6.27.2016

Reynoso 101


Estoy ojeroso: mejor. Tengo el cabello crecido: mucho mejor. Cara de Ángel: sí. Nunca María Bonita. Ni mucho menos: María Félix. Que no se les vuelva a ocurrir llamarme así; porque les saco la mierda. Estas líneas suenan al comienzo de Cara de Ángel, el cuento que abre el primer libro del escritor peruano Oswaldo Reynoso, llamado Los inocentes y publicado originalmente en 1961.

La segunda edición de Los inocentes apareció casi enseguida con el título Lima en Rock, más comercial, según el sello que la imprimió, más ondero, también, tuvo un tiraje de 10.000 ejemplares y encabezó una colección que buscaba promover a los escritores sesenteros del Perú. La consecuencia lógica de esa reproducción masiva hubiera sido que Reynoso, que había llegado recién a los 30 años, conquistara su país y se exportara. Pero no.

Lo acusaron de corruptor de menores y un grupo de padres de familia elevó una protesta formal al ministro de educación para que a Reynoso se le retiraran el título de profesor, que fue como siempre se ganó la vida, e impidieran su entrada a cualquier aula. Como suele pasar, la censura impulsó y destapó aquello que quería esconder: el libro alcanzó muy pronto la prestigiosa categoría de prohibido, se leyó de manera clandestina durante varias generaciones, se traficó y terminó convirtiéndose en un clásico de la literatura peruana.    

En el 2011, durante una entrevista en televisión que entre otras cosas celebraba medio siglo de Los inocentes, Oswaldo Reynoso dijo esto: Ese libro, que causó tanto escándalo hace cincuenta años ahora es texto de alumnos de secundaria. Me felicito a mí mismo. Eso quiere decir que la sociedad peruana ya no es tan intolerante, claro que sigue siendo intolerante, pero ya no a los extremos de esa época. Al principio de esa misma entrevista, como si fuese acaso el motivo para iniciar la conversación, el conductor del programa cuenta que hace pocos meses la crítica argentina había dicho que Reynoso era el secreto mejor guardado de la literatura peruana, solamente comparable con Vargas Llosa y con Julio Ramón Ribeyro. Esto puede sonar exagerado, como cualquier cosa que diga un argentino, pero es más que justo y cumple con la necesidad de hablar de Reynoso fuera de su país; mejor aún, pronunciar su nombre en voz alta desde una potencia literaria que puede autoabastecerse perfectamente. Lo extraño es que después de estas declaraciones, que son una especie de salvoconducto para que nosotros, el resto, que todavía esperamos órdenes de nuestros superiores, nos fijemos en su obra, el autor peruano siga siendo poco y nada distribuido en Latinoamérica aunque ya circule –traducción mediante– en Francia y Bulgaria.

¿Tú cómo supiste de él?, me preguntó una amiga peruana a la que torturé pidiéndole trivia sobre Oswaldo Reynoso, me lo preguntó extrañada y es comprensible, lo normal es no saber de él. Le conté que hace varios años, en Lima, el colega que presentó mi primera novela en la feria del libro me dijo que Los inocentes tenía una onda parecida, mucho diálogo callejero y juvenil, rock y cultura pop. Que era uno de mis ancestros, por así decirlo. Buscamos los cuentos en varias librerías limeñas, en franquicias encadenadas y en huecas indie, hasta que lo encontramos en una pequeña papelería donde vendían, sobre todo, útiles escolares: la edición que tengo es de 2009, tiene en la portada una foto de James Dean y el sello del Plan Lector Perú Leyendo.

La leyenda era cierta, Los inocentes, una década posterior a Los olvidados de Buñuel, una película filmada por un español exiliado en México que vendría a ser, quizás, el primer acorde de la narrativa punk y misfit en Latinoamérica, está ahí, a la vanguardia desde 1961, defendiendo el lenguaje popular, el español caótico y rico en el que hablamos y no ese español neutral, bien educado y muerto con el que tanto y tan mal se escribe. Sus personajes podrían ser las malas compañías de los cadetes del Leoncio Prado, de La ciudad y los perros, y si viajaran de intercambio podrían vivir en las páginas del mexicano José Agustín, del argentino Manuel Puig o del colombiano Andrés Caicedo, escritores a los que sus propios compatriotas suelen malinterpretar como locales pero que poco a poco se van imponiendo como universales, contemporáneos y conectados entre sí aunque no se hayan conocido ni hayan compartido el poder, el glamour y la farándula de El Boom; escritores que no necesitan de grandes temas para hacer grandes novelas sino que apuestan por eso que más les importa y lo vuelven gigante.

