En París
era una fiesta, el libro de memorias que, tras la muerte de Hemingway en
1961, se armó con los diarios que él había llevado en París durante los 1920’s,
cuando la capital francesa era el refugio y el palacio de los artistas
norteamericanos, se cuenta, más o menos, todo. Pero Hemingway, y supongo que
por eso nunca se atrevió a publicar sus notas en vida, habla poco de sí mismo y
mucho de los demás.
En uno de los capítulos más extraños y
privados, Hemingway cuenta que durante un almuerzo con F. Scott Fitzgerald, el
autor de El Gran Gatsby, con una
mezcla de temor y vergüenza, dándose vueltas y largas para decirle lo que había
ido a decirle, se resolvió finalmente a pedirle un favor, digamos, delicado. Zelda,
la esposa de Fitzgerald, con quien vivía una relación alcohólica y desatada que
pasaba del amor al odio y del odio a la violencia y de la violencia a la
humillación y de la humillación al llanto y del llanto al ridículo en la calle
y del ridículo en la calle al baile y del baile a los besos en cuestión de
segundos, luego de una pelea, lo había acusado de tener los genitales demasiado
pequeños como para satisfacer completamente a una mujer… a cualquier mujer.
Fitzgerald, herido pero, sobre todo,
confundido y asustado e inseguro y con un pie en esa otra dimensión que era su
vida matrimonial, una dimensión que, por lo demás, jamás llegó a entender del
todo, a la que fue adicto y de la que nunca se pudo liberar realmente, le pidió
a Hemingway que fueran al baño de hombres y compararan sus respectivos paquetes.
Al principio, Hemingway se negó; acaso sintió un poco de vergüenza ajena o
simplemente todo el asunto le pareció absurdo y patético. Pero Fitzgerald
insistió y no dejó de insistir hasta que dos de los más grandes novelistas que
hayan pasado por este mundo se levantaron de la mesa donde estaban, caminaron
hacia el baño de caballeros mirando hacia los lados por encima del hombro,
cuidándose de no provocar sospechas, y una vez dentro y con la puerta cerrada, abrieron
sus cremalleras y se bajaron los pantalones.
Se vieron. Asumo que Fitzgerald se fijó
más en Hemingway de lo que Hemingway se fijó en él, pero lo cierto es que, tratando
de calmarlo, Hemingway lo hizo “entrar en razón” y logró convencerlo de que su
anatomía no había sido en ningún modo perjudicada por la naturaleza. Luego
volvieron a su mesa, un poco incómodos, en silencio, y después de unos cuantos
segundos de angustia y sudor Fitzgerald inventó alguna excusa para retirarse y,
obvio, volver a su casa para seguir peleando con Zelda.
*
Se supone que Zelda nunca pudo manejar
del todo el éxito más o menos súbito y más o menos prolongado (esto es, claro,
antes de que la muerte lo hiciera inmortal) de su esposo que, en parte, escribió
lo que escribió y de la manera en que lo escribió para vender, para conseguir
dinero y mantener los caprichos dementes de Zelda, que podía estar de fiesta
durante varios días y sin dormir; que de pronto quería alquilar la habitación
más cara de un hotel en Nueva York sólo para darse una ducha antes de seguir
bebiendo; que a veces, para mantenerse en pie, era capaz de echarse al primer
pedazo de agua que encontrara: la piscina de una casa ajena, la fuente de un
parque, una laguna al pie de la carretera. Es más, Fitzgerald escribió su primera
novela, This side of Paradise (joven
y autobiográfica, ¿qué más podía escribir a los 24 años?) para demostrarle a la
familia de Zelda que era capaz de mantener una familia y tener un futuro digno.
Y, mientras la escribía, también le escribía una carta semanal al objeto de su
deseo que, durante el tiempo en que el escritor se hacía escritor, salía con
varios pretendientes sin comprometerse con ninguno. Cuando, en 1920, This side of Paradise se convirtió en un
suceso literario y financiero, Zelda y Scott se casaron e inauguraron un lujoso
y desenfrenado estilo de vida que necesitó, siempre, de constantes inyecciones
de capital.
El mismo Fitzgerald le dijo a Hemingway
que en épocas de vacas flacas una forma fácil de hacer dinero era publicar
“borradores” de cuentos en revistas, cobrar lo que más se pudiera y, luego, pulirlos,
editarlos, terminarlos (muchas veces esto significaba cambiar el desenlace, o
sea, colocar el final verdadero) y entonces sí publicarlos como una colección
de cuentos propiamente dicha y seguir ganando por los derechos de autor. Hemingway
decía que no podía escribir mal a propósito. Pero Fitzgerald pensaba en el
dinero. Fitzgerald pensaba en Zelda.
Una de las constantes acusaciones que
Zelda usaba contra su esposo era que éste usara material suyo –tan suyo como
las notas de sus diarios– para construir personajes femeninos dentro de sus novelas.
En 1932, cuando la pareja ya se había separado, cuando el alcoholismo de
Fitzgerald estaba fuera de control y cuando Zelda había sido internada en el
sanatorio Sheppard Pratt en Towson, Maryland, diagnosticada como esquizofrénica
y bipolar, la mujer finalmente se vengó y publicó Save me The Waltz, una novela autobiográfica que incluía muchos
detalles de su vida en pareja con el escritor. Y él, a quien se le atribuye la
frase …un libro empieza dentro de ti.
Trabajas desde dentro hacia fuera. No necesitas sentarte a crear mecánicamente
personajes y situaciones. Lo tienes todo dentro… y también esta …no existe una buena obra de arte cuyo arte
valga la pena si el artista no se exhibe ni se pone al descubierto, se puso
furioso y, a su vez, se vengó con la inmensa Tender is the Night, publicada en 1934. Ese amor, ese odio, esa
pasión, ese deseo de ver al otro muerto y esa pulsación en el cuerpo cuando se
extraña con las tripas produjeron, por las malas, dos libros bellos y honestos
y furiosos y que de alguna manera decían te amo, te sigo amando, te amaré
siempre.
