10.19.2015

No al sicariato


Vi Sicario en una de las salas del Rose Cinemas del BAM, Brooklyn Academy of Music, en Nueva York. La vi después de haber decidido no verla. Ya me había fijado en el afiche en las estaciones del metro y en las calles de la ciudad, y todo me daba mala espina: el collage de fotos de los personajes (por ahí aparece la bandera de México desgarrada, lo que, ahora entiendo, es una advertencia más que clara), el nombre de la cinta, la tipografía, el fondo color desierto. Todo mal. Aunque está súper bien rankeada –8.1 en IMDb, 93% en Rotten Tomatoes– y aunque varios amigos me la habían recomendado, yo tenía un mal presentimiento. Nota mental: confiar más en mis malos presentimientos.

Podría portarme exquisito y decir que quien haya leído 2666 de Roberto Bolaño, o Los minutos negros de Martín Solares, o las crónicas sobre los carteles mexicanos que publica la revista Gatopardo, o los reportajes sobre drogas, pandillas y violencia que escriben los reporteros del diario salvadoreño El Faro, o, incluso, quien haya visto la telenovela colombiana Escobar: el patrón del mal será incapaz de tomarse Sicario en serio. Pero no hace falta portarse exquisito para darle la espalda a una película que cae por el propio peso de sus vanidosas pretensiones.      

Sicario pretende sorprender con una premisa bastante conocida para el ciudadano medianamente informado: los grupos especiales que combaten el narcotráfico en Estados Unidos, llámese CIA, FBI, DEA o cualquier otra sigla armada, operan muy por fuera de los márgenes de la ley y no son exactamente respetuosos con los derechos humanos. Ahora bien, ¿se supone que no sabíamos esto? ¿en serio? O sea, estamos hablando del mismo país que se valió de la “interpretación” de un artículo de la Carta de las Naciones Unidas para invadir Afganistán en el 2001 con la excusa del “derecho a la legítima defensa”; el mismo país que se saltó olímpicamente a la misma ONU para invadir Irak en 2003; el mismo país que cazó de la manera más arbitraria a Osama bin Laden –no hubo juicio ni sentencia, sólo ejecución– en el 2011. ¿Debería sorprendernos que los agentes antinarcóticos de Norteamérica trabajen hombro a hombro con una organización criminal colombiana o con cualquier otro “enemigo” que pueda ayudarlos? No creo. Sicario, sin embargo, presume de estas cosas en cada escena, como si el director Denis Villeneuve –de cuyas películas anteriores se habla muy bien– y el guionista Taylor Sheridan hubiesen descubierto un secreto de estado. Nada que ver.

Es cierto que la fotografía de Roger Deakins es alucinante y que la música del islandés Johán Jóhannsson es acaso lo único realmente intenso de la película, pero la opinión pública parece estar de acuerdo en que son las actuaciones de Emily Blunt y Benicio Del Toro, ambos más bien inclinados hacia el extremo de la caricatura, los elementos que despuntan en la cinta (si me lo preguntan, me quedo con el personaje de Josh Brolin, gringo en la peor acepción de la palabra). Emily Blunt quizás consiga más de lo que otra actriz hubiese conseguido con un personaje tan sufridor e inestable, una agente del FBI que, como el Capitán América en Los Avengers, piensa que las cosas deben solucionarse con transparencia y por encima de la mesa (he leído varias reseñas donde se refieren a este personaje como “idealista”, cuando lo mejor que se podría decir sin insultarla es que se trata de una mujer ingenua); para colmo, es insoportablemente bipolar, tan frágil como histérica, tan macha como débil y necesitada de afecto y atención. Además, imposible que una persona que pretende no corromperse llegue tan lejos: en esas situaciones, la gente decente se retira a tiempo o, como pasa la mayoría de las veces, se corrompe. Sigamos. Tal vez el español de Benicio Del Toro sea mejor que el inglés de Antonio Banderas, pero igual es ridículo tratar de hacerlo pasar por colombiano (como ridículo es el acento de Wagner Moura en Narcos). Cada vez que Del Toro habla en español, la cinta pierde puntos, aunque sin duda su frase más desafortunada –por el contexto, porque la realidad mexicana es tan terrible que las imágenes de cadáveres mutilados colgando de un puente ya no nos sorprenden– es en inglés: Welcome to Juárez. Del Toro es explotado como la imagen del criminal latinoamericano tropical –fíjense en el vestuario, parece el padrino de un bautizo en Tangamandapio– que es al mismo tiempo oscuro y folklórico. Y sí, es verdad que su mirada casi nostálgica y violenta funciona, pero todo su ADN se va al piso cerca del final, cuando enfrenta a Fausto Alarcón, el capo del que ha estado atrás durante toda la película. Dicho sea de paso, imposible que un “jefe” como Alarcón tenga tan poca seguridad en su casa, donde Del Toro ingresa sin mayores inconvenientes y donde nos enteramos de que ha llegado en busca de una revancha personal. Esta vez es personal, como en las películas ochenteras del Festival de los Hombres Duros de Ecuavisa. Cuando Del Toro habla sobre su esposa y su pequeña hija, ambas asesinadas por Alarcón, se me vinieron a la cabeza recuerdos de Steven Seagal y Van Damme. Patético. Si algo había logrado Del Toro era un aura de retorcido profesionalismo, es decir, comportarse como un sicario a sangre fría cuya moral obedece a sus intereses y a su falta de alma. Pero no, quisieron darle algo de humanidad y terminaron enterrándolo y borrándolo de nuestra memoria para siempre. 

Mientras veía la cinta, en ese lugar, con ese público en particular, me preguntaba si alguien saldría genuinamente alterado del cine, si la pareja que estaba a mi lado hablaría de Sicario durante la cena y alguien diría cosas como Dios mío, ¿te das cuenta?, no podemos confiar en la CIA ni en la DEA ni en el FBI, entonces, ¿en quién podemos confiar?!Las autoridades son criminales! O si he visto tanta violencia en Latinoamérica que me he vuelto inmune. O si sólo me estoy haciendo viejo y las cosas ya no me importan tanto como antes. ¿Alguien se puede conmover con un final tan barato?, los niños juegan fútbol en una cancha de tierra, a lo lejos se escuchan tiros, el partido se interrumpe por un momento pero continúa enseguida. Porque sí, después de las balas y los muertos la vida continúa en Ciudad Juárez y en Buenos Aires y en Manta. No lo sé, pero me sentí más latino que de costumbre y pensé esta película es una muestra de ignorancia colectiva. Y así salí del cine, orgulloso y triste de venir de un lugar donde sabemos que no se puede confiar en nadie.  
           

1 comentario:

Anónimo dijo...

Usted lleva piñas a milagro. Joya. No tiene nombre