es bien chévere. Así dicen ¿Pero la yoni sí conoces? Sí. ¿Y cómo es? ¿Cómo es?, no sé pues, grande. Eso es puro edificio, ¿diga? Algunas partes, otras son bastante aburridas. ¿Como aquí? Como aquí o peor, aquí tienes el mar. F. tomó un puñado de monte con la mano y lo arrancó de la tierra, luego se puso de pie y comenzó a doblar las hierbas y a romperlas hasta hacerlas polvo. Las tiró al suelo y siguió hablando. ¿Qué es lo que quieres? Levanté la mirada para verlo a los ojos. Lo que quiero es que me cuenten qué pasó con la droga, quién la encontró, dónde la guardaron, quién vino a comprarla, cuánto pagaron, qué hicieron con la plata. F. volvió a sentarse a mi lado. Qué turro, ¿no? ¿Qué cosa? Que eso sea lo único que haya pasado en este pueblo y nadie te quiera contar.
Iván volvió de su recorrido y me mostró las fotos que había tomado, postales de la vida que yo no había logrado ver en El Matal, donde la noche era más oscura que en otras partes. Me preguntó si ya teníamos historia, lo hizo en ingl és para despistar a F. Le dije que ten íamos una historia pero no la que buscábamos. ¿Qué vamos a hacer? Miré la hora, eran casi las siete, miré a F. y le pregunté si tenía hambre. Toda la vida, me dijo. Comer dije yo entonces, sabiendo que era lo más inteligente que se me había ocurrido en el día, vamos a comer.
El arroz amarillo tenía langostinos jugosos encima. Por recomendación de F. no fuimos al restaurante Punta Ballena sino a la oficina de Don Jesús, que corrió a su casa y le pidió a su esposa que nos preparara la merienda. Pedimos comida para tres pero al cabo de una hora éramos más: Don Jesús y un compadre, uno o dos amigos de F., el joven pescador, Iván y yo. No se quién trajo la cerveza, pero lo cierto es que llegó antes de la comida y estaba fría, como si nos hubiese estado esperando. Sobra decir que el arroz alcanzó para todos. Comimos con tenedores de plástico en platos de cartón y en eso F. era igual a los demás, recogía bocados grandes, masticaba con la boca abierta, separaba la cola de los langostinos con las manos y sus dedos brillaban de grasa. Para este punto yo estaba perdido. No tenía crónica ni tiempo para perseguirla y había gastado el dinero de los viáticos en langostinos para medio pueblo (el arroz, mandaba a decir la esposa de Don Jesús, era de cortesía), por eso cuando F. me propuso jugar billar y seguir tomando cerveza en el bar sólo pude decirle que sí.
Como no sé jugar billar perdí todos los juegos e hice perder a mis desafortunados compañeros de equipo, que tomaban turnos para perder conmigo. Las cervezas enlatadas venían de dos en dos o de cuatro en cuatro y, salvo contadas excepciones, corrían por nuestra cuenta. La música sonaba alto y teníamos que gritar para entendernos los chistes y cuando no nos entendíamos los chistes nos reíamos igual. Iván, desde su ética profesional norteamericana, no entendía cómo un viaje de trabajo se había convertido en una borrachera, pero lo disfrutaba, él sí jugaba billar y cuando no le tocaba la desgracia de mi compañía, ganaba. Anuncié mi retiro de la mesa cuando la humillación pública dejó de ser divertida y fui a sentarme en una banca larga hecha con troncos de caña. Solo ahí, cuando salí de la escena, pude entender lo que estaba pasando. Vi la alegría fugaz de todos los hombres, las partes de la memoria que hacen los recuerdos, el golpe de suerte que cada segundo corona a un nuevo rey sólo para decapitarlo. Y acepté mi destino en ese lugar olvidado del mundo.
F. se sentó a mi lado y su peso en la banca me trajo de vuelta, el taco apoyado contra el suelo como un bastón. Así era, me dijo. ¿Qué cosa? Antes, cuando había plata, así eran toditas las noches, sólo que mejor, más bacán, con hembras ricotas, con cerveza importada, con whisky, con jama, con carro. Le pasé la cerveza y lo vi llevársela a la boca. ¿Antes?, pregunté, ¿hace un año? F. movió la cabeza de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba sin despegarse de la lata. ¿Tú cogiste algo? Antes de responder, se acercó la lata a la cara y la miró de cerca. En esos tiempos nos bañábamos en cerveza. Me miró. En serio, comprábamos cerveza sólo para tirárnosla en la cabeza. En la mesa, Iván volvió a ganar y los otros pescadores se apresuraron a sacar las bolas de los bolsillos de la mesa. ¿Te molesta si te grabo? Un chance, la verdad es que esas pendejadas no me gustan, ahí vas anotando. Saqué mi libreta, busqué una página en blanco. ¿Cuándo empezó todo?