Cinco hombres, todos más o menos
relacionados con el mundo audiovisual latinoamericano, están sentados a la mesa
de un pequeño cuarto de conferencias en un hotel de Quito. Hay un cineasta
veterano y un gestor cultural (ambos extranjeros), dos profesores universitarios
(ambos serranos) de los cuales uno, además de la respectiva maestría en
comunicación, tiene un doctorado en algo que podría ser, o no, historia de la
imagen en movimiento. El quinto hombre, el menor, el que quiere salir
corriendo, es un periodista costeño cuyo único cargo –más bien honorario– es el
de cinéfilo.
Los hombres han estado deliberando por
más de ocho horas sobre qué proyectos deberían recibir fondos concursables (es
decir, plata) por parte del gobierno y cuáles no. Los hombres, que leyeron los
proyectos antes de compartir sus opiniones y escuchar a las personas que fueron
a defenderlos, han llegado a varias conclusiones unánimes y creen que han distribuido
los recursos de los que disponen con justicia; creen, sobre todo, que han
“premiado” a quienes más desarrolladas tienen sus ideas y, por lo tanto, pueden
ponerlas en práctica de forma rápida y eficiente.
El periodista, que está acostumbrado a
trabajar en la intimidad de su hogar o, cuando mucho, a discutir con su editor
o con los miembros de algún consejo editorial, está agotado y en lo único en
que puede pensar es en llegar a su casa y, en el mejor de los casos, ver una
comedia ligera hecha en Hollywood antes de acostarse a dormir y olvidarse para
siempre de frases como “la creación de un espacio como este permite el
desarrollo de nuevas lecturas sobre temas que la sociedad maneja como
realidades unidimensionales”, o “las voces autóctonas alimentadas de manera
empírica en la marginalidad complementan la cosmogonía del país”.
El periodista, que no tiene el valor
suficiente como para guardar sus cosas de una buena vez, despedirse y largarse
sin mirar atrás, se queda observando a sus compañeros, que siguen discutiendo
como si la reunión no hubiese terminado. ¿Por qué?, si ya decidieron, si ya
redactaron el acta (una tormenta de eufemismos académicos para decir,
básicamente, le vamos a dar la plata a este mansito y al otro no), si todos
tienen familia y amigos que deben estarlos esperando. ¿Por qué?, si ya es tarde
y a esta hora el tráfico es insoportable y para colmo está lloviendo y francamente
no podrían decir más de lo que han dicho ni “enmendar errores culturales
históricos que delatan la amnesia nacional”. ¿Por qué?, si ya les pagaron.
Entonces el periodista descubre o al
menos intuye lo que está pasando. Y piensa: a ver, estos manes fueron a la
universidad al menos cuatro años, luego hicieron maestrías durante otros dos
años y, finalmente, un doctorado de por lo menos un año más (sin la tesis), esta
gente debería estar capacitada para acelerar el pensamiento colectivo, escanear
la coyuntura de un vistazo, desmembrar el entorno y decir simplemente “sí” o
“no” Estos manes, piensa el periodista, deberían tener el conocimiento
suficiente como para ganarle la batalla al tiempo en vez de hacer lo que hacen:
dilatar cada segundo hasta que hayan citado todos los libros de ensayos que han
leído en su puta vida. ¿No es para eso para lo que fueron a la universidad,
para hacernos ganar tiempo? La verdad, concluye el periodista, es que no
parecen haber aprendido nada más allá de la vanidosa costumbre de decir todo lo
que piensan porque así, en un movimiento triste que exhibe sus peores
cualidades, justifican no sólo su presencia en reuniones como esta sino su
dudoso lugar en el universo.
(SoHo)