Todos necesitamos alguien en quien poder
confiar, alguien que, ante nuestros ojos, sea capaz de hacerlo todo: un héroe. Hace
años, no sé exactamente cuántos pero sé que no son pocos, decidí que el héroe
de acción de mi vida adulta sería Denzel Washington. Tampoco recuerdo qué película
me hizo confiar tanto en él, pero sí recuerdo que desde que vi American Gangster, hace siete años, ya no hubo vuelta atrás: fue como un acto de
confirmación en el que reconoces la existencia de un ser superior y depositas tu
destino en sus manos.
Pero American
Gangster, gran-película-gran por donde se la vea –incluso con Russell Crowe,
a quien por alguna razón que no puedo llamar otra cosa que instinto no dejaría
siquiera entrar en mi casa– no es el tipo de película a la que me refiero
cuando digo que Denzel Washington es mi héroe. No. American Gangster tiene méritos intelectuales, inteligencia
emocional y una estructura sólida como el acero, como muchas otras películas en
las que Washington ha sido más persona que personaje y nos ha mostrado el alma.
El tipo de cintas que me han hecho sentir que a su lado puedo estar seguro son
las que los críticos y los mismos cineastas suelen llamar basura.
Cintas como, digamos, Man on fire, The Book of Eli y Unstoppable. Ese es el tipo de cine que
me ha hecho creer que mientras Denzel Washington esté en la pantalla todos –y
cuando digo todos me refiero al mundo entero– estaremos a salvo y saldremos
vivos después de la proyección. Porque una cosa es aparecer en Philadelphia o en The Hurricane, películas a las que nadie les puede decir que no, o
por lo menos no públicamente; películas que reciben apoyo desde todos los
frentes y que luego se discuten como sucesos que cambiaron el curso de la
historia. Pero otra cosa, algo que requiere mucho más arrojo y aplomo, más
audacia y coraje, es atreverse a protagonizar cintas del todo cuestionables y de
argumentos débiles como Déjà Vu o Safe House. Es decir: hacer el ridículo
estando plenamente consciente de lo que se está haciendo, y hacerlo como el
mejor.
Yo veo todo lo que haga Denzel Washington,
muchas veces sin siquiera fijarme en los avances o muchísimo menos en las
críticas (uno, después de todo, necesita tener ciertas certezas en esta vida,
ciertos rituales que le permitan practicar su fidelidad a ciegas, como
corresponde). Veo sus películas “serias”, claro, (la última fue Flight, que de no haber sido por ese tan
americano y políticamente correcto Hollywood
ending podría haber estado en Cannes, ¿se imaginan si al final Denzel
hubiese dejado que fuese la azafata muerta la culpable de aquella heroica
tragedia?, entonces a estas alturas estaríamos hablando de un clásico
transgresor), pero también veo, en el cine, pagando mi entrada y a veces
también la de alguien a quien debo sobornar para que me acompañe, no en versión
pirata ni en la compu, lo que vamos a llamar su obra explosiva. Y lo veo porque
sé lo que voy a ver, lo que voy a sentir, lo que voy a recibir a cambio no de
mi dinero sino de mi esperanza.
La última película de Denzel que vi –porque
sin importar quién las dirija las películas de Denzel son suyas; y bueno,
también fueron de Tony Scott cuando ambos trabajaban juntos por el bienestar de
las masas– fue The Equalizer, y quedé
tan contento y satisfecho y emocionado como siempre, hasta diría que con ganas
de más, tal vez una secuela aunque de alguna manera toda la obra explosiva del
señor Washington esté formada por secuelas: historias supuestamente
independientes que en el fondo y en la superficie forman parte de un inmenso todo y no hacen otra cosa que confirmar
una y otra vez que nuestro héroe es invencible. De los grandes directores se
dice que siempre están haciendo la misma película; pues bien, cuando viene al
caso, podríamos decir lo mismo del señor Washington. En The Equalizer Denzel
conquista hazañas que serían imposibles hasta para el mismísimo Batman, y lo
hace sin rasgarse las vestiduras: de hecho, literalmente, su ropa da la
sensación de haber sido planchada antes de cada escena.
