El taxi entra a la urbanización, rueda sobre esas calles amplias, perfectas, rozándose con los 4X4 que están estacionados uno al lado del otro, como en una exhibición, hasta que se detiene frente al jardín de una casa grande, elegante, moderna.
Qué caleta tan bacán, piensa. Qué
caletota. La estructura es muy de este siglo: rectángulos y cubos de vidrio
gigantes que parecen las ramas de una planta de cristal sembrada en el césped. Minimal, retro-futurista, bien. Podría
vivir aquí, piensa. ¿Pude haber vivido aquí? Es de noche y hace frío pero el
interior de la casa despide una luz cálida, amarilla.
La ve parada frente a la puerta, hablando
con una señora que debe ser la mamá. Enfoca. Está como gordita, piensa. Son las
pastillas, piensa, te hacen bajar y subir de peso como loco, a mí me pasa lo
mismo. A ella, además, le salen granos en la cara. Ella se acerca, lo abraza,
le da un beso largo y mojado en la mejilla y le entrega un billete de veinte
dólares para que pague el taxi. Qué vergüenza, tuve que pedirle a mi mami
verás.
Lleva un suéter que, se nota, no abriga
nada, un vestido flojo que le llega a la mitad de las rodillas y mallas negras.
Mientras cruzan el jardín ella trata de tomarle la mano, él la esquiva, apenas
y se tocan como por accidente. ¿Para qué vino?, ¿para qué viniste? Sabía que
ella estaba borracha desde que escuchó su voz de niña tropezándose por
teléfono. Sabía que no iba a pasar nada porque él no quiere que pase nada.
Nunca más, fue un error, piensa. ¿Entonces? Es mi amiga, la quiero, no sé,
estuvo ahí cuando la necesité, me aguantó cuando yo era insoportable, le mintió
al novio. ¿Culpa? Quizás, algo, pero también cariño, de ley, aunque no parezca.
Tengo cervezas y un ron que no me preguntes cómo se llama pero dizque es
buenazo verás, dice ella. Dale suave, es temprano. ¿Estás embalada?, le
pregunta. Ella entrecierra los ojos, sonríe. Los ojos chinos detrás de los
lentes chuecos, envueltos en el pelo despeinado. Un poquito, dice.
Sus piernas se enredan y los dedos de sus
pies golpean los escalones de piedra lavada que trepan por el jardín hasta la
puerta. Se queja. Ay, ay, ay, chucha. Se queja como una niña chiquita que aprendió
malas palabras ayer, saltando en un solo pie y apretándose las manos, como si
quisiera orinar. Escalón de verga, huevón, dice. Él no la abraza ni le pregunta
si le dolió mucho ni se ofrece a ayudarla ni se atreve siquiera a sugerir
llevarla cargada hasta adentro. Cualquier movimiento puede ser mal interpretado
en mi contra, piensa. Y no. Ya no. Me cansé. Ya no soy ese man. Entran a la
casa: ella cojea y acomoda la puerta a sus espaldas, él tiene la sensación de
estar entrando a una casa modelo, perfecta, amoblada y decorada con sobriedad y
buen gusto. Una casa sofisticada, incluso, pero nunca tanto como para
intimidar. Un hogar.
En medio de la cocina, que es enorme, hay
un mesón, un monolito de madera sólida que es el centro gravitacional del
espacio que lo rodea. Se fija en la refrigeradora de puertas transparentes (de
hecho, hay dos refrigeradoras de puertas transparentes), en el mosaico de
cerámica sobre las hornillas metálicas, en el grifo del lavaplatos que es tan
largo y brillante y flexible que parece un animal dormido, en las sartenes y
pailas que cuelgan de una araña resplandeciente pegada al techo y que brillan
como si jamás hubiesen sido usadas. Es como el set de un reality de cocina, piensa ¿Estarán grabando ahora mismo?, quizás
soy el malo, el que la gente quiere que se vaya de la casa pero que antes vea
bien de todo lo que se pierde por no quedarse con ella, por ser tan
superficial. Al otro lado de la pantalla alguen dice bien hecho y alguien más
dice a-já.
