Se nota que Johanna Parry, la
protagonista de Hateship Loveship, no es una persona normal. Pero claro, ¿quién
es una persona normal? Johanna, sin embargo, parece estar desconectada de este
mundo o inmersa en una realidad acaso paralela que sólo ella puede ver con
claridad. Por eso sus relaciones con otras personas son, por así decirlo,
extrañas, distantes, silenciosas. Las cosas que ella hace para comunicarse con
los demás no son necesariamente lógicas pero, de alguna extraña manera, funcionan.
Sabemos poco de Johanna Parry (Kristen
Wiig en su papel más introvertido hasta la fecha). Sabemos que, desde que era muy
joven, se dedicó a cuidar a una anciana hasta que la señora murió. Sabemos que
su mundo es pequeño, corto, estrecho. Sabemos que se le hace difícil ver a otra
gente a los ojos y que camina cargando algo parecido a la vergüenza. Cuando la
encontramos, Johanna tiene un nuevo trabajo, esta vez de niñera en un hogar
fracturado y disfuncional (¿como todos?), donde viven una adolescente y su
abuelo y donde, a veces, llega el padre de la chica de visita, un hombre en el
que nadie confía demasiado porque trae consigo una historia de drogas y alcohol
y, evidentemente, se ha equivocado más de una vez.
La chica de la que Johanna debe hacerse
cargo le escribe cartas haciéndose pasar por su padre y se inventa un romance
entre los dos. Johanna, quien claramente no ha tenido muchas aventuras en su
vida, cae en la trampa y un día, sin más, aparece en casa del
padre-adicto-en-recuperación. La situación es incómoda, incluso ridícula, y
Johanna la resuelve haciendo lo único que sabe hacer: cuidar a los otros. Así
empieza una historia de amor rara y difícil de comprender, un cuento (el guión
está basado en un cuento de Alice Munro, nada menos) en el que los sentimientos
que no se dicen son los que más importan, en el que las palabras son
reemplazadas por actos que, como en cualquier historia de amor, quizás sean
absurdos, pero alguien tiene que atreverse al absurdo para que el amor exista,
¿no?
Johanna Parry, que se dedica a cuidar
gente y a limpiar casas, logra reconstruir la vida de un hombre: barrer su
conciencia, cepillar la mugre del pasado hasta encontrar un breve resplandor de
voluntad. Y no es magia ni es la fuerza del amor ni tampoco la moraleja de la
fábula. Puede que esta mujer no viva en el mismo mundo en el que vive el resto,
pero sabe hacer las cosas a su manera y cree que, en el fondo, la gente no es
tan sucia como parece. Ella cree, esa es su ventaja.
(El Diario)
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