10.13.2014

Justicia poética


Todos necesitamos alguien en quien poder confiar, alguien que, ante nuestros ojos, sea capaz de hacerlo todo: un héroe. Hace años, no sé exactamente cuántos pero sé que no son pocos, decidí que el héroe de acción de mi vida adulta sería Denzel Washington. Tampoco recuerdo qué película me hizo confiar tanto en él, pero sí recuerdo que desde que vi American Gangster, hace siete años, ya no hubo vuelta atrás: fue como un acto de confirmación en el que reconoces la existencia de un ser superior y depositas tu destino en sus manos.

Pero American Gangster, gran-película-gran por donde se la vea –incluso con Russell Crowe, a quien por alguna razón que no puedo llamar otra cosa que instinto no dejaría siquiera entrar en mi casa– no es el tipo de película a la que me refiero cuando digo que Denzel Washington es mi héroe. No. American Gangster tiene méritos intelectuales, inteligencia emocional y una estructura sólida como el acero, como muchas otras películas en las que Washington ha sido más persona que personaje y nos ha mostrado el alma. El tipo de cintas que me han hecho sentir que a su lado puedo estar seguro son las que los críticos y los mismos cineastas suelen llamar basura.

Cintas como, digamos, Man on fire, The Book of Eli y Unstoppable. Ese es el tipo de cine que me ha hecho creer que mientras Denzel Washington esté en la pantalla todos –y cuando digo todos me refiero al mundo entero– estaremos a salvo y saldremos vivos después de la proyección. Porque una cosa es aparecer en Philadelphia o en The Hurricane, películas a las que nadie les puede decir que no, o por lo menos no públicamente; películas que reciben apoyo desde todos los frentes y que luego se discuten como sucesos que cambiaron el curso de la historia. Pero otra cosa, algo que requiere mucho más arrojo y aplomo, más audacia y coraje, es atreverse a protagonizar cintas del todo cuestionables y de argumentos débiles como Déjà Vu o Safe House. Es decir: hacer el ridículo estando plenamente consciente de lo que se está haciendo, y hacerlo como el mejor.

Yo veo todo lo que haga Denzel Washington, muchas veces sin siquiera fijarme en los avances o muchísimo menos en las críticas (uno, después de todo, necesita tener ciertas certezas en esta vida, ciertos rituales que le permitan practicar su fidelidad a ciegas, como corresponde). Veo sus películas “serias”, claro, (la última fue Flight, que de no haber sido por ese tan americano y políticamente correcto Hollywood ending podría haber estado en Cannes, ¿se imaginan si al final Denzel hubiese dejado que fuese la azafata muerta la culpable de aquella heroica tragedia?, entonces a estas alturas estaríamos hablando de un clásico transgresor), pero también veo, en el cine, pagando mi entrada y a veces también la de alguien a quien debo sobornar para que me acompañe, no en versión pirata ni en la compu, lo que vamos a llamar su obra explosiva. Y lo veo porque sé lo que voy a ver, lo que voy a sentir, lo que voy a recibir a cambio no de mi dinero sino de mi esperanza.

La última película de Denzel que vi –porque sin importar quién las dirija las películas de Denzel son suyas; y bueno, también fueron de Tony Scott cuando ambos trabajaban juntos por el bienestar de las masas– fue The Equalizer, y quedé tan contento y satisfecho y emocionado como siempre, hasta diría que con ganas de más, tal vez una secuela aunque de alguna manera toda la obra explosiva del señor Washington esté formada por secuelas: historias supuestamente independientes que en el fondo y en la superficie forman parte de un inmenso todo y no hacen otra cosa que confirmar una y otra vez que nuestro héroe es invencible. De los grandes directores se dice que siempre están haciendo la misma película; pues bien, cuando viene al caso, podríamos decir lo mismo del señor Washington. En The Equalizer Denzel conquista hazañas que serían imposibles hasta para el mismísimo Batman, y lo hace sin rasgarse las vestiduras: de hecho, literalmente, su ropa da la sensación de haber sido planchada antes de cada escena.

La trama, ya lo sabemos, no importa gran cosa y sólo nos quitaría tiempo y espacio (el espacio virtual también cuenta como espacio, no se crean), pero quisiera referirme por lo menos a tres detalles. Primero: Denzel es viudo y se le nota en la cara, en cada gesto, en cada decisión, se nota que lleva adentro un dolor imposible de sanar, que antes había algo que ya no está, que antes Denzel era una persona más feliz; justo antes de morir, su esposa estaba leyendo los famosos “100 libros que debes leer antes de morir”, y ahora es él quien, para honrar su memoria y, obvio, para seguir con ella aunque ya no pueda estar con ella nunca más, está leyendo uno a uno esos mismos libros; así, lo vemos leer El viejo y el mar, lo escuchamos resumir Don Quijote en un par de líneas durante una conversación casual y cerca del final, muy convenientemente, alcanzamos a descubrir que está leyendo El hombre invisible, ¿cómo no confiar en un hombre que está leyendo la mejor literatura que se ha producido en este planeta sólo para no dejar ir al gran y quizás único amor de su vida? Segundo: como en Taxi Driver (ok, exagero, pero ni tanto si guardamos las distancias de rigor), Denzel se conmueve ante la inocencia interrumpida de una joven prostituta rusa con aspirantes de cantante y es ella, o más bien el mundo moderno y despiadado que la envuelve y la golpea y la asfixia, lo que gatilla una historia que, como ya dije, no importa, pero en la que Denzel se da el tiempo y el lujo de desmantelar, desde el pez más pequeño al pez más grande, a la mafia Rusia que opera en los Estados Unidos: y, ojo, lo hace solo, como un verdadero justiciero. Tercero: hay, en todo esto, un momento existencial que durará para siempre y que sucede cuando Denzel trata de ayudar a un compañero de trabajo a bajar de peso para poder ascender al cargo de guardia de seguridad; el pobre tipo, obeso, inseguro, entrañable (esconde papas fritas entre las lechugas de los sánduches que componen su almuerzo: alguien como yo puede conectar fácilmente con eso) hace un esfuerzo sobrehumano para perder unos pocos gramos y cuando piensa que sus ambiciones son una osadía y se ve derrotado y, como todos alguna vez, no se cree capaz de hacer lo que tiene que hacer para convertirse en quien quiere ser, Denzel lo mira directo a los ojos y le dice: recuerda, se trata del progreso, no de la perfección. Y ya con eso yo siento que el señor Washington, una vez más, salvó el día.

Para ver The Equalizer, como para ver toda la obra explosiva de Denzel, hay que callar a golpes la voz de la razón hasta lograr que pierda la conciencia durante al menos ciento veinte minutos y encerrar en un sótano oscuro y de preferencia sin ventilación las ansiedades de la lógica. Por eso, insisto, hablamos de una cuestión de fe. Por eso, insisto, hablamos de un héroe. Denzel Washington hace cosas que son imposibles de hacer, por eso es un héroe; logra trasladarse en el tiempo y en el espacio de maneras que contradicen todas las leyes de la física, por eso es un héroe; muestra sus verdaderos sentimientos sólo cuando hace falta, esto es, cuando pueden ayudar a alguien más, por eso es un héroe; y elimina criminales clavándoles sacacorchos en la garganta o abriéndoles el cráneo con un taladro o disparándoles clavos con un arma que podría conseguirse en cualquier ferretería, por eso es un héroe.

Cuando terminé de ver The Equalizer era ya media noche. Fuera del cine, la calle estaba oscura y abandonada. Pero yo estaba tranquilo. Sabía que Denzel Washington estaba por ahí.

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