La
plaza Harvey Milk está en Castro, el distrito gay de San Francisco, justo sobre
la estación del metro. Esa plaza bien podría llamarse Sean Penn o Gus Van Sant.
Seguro mucha de la gente que la visita a diario, o quién sabe, quizás incluso muchos
de los que viven en el barrio, llegaron allí por Milk, la biopic que
cuenta la vida de la primera persona abiertamente homosexual en ser elegida
para ejercer un cargo público en los Estados Unidos. Yo, por lo menos, llegué
por Milk.
La
vi en Miami en el 2008, a pocos días de su estreno, en las salas de un mall gigante. En realidad fue una
proyección del azar. Tenía la noche libre, mi única noche en Miami pues estaba
de paso, y decidí gastarla en el cine, dispuesto a ver lo que fuera. Esa noche
vi dos películas, Milk y El Sustituto, de Clint Eastwood, con
Angelina Jolie haciendo todo lo posible por actuar como una mujer madura. Recuerdo
que antes de comprar las entradas le pregunté al tipo de la boletería, dos o
tres veces, si estaba seguro de que no me perdería el comienzo de la segunda
función y él me dijo que no me preocupara, en el rostro una sonrisa que pudo
ser de complicidad, burla o compasión. Recuerdo que Milk me gustó más, mucho más,
que El Sustituto.
Cinco
años después llegué a “Frisco” –como le decía Kerouac– y en Castro la cara de
Harvey Milk, el verdadero, se reproducía en tiendas y en bares, en restaurantes
y en boutiques: si el rostro de Sean Penn en el afiche lo volvió un momento inolvidable
del cine, su vida real, potenciada sin duda por la cinta, lo ha transformado en
un símbolo patrio. Castro es, obvio, un planeta gay, una especie de mundo bizarro
para un heterosexual del tercer mundo que pone a prueba tus principios
supuestamente liberales y posmodernos. Uno se cansa pronto de ver revistas
mostrando hombres musculosos y de piel aceitada en tanga, o los maniquíes con pupera a rayas, estilo marinero y ceñida
al torso inanimado. Además, confieso, me cansé de ver tantos hombres delgados, bien
vestidos y bien peinados, cosas que para mí son imposibles. Pensé en la
introducción de un capítulo de Seinfeld
en la que Jerry, durante su clásico monólogo, dice: mis amigos piensan que soy
gay porque soy flaco y mi apartamento está limpio.
En
el número 429 de la calle que da nombre al distrito hay un letrero enorme que
dice CASTRO, en vertical, hacia abajo, flotando sobre una marquesina. Es el
Castro Theatre, también conocido como movie
palace: el palacio de las películas. La construcción es de 1922, tiene 1407
butacas y programación alternativa. Mientras en la vía pública se multiplicaban
afiches de El Gran Gatsby, R3sacón y Después de la tierra, el cine de Castro,
que cambia de títulos prácticamente todos los días (la noche anterior, por
ejemplo, habían pasado Vaselina en
formato sing-along), ofrecía una
doble función protagonizada por Spring
Breakers, de Harmony Korine, y Enter
The Void, la cinta de Gaspar Noé modelo 2009. Casi cinco horas de cine y de
corrido.
Hay
quienes conocen ciudades tachando los nombres de sitios emblemáticos en una
lista, llegando y sonriendo y subiendo las fotos para comprobar que sí, están
ahí donde dijeron que iban a estar, y sí, el lugar es increíble y somos muy
felices. Otros vamos a las salas de cine dondequiera que estemos, incluso a las
de las cadenas que son todas iguales, y conocemos la ciudad por ese lado. Una
película también es el lugar y el momento en que la viste. Una ciudad también
es las películas que viste mientras estabas allí.
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