Alrededor de 1882, cuando ya pasaba de
los cincuenta años de edad, Lev Tolstói se vino abajo. Para ese entonces había
escrito ya gran parte de la obra que lo haría inmortal y más tarde lo
convertiría prácticamente en un mesías: entre varias otras, ya existían la
maravillosa La felicidad conyugal (1858),
y también existían ya las novelas que lo elevaron a la santidad, Guerra y paz (1869) y Anna Karénina (1877). Tolstói
era, sin duda, el escritor más importante e influyente de Europa y quizás de
todo el mundo. Por dentro, sin embargo,
estaba muerto.
Lev Tolstói había acumulado fortuna no
sólo como escritor sino también como hacendado y el dinero, lo material, hacía
mucho que había dejado de ser una preocupación. Tenía una esposa, una familia a
la que podía proveer cualquier capricho, y cientos, tal vez miles de seguidores
dispuestos a seguirlo hasta el fin del mundo. Fue allí, en la cima de su fama,
en el epicentro de su genio, donde se quebró. Un día, sin más anuncios que
algunas noches de insomnio, empezó a cuestionarse. Tomó conciencia de su irremediable
mortalidad y concluyó que su vida correría la misma suerte que todas las demás:
el fin.
Por esos días escribió esto: La idea del suicidio se me ocurrió con tanta
naturalidad como antes las ideas de mejorar mi vida. Y esto: ¿Cómo puede una persona vivir y no darse
cuenta? ¡Eso es lo sorprendente! Sólo se puede vivir mientras dura la embriaguez
de la vida, pero cuando uno se quita lo borrachera es imposible no ver que todo
es un engaño, ¡un engaño estúpido! Lo cierto es que no hay en ello nada
gracioso ni ingenioso; sólo es cruel y estúpido. Y esto: Para comprender qué es él, un hombre primero
debe comprender el entero misterio de la humanidad, una humanidad compuesta de
hombres como él que no se comprenden a sí mismos. Y también, por esos días,
escribió esto: “La familia…”, me decía
yo, pero mi familia, esposa e hijos, también son seres humanos. Se encuentran en
las mismas condiciones que yo: tienen que vivir en la mentira o ver la terrible
verdad. ¿Para qué viven?¿De qué me sirve amarlos, protegerlos, educarlos y
velar por ellos? ¿Para que se suman en la misma desesperación que yo o para que
caigan en la estupidez? Amándolos, no puedo ocultarles la verdad. Cada paso dado
hacia el conocimiento los conduce a la verdad. Y esa verdad es la muerte.
El final del siglo XIX se acercaba y la
mente más prodigiosa de su generación no encontraba razones para seguir
viviendo. Luego de largas noches de estudio y pesadas madrugadas de decepción y
vacío, buscando la sabiduría en los libros que lo habían salvado de todas o
casi todas sus angustias anteriores, comparando las conclusiones existenciales
de Salomón, Buda y Schopenhauer, Lev Tolstói supo que la ciencia le había
fallado y que no existía filosofía capaz de responder a sus preguntas sin
recurrir al suicidio o renunciar a cualquier intento de razón. Y sólo después
de haber abandonado las esperanzas que había puesto en el conocimiento de los
sabios, decidió mirar alrededor y fijarse en la gente que lo rodeaba. Así llegó
a descubrir o creyó que había descubierto cuatro salidas para la agonía que le
suponía seguir respirando cada segundo. 1)
La ignorancia. Consiste en no saber, en
no comprender que la vida es un mal, un absurdo. 2) El epicureísmo. Consiste en
aprovechar los bienes que se nos ofrecen pese a conocer la desesperanza de la
vida. 3) La fuerza y la energía. Consiste en destruir la vida después de
comprender que ésta es un mal y una absurdidad. Sólo actúan así las escasas
personas que son fuertes y consecuentes. 4) La debilidad. Consiste en continuar
arrastrando la vida, aun comprendiendo su mal y su absurdidad, sabiendo de
antemano que nada puede resultar de ella. Las personas que pertenecen a esta
categoría saben que la muerte es mejor que la vida, pero no tienen fuerzas para
actuar razonablemente y poner fin cuanto antes a ese engaño matándose; en su
lugar, parecen estar esperando que pase algo. Es la salida de la debilidad,
puesto que si sé lo que es mejor y está a mi alcance hacerlo, ¿porqué no
abandonarme a ello?... Yo pertenecía a esa categoría.
