Al final de Cuenta conmigo, la película de Rob Reiner estrenada en 1986 y
basada en una novela corta de Stephen King, el protagonista dice algo como
esto: Nunca más volví a tener amigos como
los que tenía a los doce años, ¿quién los tiene? La respuesta es: nadie. Aunque
nuestros amigos sean los mismos que fueron a la escuela con nosotros, aunque no
hayamos perdido contacto con ellos y aunque los veamos con frecuencia, evidentemente
somos otras personas y nuestros amigos son otras personas y el mundo es, obvio,
un lugar distinto.
Ochentaisiete, la película escrita y dirigida por
Anahí Hoeneisen y Daniel Andrade, me llevó hacia un lugar parecido al pasado, un
sitio que aún me hace reír pero también me duele su poco y que siempre estará
ahí, aquí, en algún lugar dentro de
mí, vaya donde vaya. Los personajes de Ochentaisiete
no son tan ingenuos ni tan románticos como los de Cuenta conmigo, que al fin y al cabo son prácticamente unos niños,
pero, en su momento, se quieren y creen con toda firmeza que lo único que
tienen en esta vida es el otro.
Y, también en su momento, se salvan.
Con el tiempo, Cuenta conmigo se ha convertido en una suerte de film canónico y
definitivo sobre la pérdida de la inocencia y el final de la infancia. Es más,
si alguien está trabajando en una historia que envuelve niños o adolescentes,
la gente suele sugerirle que vea, además de las obligatorias Los 400 golpes, El señor de las moscas y, según yo, Y tu mamá también, esa cinta acaso fantasiosa y un poco sobregirada
de afecto llamada Cuenta conmigo. Pero
se entiende. En la película de Reiner hay un punto aparte que a la vuelta de
los años, para cuando los personajes logran darse cuenta, se ha convertido en
un punto final. En Ochentaisiete, en
cambio, hay un aterrizaje forzoso, una serie de puntos suspensivos y
suspendidos en el aire que seguirán ahí, colgando, quién sabe hasta cuándo.
Los adolescentes de Ochentaisiete, para empezar, son gente de ciudad y no de pueblo
como los de Cuenta conmigo, o sea que
tienen más calle, más audacia, y su cuota de emociones está más ligada a las
consecuencias de sus actos que a las secreciones de sus aventuras. Son, además,
latinoamericanos, así que llegaron al mundo con el pecado original bajo el
brazo: tarde o temprano, las cosas se van a ir a la mierda. Son, también, gente
dañada; aunque quizás sea más preciso decir que son gente con ganas de dañarse.
En todo caso, no sólo se han dañado por su cuenta. Sin ser marginales ni,
digamos, inmediatamente perjudicados por el clima social de la ciudad en la que
viven, vienen de hogares rotos o fragmentados de alguna manera (han sido abusados
por los secretos de sus padres o cuando menos ignorados hasta ese punto en el
que te das cuenta de que es mejor aprender a cuidarte solo y cuanto antes).
Vienen de situaciones que no pueden controlar y al parecer buscan meterse en
situaciones en las que puedan perder el control. Lo hacen porque creen que mientras estén
juntos nada malo podrá pasarles.
¿No hemos pensado todos lo mismo alguna
vez? ¿Quizás a los doce?
Lo que pasa, lo que pasó, lo que acabó
por separarlos, es lo mismo que termina uniéndolos años más tarde. Pero entre
los sobrevivientes de un accidente hay harto más que memorias: hay cosas que no
se han dicho y que no se dirán, pensamientos recurrentes que nunca llegarán a
ser palabras y que, cansados de pedir atención, con el tiempo se irán
acomodando en una parte del cuerpo donde no molesten o molesten sólo de vez en
cuando. El silencio es la distancia. Lo sabemos. Sabemos que si no dijimos lo
que teníamos que decir cuando teníamos que decirlo cualquier otro momento,
incluso si este momento llegara exactamente un segundo después de la colisión,
será ya demasiado tarde. Sí, quizás uno logre desahogarse. Sí, quizás uno logre
sacarse un gran peso de encima y andar por ahí más ligero, sacudiendo los
hombros con soltura. Sí, los asuntos pendientes, las conversaciones pendientes,
los abrazos y los besos pendientes nunca nos dejarán en paz y es mejor sacarlos,
aunque sea por la fuerza: esto es perdiendo en el camino cualquier rastro de
dignidad que hayamos pensado tener y querido conservar. Pero no, eso no nos
dará paz. Pero no, eso no hará que las cosas vuelvan a ser como eran antes. Pero
no, eso no nos devolverá a nuestros amigos muertos.
Nos volveremos a ver, pero entre nosotros
habrá un espacio y será ese espacio el que impedirá que estemos cerca porque
ese espacio, al contrario de lo que podría pensarse, no está vacío sino repleto
de cosas. Nos volveremos a hablar, diremos cualquier cosa para no dejar que la
conversación muera, diremos tonterías relacionadas al clima, diremos cualquier
cosa y mientras estemos diciendo cualquier cosa pensaremos que en realidad no
tenemos nada que decirnos. Nos perdonaremos, haremos como si nada hubiese
pasado, pero también como si nada más nos fuera a pasar porque si algo hemos
aprendido del pasado es que es mejor guardar las distancias. Miraremos la vida
del otro con cariño y con envidia y estaremos felices por todo lo que el otro
ha conseguido y lo odiaremos por todo lo que ha conseguido y recogeremos
nuestras pocas pertenencias y diremos esto es todo lo que tengo, esto es todo
lo que soy. Nos volveremos a reír, pero esas risas no serán las mismas y muchas
veces serán empujadas por el compromiso, la buena educación o la simple cortesía
social. Volveremos a decir tú eres mi mejor amigo aunque ya no sea verdad: tú
eras el mejor amigo de la persona que yo solía ser, pero ellos, aquella persona
que solía ser y su mejor amigo, ahora viven lejos y hablan otro idioma.
De Ochentaisiete me queda esa sensación, una especie de presagio o flashback
tridimensional o, mejor dicho, la certeza de haber estado allí. ¿Me pasará a
mí? ¿Me está pasando? ¿Ya me pasó? Tal vez sí, y no me di cuenta. Tal vez quise
sanar una herida después de haberla tenido abierta pero escondida durante años,
tal vez ya hablé con quien tenía que hablar para curarme, tal vez ya dije lo
que tenía que haber dicho hace tanto, y tal vez, sólo tal vez, ya me quedó
claro que hay cosas y personas que no podré recuperar porque, simplemente, ya
no existen. El amigo que tuviste a los doce años hoy es un tipo distinto con
una vida distinta y un destino que no tiene nada que ver con el tuyo. De todas
maneras, sabes que puedes contar con él. De todas maneras, sabes que cuando
necesites un amigo lo más probable es que no lo llames. Pero es así como tiene
que ser: cada uno, cada uno. Lo demás es suerte. Lo demás es lo que buenamente
puedas hacer por ti mismo. Lo demás es lo que vas recogiendo en el camino y
guardando en tu mochila. Ese equipaje que llevas para todas partes, esa es tu
vida y la gente que recordarás cuando mires hacia atrás o hacia delante o hacia
los lados y descubras que después de todo no estás tan solo. La gente que se
fue pero que nunca se irá.
3 comentarios:
Maravilloso, todo lo que has escrito en los últimos dos meses ha sido cautivador.
Me da mucho placer leer tu trabajo, siempre me alegra el día, espero que sigas publicando frecuentemente.
Diana Elisa
Gracias!
Un abrazo!
super
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