Para ser franco, debería estar
escribiendo otra cosa. Otras cosas. Muchas otras cosas. Pero no puedo. Algo me
lo impide. Algo me paraliza. Envié un mensaje de texto hace casi tres horas y
aún no he recibido respuesta. Y eso es lo que me pasa. Eso es todo lo que me pasa. Pero es mucho. Me
supera. Me atropella. Me aplasta. Siento, en el estómago, cómo una colonia de
miles, quizás millones de pequeños insectos se pasean por mis intestinos clavando
sus patas, clavando sus aguijones, clavando sus dientes, sus dos filas de
dientes, en mis entrañas. También siento un dolor en los huesos, sobre todo en
el húmero, en el radio, en el cúbito, en todas y cada una de mis costillas, en
el pelvis, en el fémur, en la tibia y en el peroné. O sea, en todas partes. Y
es un dolor, una especie de dolor, que transita los huesos por dentro, un
malestar parecido al que antecede a la gripe y a la fiebre, pero es peor: no sé
si el dolor es real o me lo estoy inventando. Y siento, sobre la boca del
estómago, un inmenso agujero. Creo que si alguien mete la mano en ese agujero ya
no saldría por mi espalda, esquivando mi desviada columna vertebral, no, siento
que si alguien pudiera meter, meterse en ese inmenso agujero que siento ahora
mismo sobre la boca del estómago ya no volvería a salir, nunca, jamás; como si
yo fuera un agujero negro capaz de transportar personas hacia otra dimensión:
ese es el tamaño del vacío que siento ahora mismo sobre la boca del estómago. Y
no puedo hacer más que esto: escribir. Escribir sobre lo que siento. Escribir
como si esta angustia que me posee me estuviera dictando lo que ustedes están
leyendo. Escribir porque escribiendo y sólo escribiendo puedo dejar de sentir y
desconectarme. Pero, ojo, dejar de sentir no es, bueno, dejar de sentir. Es concentrarse por unos pocos segundos en los
dedos golpeando las teclas del computador y no en el dolor. Poner aquí y ahora
una letra tras otra sólo para escapar a la sensación de que más temprano que
tarde se abrirá una grieta en la tierra y me tragará con todo y silla y
computadora y parlantes y música. (Quizás, muy probablemente, no me refiero a
escribir sino a tipiar, a golpear las teclas y golpear las letras como si
fueran tambores a ver si ese ruido, este
ruido que ustedes no escuchan pero yo sí, puede sonar más alto y más fuerte que
las voces que ahora mismo se pelean a gritos los pensamientos que produce mi cabeza)
Escribir, entonces, es como sudar. Hay gente que siente esto que estoy
sintiendo y se pone a correr sobre una banda que cuando está en movimiento se
convierte en un suelo infinito como el universo; esa gente corre y corre y
corre hasta que sus músculos tiemblan y ese temblor es más poderoso que
cualquier otro sentimiento que puedan segregar. Yo escribo. Y estoy temblando y
mientras escribo siento frío en las palmas de las manos, como si la mismísima
muerte estuviera jugando a las manitas calientes conmigo, solo que, claro, sus
manos son frías, heladas. Escribir es el ansiolítico que he decidido usar hoy
para evitar el ansiolítico que he estado tomando desde hace un mes. Escribir
puede salvarte. Quizás. Tal vez no. Son muchos, demasiados, los escritores que
han pensado que podían salvarse escribiendo y que al final del día no se
salvaron. Escribir es respirar. Seguir respirando. Abrir los bronquios con la
manos, a la fuerza, y llegar hasta los pulmones y sacudirlos hasta que vuelvan a
funcionar. Escribir para no pensar funciona si mientras escribes no haces otra
cosa que escribir. El problema es que estás escribiendo y llega un mensaje al
celular y tienes que dejar de escribir para verlo.
(SoHo)
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