Mi
tía Toty, el documental
de León Felipe Troya que tras varios festivales se estrenó en salas comerciales
el pasado fin de semana, cumple a cabalidad con una regla de oro: el personaje
es más importante que la historia. Esta película es puro personaje y gracias
por eso, por dejarnos ver tan de cerca a alguien que sólo habíamos visto de
lejos o desde la butaca de un teatro o que quizás no habíamos visto nunca pero
que siempre había estado ahí, allí, aquí, y que ahora resulta tan cercana como
un familiar.
La cinta de Troya parecería no tener
pudor, como corresponde, y se arma con una verdad o una serie de verdades que
llenan a su personaje con distintos matices, que lo redondean, que lo vuelven
realidad por encima de todo: el gusto por la aventura, por la exploración de un
mundo distinto al que le había tocado, la debilidad por el amor y su combustión
ingobernable, el impulso de las pasiones no como estilo de vida sino como razón
de vivir, la nostalgia ante el irremediable paso del tiempo, el temblor en la
mirada cuando enfrentamos lo que pudo ser contra lo que fue, y el derecho a la
melancolía y a la infinita tristeza.
Al final se trata de eso, de esto, de
decir la verdad porque en esa verdad es donde película y personaje y público se
encuentran y se dan la mano y se miran a los ojos y hasta se reconocen porque después
de todo no somos tan distintos: tenemos las mismas alegrías, los mismos miedos.
Así, este documental, que pudo ser simplemente el cuento de una mujer hermosa
que tras ganar el Miss Ecuador en los 60’s partió a Francia, donde se convirtió
en actriz de cine, teatro y televisión para luego regresar a su país nada más
que por seguir a su corazón, se levanta como el encantador, conmovedor y a
veces también aterrador testimonio de una mujer que, ya entrada en sus años
dorados, se las arregla como puede para vivir lo mejor que se pueda.
Da la impresión de que la actriz Toty
Rodríguez esperó toda la vida para hacer el papel de sí misma como nadie más
podía haberlo hecho: ser uno mismo, se sabe, no es fácil, peor delante de una
cámara hambrienta que rebusca más allá de la piel. Las secuencias que ocurren
en el interior de la casa, de su mundo propio y privado donde suceden cosas
fantásticas en todo sentido, muestran a una mujer que se apoya en el humor y la
ironía, que no tiene nada que esconder y que libra una batalla diaria por seguir
viviendo como ha querido vivir: sola, independiente, a veces fuerte como una
escultura de piedra y otras veces tan pero tan frágil que sólo puede echarse en
la cama a ver la televisión hasta que se le pase la depresión. Lo que pasa
durante un viaje a París, en cambio, revela a una mujer que puede enfrentarse a
su pasado con orgullo, sin miedos, aunque a nosotros nos de por pensar que quizás
lo mejor que le pasó en la vida le pasó ahí, que después sólo estuvo esperando
algo que nunca llegó. Y están las conversaciones que personaje y director tienen
por teléfono (cuando ella, queda claro, preferiría no seguir adelante con la
película), en las que La Tía Toty está con el ánimo en la mierda y sin ganas de
mostrarse o peor exhibirse, que nos permiten un lado oscuro de su personalidad,
un costado que prefiere hundirse hasta rebotar en el fondo. Todas estas personalidades,
todas estas Totys, son memorables.
Si eso con lo que sueña una actriz es
convertirse en uno o en varios personajes, Toty Rodríguez lo ha conseguido de
la mano de su sobrino, el director de la cinta, que la ve como tal, lo
suficientemente lejos como para ubicarla en un universo casi ficticio, lo
suficientemente cerca como para hacernos sentir que después de todos estos años
por fin hemos podido conocerla.
La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir:
se parece a la vida.
