3.13.2014

Doble función en el Castro Theatre


La plaza Harvey Milk está en Castro, el distrito gay de San Francisco, justo sobre la estación del metro. Esa plaza bien podría llamarse Sean Penn o Gus Van Sant. Seguro mucha de la gente que la visita a diario, o quién sabe, quizás incluso muchos de los que viven en el barrio, llegaron allí por Milk, la biopic que cuenta la vida de la primera persona abiertamente homosexual en ser elegida para ejercer un cargo público en los Estados Unidos. Yo, por lo menos, llegué por Milk.   

La vi en Miami en el 2008, a pocos días de su estreno, en las salas de un mall gigante. En realidad fue una proyección del azar. Tenía la noche libre, mi única noche en Miami pues estaba de paso, y decidí gastarla en el cine, dispuesto a ver lo que fuera. Esa noche vi dos películas, Milk y El Sustituto, de Clint Eastwood, con Angelina Jolie haciendo todo lo posible por actuar como una mujer madura. Recuerdo que antes de comprar las entradas le pregunté al tipo de la boletería, dos o tres veces, si estaba seguro de que no me perdería el comienzo de la segunda función y él me dijo que no me preocupara, en el rostro una sonrisa que pudo ser de complicidad, burla o compasión. Recuerdo que Milk me gustó más, mucho más, que El Sustituto.

Cinco años después llegué a “Frisco” –como le decía Kerouac– y en Castro la cara de Harvey Milk, el verdadero, se reproducía en tiendas y en bares, en restaurantes y en boutiques: si el rostro de Sean Penn en el afiche lo volvió un momento inolvidable del cine, su vida real, potenciada sin duda por la cinta, lo ha transformado en un símbolo patrio. Castro es, obvio, un planeta gay, una especie de mundo bizarro para un heterosexual del tercer mundo que pone a prueba tus principios supuestamente liberales y posmodernos. Uno se cansa pronto de ver revistas mostrando hombres musculosos y de piel aceitada en tanga, o los maniquíes con pupera a rayas, estilo marinero y ceñida al torso inanimado. Además, confieso, me cansé de ver tantos hombres delgados, bien vestidos y bien peinados, cosas que para mí son imposibles. Pensé en la introducción de un capítulo de Seinfeld en la que Jerry, durante su clásico monólogo, dice: mis amigos piensan que soy gay porque soy flaco y mi apartamento está limpio.

En el número 429 de la calle que da nombre al distrito hay un letrero enorme que dice CASTRO, en vertical, hacia abajo, flotando sobre una marquesina. Es el Castro Theatre, también conocido como movie palace: el palacio de las películas. La construcción es de 1922, tiene 1407 butacas y programación alternativa. Mientras en la vía pública se multiplicaban afiches de El Gran Gatsby, R3sacón y Después de la tierra, el cine de Castro, que cambia de títulos prácticamente todos los días (la noche anterior, por ejemplo, habían pasado Vaselina en formato sing-along), ofrecía una doble función protagonizada por Spring Breakers, de Harmony Korine, y Enter The Void, la cinta de Gaspar Noé modelo 2009. Casi cinco horas de cine y de corrido. 

Hay quienes conocen ciudades tachando los nombres de sitios emblemáticos en una lista, llegando y sonriendo y subiendo las fotos para comprobar que sí, están ahí donde dijeron que iban a estar, y sí, el lugar es increíble y somos muy felices. Otros vamos a las salas de cine dondequiera que estemos, incluso a las de las cadenas que son todas iguales, y conocemos la ciudad por ese lado. Una película también es el lugar y el momento en que la viste. Una ciudad también es las películas que viste mientras estabas allí.

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