La trama, ya lo sabemos, no importa gran
cosa y sólo nos quitaría tiempo y espacio (el espacio virtual también cuenta
como espacio, no se crean), pero quisiera referirme por lo menos a tres detalles.
Primero: Denzel es viudo y se le nota en la cara, en cada gesto, en cada
decisión, se nota que lleva adentro un dolor imposible de sanar, que antes
había algo que ya no está, que antes Denzel era una persona más feliz; justo
antes de morir, su esposa estaba leyendo los famosos “100 libros que debes leer
antes de morir”, y ahora es él quien, para honrar su memoria y, obvio, para
seguir con ella aunque ya no pueda estar con ella nunca más, está leyendo uno a
uno esos mismos libros; así, lo vemos leer El
viejo y el mar, lo escuchamos resumir Don
Quijote en un par de líneas durante una conversación casual y cerca del
final, muy convenientemente, alcanzamos a descubrir que está leyendo El hombre invisible, ¿cómo no confiar en
un hombre que está leyendo la mejor literatura que se ha producido en este
planeta sólo para no dejar ir al gran y quizás único amor de su vida? Segundo: como
en Taxi Driver (ok, exagero, pero ni
tanto si guardamos las distancias de rigor), Denzel se conmueve ante la
inocencia interrumpida de una joven prostituta rusa con aspirantes de cantante y
es ella, o más bien el mundo moderno y despiadado que la envuelve y la golpea y
la asfixia, lo que gatilla una historia que, como ya dije, no importa, pero en
la que Denzel se da el tiempo y el lujo de desmantelar, desde el pez más
pequeño al pez más grande, a la mafia Rusia que opera en los Estados Unidos: y,
ojo, lo hace solo, como un verdadero justiciero. Tercero: hay, en todo esto, un
momento existencial que durará para siempre y que sucede cuando Denzel trata de
ayudar a un compañero de trabajo a bajar de peso para poder ascender al cargo
de guardia de seguridad; el pobre tipo, obeso, inseguro, entrañable (esconde papas
fritas entre las lechugas de los sánduches que componen su almuerzo: alguien
como yo puede conectar fácilmente con eso) hace un esfuerzo sobrehumano para perder
unos pocos gramos y cuando piensa que sus ambiciones son una osadía y se ve
derrotado y, como todos alguna vez, no se cree capaz de hacer lo que tiene que
hacer para convertirse en quien quiere ser, Denzel lo mira directo a los ojos y
le dice: recuerda, se trata del progreso, no de la perfección. Y ya con eso yo
siento que el señor Washington, una vez más, salvó el día.
Para ver The Equalizer, como para ver toda la obra explosiva de Denzel, hay
que callar a golpes la voz de la razón hasta lograr que pierda la conciencia
durante al menos ciento veinte minutos y encerrar en un sótano oscuro y de
preferencia sin ventilación las ansiedades de la lógica. Por eso, insisto,
hablamos de una cuestión de fe. Por eso, insisto, hablamos de un héroe. Denzel
Washington hace cosas que son imposibles de hacer, por eso es un héroe; logra trasladarse
en el tiempo y en el espacio de maneras que contradicen todas las leyes de la
física, por eso es un héroe; muestra sus verdaderos sentimientos sólo cuando
hace falta, esto es, cuando pueden ayudar a alguien más, por eso es un héroe; y
elimina criminales clavándoles sacacorchos en la garganta o abriéndoles el
cráneo con un taladro o disparándoles clavos con un arma que podría conseguirse
en cualquier ferretería, por eso es un héroe.
Cuando terminé de ver The Equalizer era ya media noche. Fuera
del cine, la calle estaba oscura y abandonada. Pero yo estaba tranquilo. Sabía
que Denzel Washington estaba por ahí.
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