9.22.2014

Ain’t Talkin’ ‘bout Love


En París era una fiesta, el libro de memorias que, tras la muerte de Hemingway en 1961, se armó con los diarios que él había llevado en París durante los 1920’s, cuando la capital francesa era el refugio y el palacio de los artistas norteamericanos, se cuenta, más o menos, todo. Pero Hemingway, y supongo que por eso nunca se atrevió a publicar sus notas en vida, habla poco de sí mismo y mucho de los demás.

En uno de los capítulos más extraños y privados, Hemingway cuenta que durante un almuerzo con F. Scott Fitzgerald, el autor de El Gran Gatsby, con una mezcla de temor y vergüenza, dándose vueltas y largas para decirle lo que había ido a decirle, se resolvió finalmente a pedirle un favor, digamos, delicado. Zelda, la esposa de Fitzgerald, con quien vivía una relación alcohólica y desatada que pasaba del amor al odio y del odio a la violencia y de la violencia a la humillación y de la humillación al llanto y del llanto al ridículo en la calle y del ridículo en la calle al baile y del baile a los besos en cuestión de segundos, luego de una pelea, lo había acusado de tener los genitales demasiado pequeños como para satisfacer completamente a una mujer… a cualquier mujer.  

Fitzgerald, herido pero, sobre todo, confundido y asustado e inseguro y con un pie en esa otra dimensión que era su vida matrimonial, una dimensión que, por lo demás, jamás llegó a entender del todo, a la que fue adicto y de la que nunca se pudo liberar realmente, le pidió a Hemingway que fueran al baño de hombres y compararan sus respectivos paquetes. Al principio, Hemingway se negó; acaso sintió un poco de vergüenza ajena o simplemente todo el asunto le pareció absurdo y patético. Pero Fitzgerald insistió y no dejó de insistir hasta que dos de los más grandes novelistas que hayan pasado por este mundo se levantaron de la mesa donde estaban, caminaron hacia el baño de caballeros mirando hacia los lados por encima del hombro, cuidándose de no provocar sospechas, y una vez dentro y con la puerta cerrada, abrieron sus cremalleras y se bajaron los pantalones.

Se vieron. Asumo que Fitzgerald se fijó más en Hemingway de lo que Hemingway se fijó en él, pero lo cierto es que, tratando de calmarlo, Hemingway lo hizo “entrar en razón” y logró convencerlo de que su anatomía no había sido en ningún modo perjudicada por la naturaleza. Luego volvieron a su mesa, un poco incómodos, en silencio, y después de unos cuantos segundos de angustia y sudor Fitzgerald inventó alguna excusa para retirarse y, obvio, volver a su casa para seguir peleando con Zelda.

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Se supone que Zelda nunca pudo manejar del todo el éxito más o menos súbito y más o menos prolongado (esto es, claro, antes de que la muerte lo hiciera inmortal) de su esposo que, en parte, escribió lo que escribió y de la manera en que lo escribió para vender, para conseguir dinero y mantener los caprichos dementes de Zelda, que podía estar de fiesta durante varios días y sin dormir; que de pronto quería alquilar la habitación más cara de un hotel en Nueva York sólo para darse una ducha antes de seguir bebiendo; que a veces, para mantenerse en pie, era capaz de echarse al primer pedazo de agua que encontrara: la piscina de una casa ajena, la fuente de un parque, una laguna al pie de la carretera. Es más, Fitzgerald escribió su primera novela, This side of Paradise (joven y autobiográfica, ¿qué más podía escribir a los 24 años?) para demostrarle a la familia de Zelda que era capaz de mantener una familia y tener un futuro digno. Y, mientras la escribía, también le escribía una carta semanal al objeto de su deseo que, durante el tiempo en que el escritor se hacía escritor, salía con varios pretendientes sin comprometerse con ninguno. Cuando, en 1920, This side of Paradise se convirtió en un suceso literario y financiero, Zelda y Scott se casaron e inauguraron un lujoso y desenfrenado estilo de vida que necesitó, siempre, de constantes inyecciones de capital.      

El mismo Fitzgerald le dijo a Hemingway que en épocas de vacas flacas una forma fácil de hacer dinero era publicar “borradores” de cuentos en revistas, cobrar lo que más se pudiera y, luego, pulirlos, editarlos, terminarlos (muchas veces esto significaba cambiar el desenlace, o sea, colocar el final verdadero) y entonces sí publicarlos como una colección de cuentos propiamente dicha y seguir ganando por los derechos de autor. Hemingway decía que no podía escribir mal a propósito. Pero Fitzgerald pensaba en el dinero. Fitzgerald pensaba en Zelda.

Una de las constantes acusaciones que Zelda usaba contra su esposo era que éste usara material suyo –tan suyo como las notas de sus diarios– para construir personajes femeninos dentro de sus novelas. En 1932, cuando la pareja ya se había separado, cuando el alcoholismo de Fitzgerald estaba fuera de control y cuando Zelda había sido internada en el sanatorio Sheppard Pratt en Towson, Maryland, diagnosticada como esquizofrénica y bipolar, la mujer finalmente se vengó y publicó Save me The Waltz, una novela autobiográfica que incluía muchos detalles de su vida en pareja con el escritor. Y él, a quien se le atribuye la frase …un libro empieza dentro de ti. Trabajas desde dentro hacia fuera. No necesitas sentarte a crear mecánicamente personajes y situaciones. Lo tienes todo dentro… y también esta …no existe una buena obra de arte cuyo arte valga la pena si el artista no se exhibe ni se pone al descubierto, se puso furioso y, a su vez, se vengó con la inmensa Tender is the Night, publicada en 1934. Ese amor, ese odio, esa pasión, ese deseo de ver al otro muerto y esa pulsación en el cuerpo cuando se extraña con las tripas produjeron, por las malas, dos libros bellos y honestos y furiosos y que de alguna manera decían te amo, te sigo amando, te amaré siempre.