*
Diez años después de haberse parado en
los hombros de todos los gigantes, a finales de la década de 1930, un
Fitzgerald que mantenía su reputación pero había perdido público y celebridad y
se vestía con trajes arrugados, aceptó un contrato para trabajar en Hollywood.
El encargo era escribir un guión de principio a fin en dos meses y medio, por
lo que recibiría dos mil dólares semanales. Otros escritores, algunos caídos ya
en su etapa decadente y dependiente y sobregirada como William Faulkner (ver Barton Fink, donde no se sabe si el
escritor-guionista borracho es Faulkner o Fitzgerald o una mezcla de los dos),
y otros simplemente en busca de un buen sueldo como Raymond Chandler, habían
caído o caerían en las manos de productores que buscaban prestigio intelectual
para sus películas. Pero, en todo caso, el que un novelista importante trabajara
en el cine era una señal de que las cosas no iban bien, quizás, incluso, fuese una
forma de aceptar la derrota y sentarse a ver el crepúsculo de los dioses.
El guión que debía escribir Fitzgerald estaba
basado en el argumento de un joven llamado Budd Schulberg, hijo del productor
P. B. Schulberg, uno de esos hombres que, literalmente, fundaron (¿inventaron?)
Hollywood. Budd tendría poco más de veinte años cuando trabajó con Fitzgerald,
quien, además de ser Fitzgerald, era su ídolo personal.
Cuando se estableció en Los Ángeles, lejos
de Zelda, el escritor vivía con una joven que era en parte su discípula, su
admiradora, su enfermera y su amante; pero, además, llevaba varios meses sin beber
y tomando pastillas para dormir. Poco después de conocerlo, Budd Schulberg
quiso rendirle un homenaje (en verdad, quiso ganarse su amistad a toda costa) y
le invitó una copa de champán. Fitzgerald, educadamente, se abstuvo, pero esa
abstinencia le duró sólo unos cuantos minutos. Aquella vez bebieron dos
botellas de champán y Fitzgerald, por así decirlo, volvió a ser quien era, ese
que no quería ser, ese que había acabado con el que algún día fue.
Francis Scott Fitzgerald murió a causa de
un ataque cardiaco en 1940, a los 44 años de edad, cuando aún vivía en Los
Ángeles y trabajaba para Hollywood. Una década más tarde, en 1950, el joven Budd
publicó El desencantado, la novela en
la que cuenta, con detalles pero también con respeto, admiración, cariño y una
a ratos malvada comprensión, los días que compartió con Fitzgerald. La caída. La
caída. La caída.
En El
desencantado, un libro perfecto, Fitzgerald se llama Manley Halliday y
Zelda se llama Jere. Jere. Me suena a
Her. Ella. Ella. Me suena a la única
en el mundo y en las páginas de la novela queda claro que Zelda fue la única
mujer a la que Fitzgerald amó de verdad, con todo, pasándose de la raya, y de
la que se tuvo que apartar para tratar de salvar su propia vida, pero de la que
nunca se alejó. Zelda se fue con él y aparece en cada paso, en cada
pensamiento, en cada último trago. Fitzgerald no logró dejarla ir y cayó en su
propia trampa.
“Tu problema,
Jere”, recordaba haberle dicho una vez, “es que no te conformabas con beber de
la Fuente de la juventud. No parabas de agacharte para ver tu reflejo hasta que
te caías dentro y casi te ahogabas.”
“Yo
no me ahogaba para ver mi reflejo”, recordaba que le había contestado Jere,
“sino para intentar sacarte a ti de allí”.
Tengo
ojos. Sé perfectamente que soy bella. Todas las mañanas, al salir de la bañera,
me encanta admirar mi cuerpo en el espejo. Y me digo a mí misma: “Eres mucho
más bella que las gordas desnudas de Renoir”. Dice Jere.
El
nunca olvidaría la primera vez que vio sus muslos ambarinos como la miel, su
estrecha cintura, sus pechos, pequeños y perfectos, la gravedad con que se le
acercaba, la sorprendente timidez en sus ojos.
Ella
le indicó el sofá y se sentó en una silla, enfrente de él, con las piernas
cruzadas. Por alguna suerte de milagro corpóreo que siempre le resultó
desconcertante advertir, sus piernas seguían siendo exactamente las mismas.
Había algo repulsivo en aquella imagen, las piernas de una joven esbelta a la
que él había conocido muy bien sosteniendo el grueso cuerpo maduro de una
desconocida.
No
me tomes nunca demasiado en serio. Pero tómame siempre un poco en serio. Dice Jere.
No
quiero que me beses sólo porque todo el mundo se besa. Cuando beses a alguien
quiero que sepas que ese alguien soy yo. Dice Jere.
No
te hagas viejo. Duele demasiado ver a las mujeres. Dice Manley Halliday.
Sin
pensar. Es la única manera de vivir, de sentirse vivo. Dice Manley Halliday.
Zelda murió en 1948 durante un incendió
que consumió el sanatorio donde había vivido internada durante varios años. Después
de todo, del tiempo y las lluvias y los vientos, Zelda y Scott comparten la
misma tumba en un cementerio de Rockville, Maryland, al este de los Estados
Unidos. Sobre la tumba están inscritas las últimas líneas de El Gran Gatsby. “So we beat on, boats
against the current, borne back ceaselessly into the past”.
3 comentarios:
hermosa y necesaria historia de amor
Wow, me has hecho llorar, editor, :)
gracias!
abrazos!
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