Entonces me vine a Lima, ¿recuerdan? Ahí, en la esquina, tú, Colorete, di, ¿no me contaste que me habían estado buscando como agua, que me buscaban por aquí, que me buscaban por allá, que mi foto y mis señas personales salieron publicados en los comercios y que hasta por Radio Reló cada media hora pasaban la noticia de mi desaparición y que mi mamá y mi teclo estaban como locos? Ahí está Carambola que hasta me enseñó los comercios. Entonces recién me entró el miedo de volver a mi casa. Pero Cara de Ángel me dijo: un día de cuera o todos los días de hambre, escoge. Preferí el día de cuera. Llegué asustado a mi casa. Cuando el viejo me vio se puso alegre y me abrazó. Mi viejita lloró y en la noche preparó arroz con pato.

Oswaldo Reynoso murió el pasado 24 de mayo, tenía 85 años, el cuerpo ancho y una melena corta y blanca echada hacia atrás. Sigue siendo un ídolo juvenil en su país, un autor de iniciación y un personaje polémico: nunca se refirió ni a Túpac Amaru ni a Sendero Luminoso como grupos guerrilleros o terroristas, al contrario, hablar bien de Abimael Guzmán, a quien consideraba un humanista, fue su lado oscuro y cuestionable; al parecer vivió su homosexualidad como el mexicano Carlos Monsiváis, es decir que nunca salió del clóset porque nunca estuvo adentro; los escritores que lo conocieron lo recuerdan sobre todo como un maestro generoso que siempre les abrió la puerta y siempre tuvo de qué conversar con ellos; se marginó a propósito, jamás firmó con una editorial multinacional –quizás tampoco se lo ofrecieron– porque no le interesaba que sus libros se leyeran fuera del Perú, pero su obra tiene que viajar como sea, aunque él ya no pueda acompañarla.

Quedan sus libros, que a la luz de hoy es como si se hubieran escrito ayer y que son lo único que debe quedar de un escritor que sabe defenderse solo. 

(El Comercio)

6.20.2016

Diálogo


Eres la persona más rara con la que he estado. ¿Yaaa? En serio, no te cacho. Creo que ya cachamos, así le dicen en Perú: cachar. No seas bobo, ya sabes de lo que estoy hablando. No, la plena que no, ¿de qué me estás hablando? Ya, no te hagas el imbécil. Te juro, ni idea. No sé, es como que, o sea, ¿qué quieres? ¿Ahorita?, dormir, luego podríamos ir a comer algo, ¿tienes hambre? ¿Estás casado? No. ¿Tienes novia? No. ¿Vives solo? Sí. Creo que has pasado mucho tiempo solo. De ley.

¿Te gustó?, estuvo medio raro, ¿no? Estábamos muy borrachos, tranqui. Te pusiste condón, ¿verdad? Sí, ahí está, en el piso. ¿Son mis tetas?, ¿son muy grandes?, a veces me duele la espalda, y cuando estoy arriba tengo que estar como súper arriba, ni siquiera te podía besar, ¿cachaste? Caché. Eres un niño. Son grandes, pero son divertidas, todo bien. Tenías los ojos cerrados. ¿En serio? Sí. No me di cuenta. Yo sí. ¿Te gusta con los ojos abiertos? Me gusta que me vean. Sorry. ¿Estabas pensando en alguien más?

¿Tienes tabacos?, ¿fumas? No, a veces, cuando me pego un trago, pero poco, casi nada. Pobrecito. ¿Por? Yo he dejado de fumar, una vez pasé más de un año sin pegarme ni una pitada, ¿cacha?, y cuando no fumas y besas a alguien que sí fuma es como si estuvieras besando un cenicero, es como pasarle la lengua a un cenicero, horrible, perdón. No te preocupes, no me di cuenta. No seas mentiroso, a lo último ya ni me besabas. Estaba concentrado en otra cosa. ¿En otra persona? No, en otra cosa. ¿Terminaste? Es una forma de decirlo.

Yo también he pasado tiempo sola, bastante, pero nunca tanto. ¿Cuánto es tanto? No sé, seis meses, un año, o más, es demasiado. Yo he estado solo más que eso, creo. ¿Sin sexo? Con sexo, a veces hasta amarrado con alguien o vacilando con alguien, pero solo. Qué triste, no deberías. No lo hago a propósito. Parece que sí. ¿Cómo? Yo compré el trago, yo dije bacán, vamos a tu casa, yo te dije que quería dormir aquí, yo te besé primero, yo te quité la ropa, tú no hiciste nada, ¿te das cuenta? Tú tomaste la decisión, supongo.  