Pasan directo de la cocina al patio
trasero, una especie de invernadero cubierto con paneles transparentes que
recogen y guardan el calor del día, lleno de plantas frondosas y saludables, y
se sientan frente a una piscina arropada bajo una manta térmica. El clima del
valle, piensa, es mejor que el de Quito. De día hace un calorcito rico, dice
ella mientras le pasa un ron con Coca-Cola Light y además le regala una
cerveza. Dos manos, dos tragos, bacán. A mi vieja le encanta el valle, piensa,
justo por el clima, le encantaría esta casa, esta chica, esta gente. A un
costado de la piscina hay una parrilla que también funciona como chimenea y al
otro, sobre una breve elevación del terreno, un pequeño gimnasio con paredes de
vidrio y máquinas modernas para hacer ejercicios: una cinta para correr con más
botones que la cabina de un avión, una máquina de remo con estructura de madera
y una especie de tanque de agua en un extremo, bellísima, un aparador de metal
lleno de pesas de todos los tamaños, un televisor de pantalla plana que debe
ser inteligente. Se imagina a sí mismo sudando, mirando los números acaso rojos
de un cronómetro, sumándole millas a la distancia recorrida.
Yo pensé que esta noche podíamos darnos
unos besitos, le dice ella. No, dice él. Se miran en silencio. Qué aburrido,
huevón, mal plan, te juro, mal plan, dice ella, y con un vaso en la mano se da
la vuelta, camina hacia un sofá donde está su computadora, conectada a un
parlante, y pone una canción de Mecano. Se lleva el vaso a la boca, mueve la
cabeza, el pelo se le enreda todavía más. ¿Dónde está el baño?, le pregunta él,
que quiere desaparecer un momento. Tienes que usar el de mi cuarto, adentro, por
allá.
Su cuarto es inmenso, hay una cama
cubierta de almohadas, un escritorio cubierto de papeles, miles de libros y
peluches mezclados en el piso. Se demora en encontrar el baño porque en serio
el cuarto es así de grande. Encuentra un closet, vestidos, sombreros, zapatos, lo
cruza y llega al baño y se fija en que todas las toallas son del mismo color,
en que hay por lo menos tres jabones distintos entre líquidos y sólidos y
cremosos, y en que eso que está al lado de la ducha no es una tina sino un
jacuzzi.
Cuando sale, ella lo está esperando parada
en la mitad del cuarto, de pie en el medio de la oscuridad. Yo pensé que esta
noche podíamos darnos unos besitos, le dice. Él la abraza porque sinceramente
no sabe qué más hacer y ni cómo más decirle que de verdad, de verdad, aprecia
todo lo que ella hizo por él cuando él estaba tan mal y tan solo y tan y tan
perdido y tan high y tan down, todo lo que le
dijo y todo lo que tuvo que escuchar tantas veces, todos los doctores que le
recomendó, las pastillas que le regaló. Mal plan, te juro, mal plan. Ella sale
del cuarto. Él se demora unos segundos en salir. Va por el pasillo y se detiene
frente al comedor, que es como un cuarto privado, todo de madera, separado del
resto de la casa por unas puertas corredizas que tienen manubrios largos y
plateados. La mesa tiene ocho puestos. Se la imagina llena, el sonido de los
cubiertos y los platos y las risas rebotando contra las paredes, creciendo, un
domingo, quizás.
Ella está hablando por teléfono,
caminando por los bordes de la piscina, mirándose los pies. Él busca Such A Night, versión The Last Waltz, The Band con Dr. John. Con
esto podemos hacer las paces, quedar en paz, despedirnos bien, piensa. Le llamé
a un pana, dice que ya mismo cae. Bacán, si quieres te acolito hasta que venga,
dice él, y busca el ron y la Coca Cola Light para prepararse otro trago. Mejor
no, dice ella, y le muestra un billete de veinte dólares.