O sea que Tolstói, decepcionado por el
pensamiento, quería matarse pero no encontraba dentro de su alma deprimida las
fuerzas para hacerlo. Los cuatro caminos mencionados, vale aclararlo, son, según
el escritor ruso, los que podía tomar la
gente de mi clase social, es decir, gente acomodada, vista por los demás
como iluminada y célebre, el tipo de gente que los padres humildes pone como
ejemplo cuando hablan sobre el futuro con sus hijos humildes. Tolstói no había
mirado un quinto camino: los trabajadores del proletariado. En ellos descubrió
la sencillez de una vida sin arrebatos, una vida acaso distraída por la
necesidad y el trabajo agobiante que hay que realizar para tratar de
satisfacerla. La de los obreros, además, era una vida de fe: gente dedicada a
la tierra que ponía su destino en las manos de un ser superior, esperando que
al final del sufrimiento hubiese, en otro sitio, una especie de recompensa
eterna. Cuando se abrió frente a él la posibilidad de la fe, Lev Tolstói, como
era de esperarse, se llenó de dudas pues no creía en la casualidad de la magia
ni en los accidentes místicos. Pero escribió esto: La fe es la fuerza de la vida. Si un hombre vive, es porque cree en
algo. Y esto: “Muy bien”, me decía.
“No existe Dios, no existe otro Dios salvo el que me imagino y la única
realidad es mi vida. No hay Dios. Y no hay nada, ningún milagro que pueda
probar su existencia, puesto que un milagro sólo sería producto de mi
imaginación irracional”. Y también escribió esto: Tomar conciencia de los errores del conocimiento racional me ayudó a liberarme
de la tentación de las especulaciones ociosas.
Lev Tolstói no encontró a Dios, pero
encontró algo mejor, encontró la fe. Decidió creer y con esa decisión vino la
resolución de no matarse. Ya pasados sus cincuenta años de edad, cuando lo
había conseguido todo y era considerado una celebridad, cuando estaba solo y
desarmado frente a la oscuridad del infinito, el escritor ruso empezó a creer. Y
se salvó.
Todo esto ocurre en un pequeño pero
inmenso libro llamado Confesión que,
en teoría, sería publicado como el prefacio de una obra más compleja, Crítica de la teología dogmática, un
ataque directo a las religiones ortodoxas que, cada cual por su lado y con
absoluta soberbia, han pasado siglos creyéndose dueñas de la verdad y tratando
de convencer al resto de que están en un error. Confesión, basta con el nombre para saberlo, es el libro más
autobiográfico de Lev Tolstói, desesperado al punto de sólo poder contar su
propia historia, sin artificios, sin más giros en la trama que la batalla
interna de su autor por encontrarle un sentido a la vida. Así, Confesión es un libro al que se le puede
dar la mano, incluso arrimarse a sus páginas si hace falta. Tolstói creía que el
camino de las religiones, crear un Dios exclusivo, omnipotente, misericordioso
y despiadado a la vez, era equivocado; pero creía en la necesidad de un Dios. Para
él, Dios fue su trabajo y la medida en que ese trabajo se reflejó en la gente
que luego pensó que Lev Tolstói era Dios en la tierra. Eso, ese, era Dios para Tolstói.
Epílogo
Una vez, hace años, acompañé a un amigo a
una reunión de Narcóticos Anónimos. Mi amigo, que aún no llegaba a los
cuarenta, había pasado una temporada larga usando cocaína a diario y, después, un
período más corto en una clínica de rehabilitación donde la terapia consistía
en humillar a los pacientes hasta destruir por completo su moral y, como si fuese
una consecuencia lógica, convencerlos de que las drogas los habían convertido
en las peores personas del mundo. Durante la reunión, a la que fuimos porque
días u horas antes mi amigo había recaído, mencionaron los famosos doce pasos
(que, dicho sea de paso, son los mismos para los alcohólicos y las personas con
problemas de obesidad). El tercer paso, es algo así: tomar la decisión de entregar nuestra voluntad y nuestra vida a Dios,
como quiera que nosotros lo entendamos. En ese momento miré a mi amigo y le
dije tú no crees en Dios. Sin regresar a verme, me dijo: para mí, Dios son mis
hijos.
Ahora entiendo. Y creo. Esa es mi
confesión.
3 comentarios:
Excelente entrada. Lamentablemente, no todos queremos tener fe. El Suicidio, para nosotros, es la manera de darle sentido a la vida.
S.
S.
gracias por darte una vuelta por aquí.
la vida, espero, tendrá muchos sentidos...
saludes...
Buenísima esta entrada, me hace considerar la "fe" quizás un muy útil engaño.
Saludos
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