Tu cuarto es como el cuarto de un niño: muñequitos, carritos, ese poster de Superman, por favor, ¿cuántos años tienes? Hey, es Christopher Reeve, el mejor Superman de todos los tiempos, show some respect. ¿Quieres tener hijos? Una vez quise, ahora no sé. No entiendo, ¿o sea que ya no? He conocido gente con la que me han dado ganas de tener hijos, de formar un hogar, como dicen, pero ahorita no conozco a nadie que pueda soportar o que quiera soportarme. ¿Quieres que me vaya? No dije eso. Pero no me soportas. Tampoco dije eso.

Cuando vivía en La Paz tenía un novio, un chamito como de veinticinco que se moría por mí, pero mal, vivíamos juntos y todo, cuando me regresé a Quito le dije que se quedara, o sea, le dije que se fuera, que saliera de Bolivia, que estudiara, que viajara, que se metiera con más gente, no sé, me dio pánico que viniera como a seguirme, que viniera sólo por mi, ¿cachas?, el man me watsapea todos los días, cuando estamos solos almorzamos juntos, qué lindo, ¿no?, y qué miedo, ¿crees que soy una cobarde? Todos lo somos, igual no creo que lo hayas querido tanto. ¿Cómo sabes? Se nota. Lo quería, creo que estaba enamorada de él, pero no quería cagarle la vida, es un pelado, un niño. Cuando uno está enamorado, perdido, no piensa en las consecuencias, no piensas en que de hecho te pueden cagar la vida o en la cantidad de daño que le puedes hacer a otra persona, te la juegas, con todo, hasta el final. ¿Tú te la… cómo dijiste? ¿Si me la juego hasta el final? Eso. Casi nunca.

(SoHo)

     

6.13.2016

El triunfo de la voluntad


It keeps you running

- Jackson Browne -

Cuando uno escoge ver un documental que se llama We Are Twisted Fucking Sister! asume un par de cosas: un grupo de pelados de los suburbios gringos se la toma en serio, adopta la estética y el sonido correctos en el momento correcto, trepa en la efervescencia de una década frívola, la pega, la rompe, tienen un hit increíble, alguno o varios de esos manes tienen problemas con el alcohol y las drogas, alguno o varios de esos manes nunca conocieron a sus padres y se entraban a puñetes con los novios de sus madres, alguno o varios de esos manes se casan con una modelo que también es actriz, todos se divorcian, en cierto momento la banda se desintegra o está a punto de, luego vuelven, se desintoxican y graban su mejor disco y cuando parece que vivirán para siempre los 80’s se acaban y ellos terminan tocando en bares donde venden alitas de pollo. Y todo bien: no puede haber demasiadas biopics de rockeros. Pero lo mejor de esta cinta, escrita y dirigida por el casi anónimo Andrew Horn (The Nomi Song), es que los momentos que damos por sentado, esas escenas que podemos adivinar y predecir, nunca llegan. Uno espera ese primer concierto gigante donde tocan We’re Not Gonna Take It para cientos de miles de personas y conquistan el mundo, esa entrevista donde alguien dice queríamos experimentar con nuestro sonido, madurar como músicos, pero la gente sólo quería escuchar la puta We’re Not Gonna Take It, pero esa canción nunca suena.   

We Are Twisted Fucking Sister! ocurre entera antes de la fama. Aunque arranca con un prólogo bastante convencional, la banda en un show emblemático y enseguida un flashback hacia los años de formación, toma un camino poco común que se va revelando a medida que la historia avanza sin avanzar realmente y pensamos bueno, y estos manes, ¿a qué hora es que la van a reventar? Andrew Horn se la juega como los grandes y hace de toda la película un segundo acto que se alarga como una conversación que empieza en la noche y termina en la madrugada. El guitarrista Jay Jay French y el cantante Dee Snider, que dicho sea de paso son abstemios, toman el control del grupo, toman la decisión de ser músicos profesionales y darle con todo. Twisted Sister conquista un circuito nada despreciable de bares en todo el país, forman una base importante de fans e inesperadamente inspirados en Bowie, Lou Reed y The New York Dolls llevan el look glitter al siguiente nivel. Twisted Sister arranca tocando covers de Mott The Hoople pero también de AC/DC y de Zeppelin y sus conciertos están llenos de provincianos que sólo quieren escuchar covers y tomar cerveza. Twisted Sister camufla sus propios temas entre el repertorio y alguien pregunta de quién es esta canción y alguien más responde no sé, pero sí la he escuchado. Tocan para 10 personas y luego para 500 personas y después para 2000 personas y creen que el siguiente paso, el eslabón lógico en la biografía de una banda de rock, es tocar para un millón de personas. Pero no.