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Diez años después de haberse parado en los hombros de todos los gigantes, a finales de la década de 1930, un Fitzgerald que mantenía su reputación pero había perdido público y celebridad y se vestía con trajes arrugados, aceptó un contrato para trabajar en Hollywood. El encargo era escribir un guión de principio a fin en dos meses y medio, por lo que recibiría dos mil dólares semanales. Otros escritores, algunos caídos ya en su etapa decadente y dependiente y sobregirada como William Faulkner (ver Barton Fink, donde no se sabe si el escritor-guionista borracho es Faulkner o Fitzgerald o una mezcla de los dos), y otros simplemente en busca de un buen sueldo como Raymond Chandler, habían caído o caerían en las manos de productores que buscaban prestigio intelectual para sus películas. Pero, en todo caso, el que un novelista importante trabajara en el cine era una señal de que las cosas no iban bien, quizás, incluso, fuese una forma de aceptar la derrota y sentarse a ver el crepúsculo de los dioses.

El guión que debía escribir Fitzgerald estaba basado en el argumento de un joven llamado Budd Schulberg, hijo del productor P. B. Schulberg, uno de esos hombres que, literalmente, fundaron (¿inventaron?) Hollywood. Budd tendría poco más de veinte años cuando trabajó con Fitzgerald, quien, además de ser Fitzgerald, era su ídolo personal.

Cuando se estableció en Los Ángeles, lejos de Zelda, el escritor vivía con una joven que era en parte su discípula, su admiradora, su enfermera y su amante; pero, además, llevaba varios meses sin beber y tomando pastillas para dormir. Poco después de conocerlo, Budd Schulberg quiso rendirle un homenaje (en verdad, quiso ganarse su amistad a toda costa) y le invitó una copa de champán. Fitzgerald, educadamente, se abstuvo, pero esa abstinencia le duró sólo unos cuantos minutos. Aquella vez bebieron dos botellas de champán y Fitzgerald, por así decirlo, volvió a ser quien era, ese que no quería ser, ese que había acabado con el que algún día fue.

Francis Scott Fitzgerald murió a causa de un ataque cardiaco en 1940, a los 44 años de edad, cuando aún vivía en Los Ángeles y trabajaba para Hollywood. Una década más tarde, en 1950, el joven Budd publicó El desencantado, la novela en la que cuenta, con detalles pero también con respeto, admiración, cariño y una a ratos malvada comprensión, los días que compartió con Fitzgerald. La caída. La caída. La caída.

En El desencantado, un libro perfecto, Fitzgerald se llama Manley Halliday y Zelda se llama Jere. Jere. Me suena a Her. Ella. Ella. Me suena a la única en el mundo y en las páginas de la novela queda claro que Zelda fue la única mujer a la que Fitzgerald amó de verdad, con todo, pasándose de la raya, y de la que se tuvo que apartar para tratar de salvar su propia vida, pero de la que nunca se alejó. Zelda se fue con él y aparece en cada paso, en cada pensamiento, en cada último trago. Fitzgerald no logró dejarla ir y cayó en su propia trampa.

“Tu problema, Jere”, recordaba haberle dicho una vez, “es que no te conformabas con beber de la Fuente de la juventud. No parabas de agacharte para ver tu reflejo hasta que te caías dentro y casi te ahogabas.”
“Yo no me ahogaba para ver mi reflejo”, recordaba que le había contestado Jere, “sino para intentar sacarte a ti de allí”.

Tengo ojos. Sé perfectamente que soy bella. Todas las mañanas, al salir de la bañera, me encanta admirar mi cuerpo en el espejo. Y me digo a mí misma: “Eres mucho más bella que las gordas desnudas de Renoir”. Dice Jere.

El nunca olvidaría la primera vez que vio sus muslos ambarinos como la miel, su estrecha cintura, sus pechos, pequeños y perfectos, la gravedad con que se le acercaba, la sorprendente timidez en sus ojos.

Ella le indicó el sofá y se sentó en una silla, enfrente de él, con las piernas cruzadas. Por alguna suerte de milagro corpóreo que siempre le resultó desconcertante advertir, sus piernas seguían siendo exactamente las mismas. Había algo repulsivo en aquella imagen, las piernas de una joven esbelta a la que él había conocido muy bien sosteniendo el grueso cuerpo maduro de una desconocida.  

No me tomes nunca demasiado en serio. Pero tómame siempre un poco en serio. Dice Jere.

No quiero que me beses sólo porque todo el mundo se besa. Cuando beses a alguien quiero que sepas que ese alguien soy yo. Dice Jere.   

No te hagas viejo. Duele demasiado ver a las mujeres. Dice Manley Halliday.

Sin pensar. Es la única manera de vivir, de sentirse vivo. Dice Manley Halliday.                

Zelda murió en 1948 durante un incendió que consumió el sanatorio donde había vivido internada durante varios años. Después de todo, del tiempo y las lluvias y los vientos, Zelda y Scott comparten la misma tumba en un cementerio de Rockville, Maryland, al este de los Estados Unidos. Sobre la tumba están inscritas las últimas líneas de El Gran Gatsby. “So we beat on, boats against the current, borne back ceaselessly into the past”.  

Allí están los dos, mirando siempre hacia el pasado. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

hermosa y necesaria historia de amor

Ana dijo...

Wow, me has hecho llorar, editor, :)

Juan Fernando Andrade dijo...

gracias!
abrazos!