1.25.2016

La distancia


El 30 de diciembre de 1975, horas antes de su primera pelea con Apollo Creed, Rocky Balboa se acostó junto a su novia en una estrecha cama de metal. No se quitó el sombrero ni los zapatos. Ni siquiera se quitó la chaqueta de cuero. Se acomodó junto al cuerpo flaco y al pelo corto de Adrian y dijo: No importa si gano o pierdo la pelea, lo que quiero hacer es llegar hasta el final, nadie ha llegado hasta el final con Creed. Si sigo parado cuando suene la campana voy a saber por primera vez en mi vida que no soy otro vago de este barrio.

Durante el 2015, cuarenta años después de esa pelea inolvidable, se estrenaron varias cintas construidas sobre la nostalgia: Mad Max: Fury Road, Jurassic World, The Force Awakens y Creed. Esta última, la menos esperada o quizás la que menos ruido hizo y menos expectativa causó porque sus predecesoras le jugaban en contra, ahora se levanta como la más contundente. Creed se apoya en el pasado, pero no lo explota, al contrario, lucha por superarlo. Rocky ha regresado para desaparecer, como corresponde. Un boxeador sabe cómo moverse, cómo esquivar los golpes y, sobre todo, sabe cuándo es mejor hacerse a un lado.

Más que la prolongación de una franquicia, Creed es el comienzo de una nueva administración. En la esquina están el joven director Ryan Coogler, cuya película anterior, Fruitvale Station, su ópera prima indie, fue un logrado éxito en festivales pero no alcanzó el público que merecía; el aún más joven actor Michael B. Jordan, que por ahora es la punta de un iceberg que podría ser bastante grande; y el miembro fundador del mito Rocky, Sylvester Stallone, que alcanza en este –dicen que nada pasa por coincidencia– séptimo episodio el nivel de sabiduría de mentores icónicos como Obi Wan Kenobi, El Maestro Xian o El Señor Miyagi.

Como debe ser, como es, los enfrentamientos ocurren dentro y fuera del ring. Ryan Coogler, que se manda una pelea entera en un gran plano secuencia (entre otros varios golpes visuales inesperados), enfrenta un género que no suele admitir ese tipo de lujos y que, al mismo tiempo, ha sido elevado al plano de cine-arte-existencial por varios directores, desde John Huston en Fat City hasta –hay que decirlo– Martin Scorsese en Raging Bull; Michael B. Jordan enfrenta una legendaria ironía cinematográfica: las películas sobre box, un deporte poblado mayoritariamente por afroamericanos, suelen ser protagonizadas por actores blancos. Y Sylvester Stallone enfrenta a su peor enemigo al enfrentarse consigo mismo.

Antes de Rocky, lo mejor a lo que podía aspirar Stallone era un rol secundario con pocas o ninguna línea de diálogo. Quizás por eso, porque los demás no lo dejaban hablar, se puso a escribir. Es más, cuando el guión de la primera Rocky empezó a circular por Hollywood, hubo un estudio que aceptó financiar el proyecto y producir la película como una cinta de gran presupuesto con la condición de que Stallone no apareciera en pantalla. Evidentemente, Stallone siguió de pie. United Artists, que en los 70’s era la casa de cineastas jugados como Robert Altman, Milos Forman y Brian De Palma, consiguió hacer la cinta en 28 días de rodaje con poco más de un millón de dólares. En 1977, Rocky ganó el Oscar a mejor película y Stallone fue nominado en dos categorías: mejor actor en un papel principal y mejor guión original. Perdió en ambas contra dos pesos pesados, el histérico Peter Finch (que tenía la ventaja de haber muerto meses antes de la ceremonia) y Paddy Chayefsky, uno de los mejores escritores que hayan pasado por Holywood (autor de la novela y el guión de Estados alterados), ambos envueltos en la misma película, esa nada menos que obra de arte llamada Network. Parafraseando una de las mejores líneas de Creed: Stallone perdió la pelea, pero ganó la noche. O más. Ganó una carrera muy cuestionable pero también obstinada. Stallone nació con Rocky, se convirtió en una estrella gracias al personaje que inventó para sí mismo y aunque estiró la historia más de la cuenta escribió y dirigió grandes momentos: el final del último round en Rocky II, cuando ambos se derrumban sobre la lona al mismo tiempo; la caída del ídolo y el renacimiento del hombre en Rocky III; el entrenamiento casi cavernícola en la nieve soviética de Rocky IV, acaso la primera cinta pop sobre la Guerra Fría; las discusiones de un padre que no puede comunicarse con su hijo en Rocky V; las conversaciones con el fantasma de su esposa en Rocky Balboa que, dicho sea de paso, bien podría llamarse Espérame en el cielo. Y ahora esto.

Cuarenta años son suficientes para que te pase lo que te tenía que pasar en esta vida y un par de cosas que no debieron haberte pasado, que no deberían pasarle a nadie. Aún así,  Rocky Balboa es un tipo sereno y tranquilo que parece estar más o menos satisfecho con su destino. Se siente golpeado, pero no estafado, y es claro que al final salió ganando. La campana sonó hace rato y él sigue de pie.    

En Creed, Rocky Balboa reacciona con humildad a la situaciones más extremas, como uno de esos poquísimos seres humanos –por lo general monjes o filósofos– que entienden la poca relevancia de nuestra presencia en la tierra y que saben que amar es la muestra más grande de coraje. Y también es el tipo de hombre que dice Recuerda a toda la gente que te ha hecho daño, recuerda todo lo malo que te ha pasado, recuerda todo lo que has perdido, recuerda de dónde vienes, y arráncale la cabeza. Sólo por eso deberían darle el Oscar, no en forma de estatuilla como a cualquiera sino fundido en un cinturón.

All I wanna do is go the distance, dijo Rocky esa noche de 1975. Llegar al final. Recorrer la distancia. Y lo hizo. La mayoría se queda en el camino.      


3 comentarios:

Nati Cartolini dijo...

Yo creo que hay cosas que llegan a una sin pedirlo. Gracias por el post, muy bueno.

Juan Fernando Andrade dijo...

gracias a ti
go the distance...

elurdys dijo...

Estoy convencido que Creed al igual que Rocky 1, son bellas obras de arte, porque comparten una cosa, humildad en sus personajes