La historia de Twisted Sister es también la historia de una maldición. Cada vez que están a punto de conseguir un contrato con una disquera pasa algo terrible: el guitarrista se desmaya y termina en el hospital, el ejecutivo que les ofreció un contrato nunca vuelve a aparecer, el sello que finalmente los graba se declara en bancarrota –literalmente– al día siguiente de haberlos firmado. Mientras tanto, como todos los que se parten el lomo trabajando porque creen que al final de todo ese esfuerzo habrá una recompensa, porque me dijeron que si me sacaba la puta la vida me iba a premiar, Twisted Sister toca seis, siete veces a la semana en esos bares en los que están cansados de tocar y les ordenan a sus fans que los destruyan y sus fans arrancan los excusados del piso y los inodoros de las paredes y los ductos de aire acondicionado del techo. Los fans se llaman Sick Motherfuckers y sí, claro, están un poco enfermos y seguramente más de uno tiene sexo con su madre. En sus mejores noches destruyen afiches de Saturday Night Fever y fotos gigantes de John Travolta. Entonces sabemos que el director también está filmando la historia de los fans porque qué es una banda sin la gente que se aprende sus canciones, nada o menos que nada, un grito que se despliega en el espacio y que luego tiene que recogerse a sí mismo para guardarse en el vacío. Y qué es una persona sin una banda, poco menos que un cuerpo sin alma. La gente quiere que sus bandas triunfen porque alguien tiene que triunfar, chucha, alguien, alguno de nosotros, ellos.

Todo esto sucede más o menos entre 1972 y 1983, más de diez años pensando para qué chucha seguimos tocando para qué chucha seguimos tocando para qué chucha seguimos tocando, y ocurre, también, en dos formatos: los testimonios de los miembros de la banda, que son los primeros en sorprenderse con su propia historia, y toneladas de material de archivo, se nota que Twisted Sister grababa todos sus shows para enviárselos a disqueras multinacionales porque además alquilaban limosinas para que los duros fueran a sus conciertos y hasta hacían shows privados con todo el maquillaje, todas las luces y todo el repertorio para una sola persona si era necesario. Es más, ellos mismos, no la disquera, no los promotores de un concierto, no los publicistas sino ellos mismos, compraban tiempo en el aire a las radios para que pusieran sus canciones. Lo que pasa es que tenían todo en contra: decir que su música era genérica e insegura, que no terminaba de superar el cambio de década y al mismo tiempo se desesperaba por predecir el futuro, es llenarla de halagos, y decir que sus letras eran los diarios de un adolescente que quiere convencerse de que tiene más problemas de los que realmente tiene sería decir que eran como los poemas de Rimbaud. Pero esta no es una historia sobre música ni sobre arte ni mucho menos sobre vanguardia, esta es una variación del viaje del héroe que jamás se les habría ocurrido ensayar a Carl Jung o a Joseph Campbell: los héroes que siguen ahí cuando los demás se han ido, cuando hacer lo que hacen significa una manía grotesca y ridícula, cuando tus amigos han seguido adelante con su vida, han crecido, y tú insistes en ser eso que dijiste que eras cuando eras chiquito. La alegría está en la lucha, dijo Ghandi.

Andrew Horn, el director, entiende que hay mitos que superan a los personajes, que se aprovechan de nosotros para existir porque mal que mal una historia necesita un protagonista, y es así como filma. Sin excesos ni estridencias, algo que debe ser difícil tratándose de una banda que corrió toda su carrera con tacones y delineador. Tampoco hay, y esto es aún más admirable, el deseo morboso de hundir el dedo en la herida y bañar al público en sangre. Muy al contrario, la estética propia del documental es sobria y respetuosa y uno capta desde el principio que quien sea que esté contando esto se lo toma en serio: esta circunstancia une al director con la banda, como si estuviera diciendo para ellos nunca fue una broma. Incluso los testimonios se sienten como las observaciones lúcidas de un grupo de viajeros en el tiempo. Jay Jay French, el guitarrista, es un poco rudo y cabreado y quizás tenga cuentas pendientes con la vida, pero nunca tanto como para producir una mentira porque ni falta que le hace. Mientras que Dee Snider, el cantante, el compositor, practica sus anécdotas con una claridad estructural tan refinada que sólo nos queda pensar que, después de Twisted Sister, pasó una temporada en una escuela de refinación en Suiza. La gran lección aquí sería que una buena historia no requiere mayor intervención, que el verdadero trabajo de un artista es hacerse a un lado de su propio camino y dejar que aquello que lo emocionó pueda encontrarse con los demás.