Mi amiga es una de las mujeres más hermosas
que he visto en la vida: una de esas mujeres que podría tener al hombre que le
diera la gana. Es chistosa, culta, mal hablada y toma como poeta en día de paga;
pero lo mejor es que, con cada trago, sus comentarios van cobrando lucidez, sus
bromas ganan maldad y sus observaciones se vuelven agudas hasta el último
detalle. El licor, además, la vuelve clarividente: basta con que le digas dos o
tres cosas sobre tu presente y ella te dirá todo, todo, sobre tu futuro (no exagero, me ha pasado y le ha pasado a
varios desconocidos que luego se volvieron sus, digamos, pacientes). Estuve enamorado
de ella durante años, siempre lo supo y cada tanto, para que no te vuelva a pasar, lindo, me recuerda que en ciertas
ocasiones se aprovechó de mi cariño y me manipuló sin piedad. Nos acostamos un
par de veces, nos confundimos (miento, el único que se confundió fui yo, ella
siempre la tuvo clara), pero no pasó mucho más. Nunca fuimos lo que se dice una
pareja, pero hasta el día de hoy nos queremos y hablamos con frecuencia cuando
alguno de los dos está down.
Esta tarde estoy sentado a su lado en la
sala de espera de un psiquiatra en el Hospital Metropolitano de Quito, rodeado
de personas que, francamente, no parecerían tener ningún problema: lo que nos
demuestra, nuevamente, que todos, todos,
estamos en problemas. No hay tal cosa como la gente normal. Ella mira una revista de farándula, antigua, como todas las
revistas de consultorio, y se encuentra con una larga entrevista a la cantante
mexicana Paulina Rubio. Al final de la entrevista hay una página entera de
fotos de la estrella pop en diferentes etapas de su carrera. Mi amiga se mira
en ella. Sólo tiene diez años más que
nosotros, me dice, diez años. Puta,
huevón, antes diez años eran un montón, era full tiempo, ahora diez años no son
ni mierda, yo me veo más vieja que ella. La verdad, no se parecen en nada. Yo
diría que mi amiga es mucho más guapa y muchísimo más inteligente, por eso
reconoce que el tiempo ha pasado para ambas, para todos, y que ya nunca seremos
los mismos. Nunca.
Hace nueve meses mi amiga rompió con su
último novio, un tipo cuyos temas favoritos de conversación eran los aviones y
los caballos, si me lo preguntan, era insoportable; pero tenía un buen trabajo,
ganaba dinero, era estable. A veces,
me dijo ella una vez, una sólo quiere
saber que el suelo donde está parada no se va a derrumbar de repente, que las
cosas no van a cambiar por un rato. Estuvieron juntos poco más de dos años
y un buen día, sin más, el tipo le dijo que no la veía en su futuro. Así: no te
veo en mi futuro. La sacó de su vida después de una especie de visión mística
instantánea. Al principio, mi amiga creyó que era un acceso de demencia y que
volverían pronto. No volvieron. Él nunca se lo pidió. Ni siquiera la llamó. Fue
ella quien, borracha y de madrugada, solía marcar su número y llorar un rato.
El tipo siguió con su vida, consiguió otra novia y, al parecer, empezó a
construir su verdadero futuro. Mi amiga aún no lo supera y cree que se está volviendo
loca.
El psiquiatra fue su última opción.
Primero pasó varias semanas de viaje y algunos meses de farra. Bailó y bebió
todo lo que pudo y vaciló más o menos con quien se le cruzara por en frente:
fue un periodo, me explicó, en el que no tenía sentido ser selectiva más allá
de lo superficial, sólo quería vacilar
con niños lindos y, ¿sabes qué?, los niños lindos son todos unos losers,
supongo que pierden mucho tiempo en el gimnasio, por eso son lindos y… ya pues,
no se puede tener todo en la vida. No se enamoró de nadie. No se trataba de
eso. Estoy como bloqueada, me dijo. En
sus días tranqui, cuando no tenía
quién la acompañe a farrear, cuando decidía no contestar los mensajes de su
pretendiente de turno, invitaba amigos a su casa para tomar vodka y fumar
hierba hasta desvanecerse: de un tiempo a esta parte, eso es todo lo que hace,
se queda en casa y se desconecta como puede, cada vez más rápido y por más
tiempo. Varias veces me tocó cargarla hasta su cuarto y acostarla en la cama
con zapatos y todo. O, cuando ya no me daban las fuerzas, echarle un edredón encima
y dejarla doblada en el sofá de la sala antes de llamar a un taxi y regresar a
mi casa.
Mi amiga entra al consultorio del
psiquiatra y, según mis cálculos, gasta menos de media hora allí adentro:
francamente esperaba verla salir mucho después, quizás con los ojos hinchados o
por lo menos sonándose la nariz con un pañuelo de papel. Estoy deprimida, me había dicho en el taxi que nos llevó de su casa
al hospital, la depresión es una
enfermedad y hay que tratarla con medicinas, como a cualquier otra. No
diría que estaba optimista, pero sí esperanzada en un tratamiento, en una cura,
quizás incluso en un acto de psicomagia: la tristeza te cansa, te agota física
y mentalmente, y llega el punto en que sueñas con un botón que te pueda
resetear. Al salir, veo su rostro caído, su mentón rozando el suelo. La veo
pagar la consulta y cuando la secretaria le pregunta si el doctor le dio nueva
cita ella mueve la cabeza de un lado para el otro con una pena extraña. Luego
me mira y me pide que regresemos a casa caminando. Está peor que cuando
llegamos.
¿Qué te dijo? Nada. No tengo nada. ¿Le dijiste que estás tomando cada vez más pastillas
para dormir? Sí. ¿Le dijiste que te
tomas por lo menos un six pack al día? Sí
¿Le dijiste que casi no sales de tu casa? Sí ¿Le dijiste que te duelen los brazos, que tiemblas sin razón,
que no comes casi nada? Sí. Sí. Sí.
¿Le dijiste que piensas en él todo el día?, ¿que te pasas horas en la compu viendo las fotos que postea con su
nueva novia?, ¿que te lo imaginas tirando con otras mujeres? Sí. Sí.
Sí ¿Le dijiste que te encierras en el
baño a gritar en la ducha?, ¿que tienes ganas de llorar pero no puedes? ¿Le
dijiste todo lo que me has dicho a mí? ¡Puta
madre, sí, le dije todo!
¿Y?
Me
dijo que estoy viviendo un duelo y que para eso no hay medicinas. ¿Y cuánto más puede durar tu duelo? Mi
amiga, una de las mujeres más hermosas que he visto en la vida aún así, con el
pelo mal recogido en una trenza que rebota contra su espalda y se deshace, con
ojeras que antes eran oscuras y ahora son verdosas, con la piel amarilla, alza la
mirada al cielo, se fija en las nubes, en el vacío que separa a unas nubes de
otras, y dice: según el psiquiatra, toda
la vida.
(SoHo)