Estoy
ojeroso: mejor. Tengo el cabello crecido: mucho mejor. Cara de Ángel: sí. Nunca
María Bonita. Ni mucho menos: María Félix. Que no se les vuelva a ocurrir
llamarme así; porque les saco la mierda. Estas líneas suenan al comienzo de Cara de Ángel, el cuento que abre el primer libro del escritor
peruano Oswaldo Reynoso, llamado Los inocentes
y publicado originalmente en 1961.
La segunda edición de Los inocentes apareció casi enseguida con el título Lima en Rock, más comercial, según el sello que la imprimió, más ondero,
también, tuvo un tiraje de 10.000 ejemplares y encabezó una colección que
buscaba promover a los escritores sesenteros del Perú. La consecuencia lógica
de esa reproducción masiva hubiera sido que Reynoso, que había llegado recién a
los 30 años, conquistara su país y se exportara. Pero no.
Lo acusaron de corruptor de menores y un
grupo de padres de familia elevó una protesta formal al ministro de educación para
que a Reynoso se le retiraran el título de profesor, que fue como siempre se
ganó la vida, e impidieran su entrada a cualquier aula. Como suele pasar, la
censura impulsó y destapó aquello que quería esconder: el libro alcanzó muy
pronto la prestigiosa categoría de prohibido,
se leyó de manera clandestina durante varias generaciones, se traficó y terminó
convirtiéndose en un clásico de la literatura peruana.
En el 2011, durante una entrevista en
televisión que entre otras cosas celebraba medio siglo de Los inocentes, Oswaldo Reynoso dijo esto: Ese libro, que causó tanto escándalo hace cincuenta años ahora es texto
de alumnos de secundaria. Me felicito a mí mismo. Eso quiere decir que la
sociedad peruana ya no es tan intolerante, claro que sigue siendo intolerante,
pero ya no a los extremos de esa época. Al principio de esa misma
entrevista, como si fuese acaso el motivo para iniciar la conversación, el conductor
del programa cuenta que hace pocos meses
la crítica argentina había dicho que Reynoso era el secreto mejor guardado de la literatura peruana, solamente
comparable con Vargas Llosa y con Julio Ramón Ribeyro. Esto puede sonar
exagerado, como cualquier cosa que diga un argentino, pero es más que justo y
cumple con la necesidad de hablar de Reynoso fuera de su país; mejor aún, pronunciar
su nombre en voz alta desde una potencia literaria que puede autoabastecerse
perfectamente. Lo extraño es que después de estas declaraciones, que son una
especie de salvoconducto para que nosotros, el resto, que todavía esperamos
órdenes de nuestros superiores, nos fijemos en su obra, el autor peruano siga
siendo poco y nada distribuido en Latinoamérica aunque ya circule –traducción
mediante– en Francia y Bulgaria.
¿Tú cómo supiste de él?, me preguntó una amiga peruana a la que
torturé pidiéndole trivia sobre Oswaldo
Reynoso, me lo preguntó extrañada y es comprensible, lo normal es no saber de
él. Le conté que hace varios años, en Lima, el colega que presentó mi primera
novela en la feria del libro me dijo que Los
inocentes tenía una onda parecida, mucho diálogo callejero y juvenil, rock
y cultura pop. Que era uno de mis ancestros, por así decirlo. Buscamos los
cuentos en varias librerías limeñas, en franquicias encadenadas y en huecas indie, hasta que lo encontramos en una
pequeña papelería donde vendían, sobre todo, útiles escolares: la edición que
tengo es de 2009, tiene en la portada una foto de James Dean y el sello del Plan Lector Perú Leyendo.
La leyenda era
cierta, Los inocentes, una década
posterior a Los olvidados de Buñuel, una
película filmada por un español exiliado en México que vendría a ser, quizás,
el primer acorde de la narrativa punk y misfit
en Latinoamérica, está ahí, a la vanguardia desde 1961, defendiendo el lenguaje
popular, el español caótico y rico en el que hablamos y no ese español neutral,
bien educado y muerto con el que tanto y tan mal se escribe. Sus personajes
podrían ser las malas compañías de los cadetes del Leoncio Prado, de La ciudad y los perros, y si viajaran de
intercambio podrían vivir en las páginas del mexicano José Agustín, del
argentino Manuel Puig o del colombiano Andrés Caicedo, escritores a los que sus
propios compatriotas suelen malinterpretar como locales pero que poco a poco se van imponiendo como universales, contemporáneos
y conectados entre sí aunque no se hayan conocido ni hayan compartido el poder,
el glamour y la farándula de El Boom;
escritores que no necesitan de grandes temas para hacer grandes novelas sino
que apuestan por eso que más les importa y lo vuelven gigante.
Entonces me vine a Lima, ¿recuerdan? Ahí,
en la esquina, tú, Colorete, di, ¿no me contaste que me habían estado buscando
como agua, que me buscaban por aquí, que me buscaban por allá, que mi foto y
mis señas personales salieron publicados en los comercios y que hasta por Radio
Reló cada media hora pasaban la noticia de mi desaparición y que mi mamá y mi
teclo estaban como locos? Ahí está Carambola que hasta me enseñó los comercios.
Entonces recién me entró el miedo de volver a mi casa. Pero Cara de Ángel me
dijo: un día de cuera o todos los días de hambre, escoge. Preferí el día de
cuera. Llegué asustado a mi casa. Cuando el viejo me vio se puso alegre y me
abrazó. Mi viejita lloró y en la noche preparó arroz con pato.
Oswaldo Reynoso
murió el pasado 24 de mayo, tenía 85 años, el cuerpo ancho y una melena corta y
blanca echada hacia atrás. Sigue siendo un ídolo juvenil en su país, un autor
de iniciación y un personaje polémico: nunca se refirió ni a Túpac Amaru ni a
Sendero Luminoso como grupos guerrilleros o terroristas, al contrario, hablar
bien de Abimael Guzmán, a quien consideraba un humanista, fue su lado oscuro y
cuestionable; al parecer vivió su homosexualidad como el mexicano Carlos
Monsiváis, es decir que nunca salió del clóset porque nunca estuvo adentro; los
escritores que lo conocieron lo recuerdan sobre todo como un maestro generoso
que siempre les abrió la puerta y siempre tuvo de qué conversar con ellos; se
marginó a propósito, jamás firmó con una editorial multinacional –quizás
tampoco se lo ofrecieron– porque no le interesaba que sus libros se leyeran
fuera del Perú, pero su obra tiene que viajar como sea, aunque él ya no pueda acompañarla.
Quedan sus
libros, que a la luz de hoy es como si se hubieran escrito ayer y que son lo único
que debe quedar de un escritor que sabe defenderse solo.
(El Comercio)