¿Por
qué me gusta tanto Girls?
¿De
verdad me gusta tanto?
Sí.
Me gusta. Me gusta un montón.
Más
que gustarme, quizás, me habla. Me habla mucho.
Eso
es lo que pasa. Girls me habla.
Girls me
descubre, me dice cosas sobre mí mismo. Cosas con las que no estoy del todo
cómodo. Cosas que, incluso, preferiría no saber. Cosas de las que no hablo con
nadie o con casi nadie. Cosas que pienso pero no digo. Cosas que asumo a solas
y en privado, cuando ya no sirve de mucho. Girls
me dice, por ejemplo, que sin importar cuántos años tenga aún me siento un niño
pequeño, gordo y tonto. No me siento indefenso, pero a ratos me siento
indefendible. Tengo complejos, trabas, y algunos son muy parecidos a los que
tienen los personajes de la serie. Por eso me siento unido a ellos, a ellas. Como que soy parte de su
conversación.
De
alguna manera, además, estoy enamorado de Lena Dunham, la creadora de la serie.
Si Tina Fey es el símbolo sexual de los nerds, Lena Dunham es el símbolo sexual
de los gorditos, de todos los que no estamos cómodos con nuestro cuerpo. El
amor que siento por ella, dicho sea de paso, no es carnal. La quiero, pero no
la deseo. Pienso en ella mucho, por no de esa forma. De hecho, me gusta porque
no es tan bonita, porque no se viste tan bien, porque pasan las temporadas y
se nota que aún no encuentra un peinado que la tranquilice. Lena Dunham me
gusta porque escribe, porque quiere ser escritora, porque ya a estas alturas es escritora –y actriz y directora, algo
no menor– pero hubo un tiempo en que sólo podía intentarlo y fracasar en ese
intento. Aún así, con una película independiente a cuestas que no llegó muy
lejos pero al parecer llegó a la gente indicada (Tiny Furniture, del 2010) siguió escribiendo y la diferencia entre
un escritor de verdad y uno de mentira es que el de verdad sigue escribiendo pase lo que pase. Stick to it, como dijo Kerouac. Eso es todo.
Ahora
bien.
¿Qué
tienen que ver conmigo cuatro chicas que viven en el Brooklyn más hipster?
En
rigor, son menores que yo, otra generación.
Gente
que llegó a este mundo con otro chip,
como dicen ahora.
Gente
a la que estoy en todo mi derecho de ignorar.
Pero
no puedo.
Y
no es que quiera irme a la cama con Hannah Horvath, el personaje de Lena
Dunham. De hecho, preferiría hacerlo con Jessa (Jemina Kirke). Mejor dicho, preferiría
tener una relación más o menos corta –seis meses, algo así– pero muy intensa
con ese personaje, cruzar por tierra Nueva Zelanda, hacer el amor en moteles de
carretera y acampar –sí, acampar, aunque yo no nunca he acampado en mi puta
vida siento que con ella podría hacerlo– en las orillas del Champagne Pool, un
lago de aguas calientes que por lo menos en fotos se ve increíble; allí Jessa y
yo podríamos contemplar las horas de manera horizontal y leer durante días
hasta que las emanaciones de dióxido de carbono que le dan el nombre de
Champagne Pool nos intoxiquen y nos hagan levitar. Luego, en otra parte, iríamos
a fiestas y fumaríamos salvia y tomaríamos éxtasis hasta fundirnos en un solo
ser. Pero, no sé, creo que no podría estar con ella mucho más después de eso.
Francamente, no sé si podría cargar con su extenso kilometraje, no me siento ni
tan hombre ni tan maduro ni tan civilizado como para eso. Además, la aventura,
cuando se dilata demasiado, se quiebra. Y yo ya no soy, ya no fui, un espíritu
libre. Una persona libre sí, pero eso es otra cosa.
Ahora
entiendo mejor.
Girls no
sólo me habla.
Girls me
confronta.
Girls me
cuestiona.
Girls me
hace ver que después de todo no soy tan liberal como pensaba, que muchas veces
prefiero que las cosas les pasen a otros, que no me atrevo, que no siempre me
lanzo. Que el guión de mi vida todavía está en borradores, que aún no revienta.
Aún
falta.
La
serie me hace ver las cosas que no quiero ver y aceptar las cosas que no puedo
cambiar.
Y
luchar.
La
alegría está en la lucha, dijo Ghandi.
¿Por
qué no tengo tantas ganas de tirar con Hannah, el personaje de Lina Dunham? Amo
su adicción a la comida, la forma en que no sabe comportarse, los gestos y las
sonrisas con las que miente para causar en otros la impresión que quiere causar
y que casi siempre le falla, la manera que tiene de depender y no querer
depender de sus padres, las cosas que dice cuando prueba la coca por primera
vez, haciendo líneas sobre el retrete en el baño de un bar con las rodillas
contra la mugre y su personalidad se potencia hasta romperse en el piso de una
disco: el pelo pegado al rostro con la goma del sudor tóxico, los ojos
cerrados, mirando para adentro, la sonrisa apretada porque de otra manera la
coca le sacaría la mandíbula de su lugar. Hannah es, sin duda, sexy. Una
maravillosa suma de errores y sentido del humor y ganas de caerse y aprender a
la fuerza, como se aprenden las cosas que nunca se olvidan. Hannah es sexy de
una manera inteligente, ingeniosa, medio nerd y medio cool. Hannah no es
hermosa y eso es lo más hermoso que tiene: su belleza está uno, dos, tres pasos
más allá de la concepción racional de la belleza. Le gusta desnudarse frente a
la cámara, quitarse la ropa y sobre todo quitarse el pudor; hay en su desnudez,
en esa desnudez blanda que algo tiene
que ver con La maja desnuda de Goya, una liberación de género y de
generación degenerada. Quizás la batalla más abiertamente librada contra la
estética que la tele y los anuncios de publicidad y los ángeles de Victoria’s Secret
han querido escribir en piedra sean las escenas en las que Hannah hace el amor como
si no la estuviéramos viendo.
Pero
Hannah Horvath no me calienta del todo y eso me hace sentir vacío y cobarde. Y
eso es, me queda claro, lo que más me gusta de Girls: la evidencia de que aún no soy, ni de lejos, la persona que
quisiera ser. Soy único, pero no soy el único. Esas chicas y yo nos hacemos compañía.