- Jorge Luis Borges -
Woody Allen dice que Annie Hall está sobrevalorada, que su película más conocida, la que
parece destinada a ser vista por todo el mundo tarde o temprano, está bien,
pero nada más que eso: bien. Él preferiría que lo recuerden por La rosa púrpura del Cairo (1985), Maridos y mujeres (1992)o Match
Point (2005), sólo por mencionar
tres cintas estrenadas en tres décadas distintas. Se lo dice a uno de sus
biógrafos, Robert B. Wiede, en lo que tratándose de un cineasta más bien vintage parece una escena robada de la
ciencia ficción: una entrevista para Facebook transmitida en vivo por un canal
de YouTube. También dice que sabe que tiene una página de Facebook pero que no
sabe qué es eso, y que solo ha entrado a YouTube para ver secuencias de sus
comediantes favoritos, como Bob Hope, o escuchar discos enteros de sus músicos
favoritos, como Jelly Roll Morton. Pero nada de esto le resulta tan
inexplicable como el hecho de que la gente siga viendo Annie Hall o de que mejor dicho Annie
Hall le siga llegando y hablando a la gente después de todos estos
años.
Woody Allen escribió el guión de Annie Hall en dos tandas, antes y
después del rodaje de La última noche de
Boris Groushenko, su sátira sobre la Rusia-Napoleónica, entre 1975 y 1976, y
ni tenía ese nombre ni se trataba de lo que se terminó tratando. En los
primeros borradores, escritos a cuatro manos junto a Marshall Brickman, la
película se llamaba Anhedonia, en
honor al mal que sufriría su personaje principal: un estado psicológico que
impide a quienes lo padecen sentir placer alguno. En esas versiones tempranas,
Alvy Singer, el protagonista, un comediante que acaba de cumplir cuarenta años,
se dedicaba a explicarle al público por qué la vida carece de sentido o de
propósito o siquiera de intención. Al principio, en un célebre monólogo que los
fans recitan de memoria, Alvy dice
esto: Hay una vieja broma, dos señoras
van a un restaurante, la una dice, “la comida aquí es terrible”, y la otra
dice, “¡y las porciones son tan pequeñas!” Pues bien, así es esencialmente como
me siento acerca de la vida, llena de soledad, miseria, sufrimiento, desdicha.
Y se acaba demasiado pronto.
Woody Allen escribe las ideas para sus
películas a mano, en hojas de ese papel amarillo que viene en los blocs o en
esos pequeños trozos de las libretas de los hoteles o en esas servilletas de
restaurantes, luego mete esos apuntes en una funda que guarda en un cajón junto
a su cama y cuando necesita saber cuál será su próximo guión vacía la funda
sobre las sábanas y escoge uno, casi al azar. Puede ser algo tan básico como
esto: un hombre tan inseguro que se transforma
físicamente en quien tenga a su lado para encajar mejor con los demás. Esto:
una mujer felizmente casada,
emocionalmente estable, y sus dos hermanas menores, más bien inseguras y
frágiles, perdidas. O esto: mientras
asiste a una retrospectiva de su trabajo, un cineasta recuerda su vida y sus
amores, la inspiración para sus películas. Aunque esto último sea la
sinopsis de Recuerdos –esa sí su
mejor película, estrenada en 1980–, se acerca bastante al argumento original de
Annie Hall, la primera de sus cintas
“serias”, donde la historia y los sentimientos de los personajes se imponen por
encima de una cadena de bromas hilarantes, que era como se armaban sus trabajos
anteriores.
Woody Allen rodó Annie Hall en el verano de 1976 y en jornadas que acababan a las
cinco de la tarde, hora en la que volvía a su apartamento a reescribir escenas
que no estaban funcionando en el set o de plano a incluir nuevas acciones en el
guión. Escribe a mano, en esos blocs de páginas amarillas, echado en su cama, y
luego en una máquina de escribir Olympia que compró por 40 dólares cuando tenía
16 años, en 1951, y que conserva hasta ahora. Según el editor de la cinta,
Ralph Rosenblum, Allen llegó a la sala de montaje con 40 horas de material y
aún así tuvo que volver a reunir al equipo a comienzos de 1977 para rodar
material extra luego de verse ahogado durante la edición. El primer corte de Annie Hall, sólo visto por el director y
el editor, duraba cuatro horas; luego hubo uno de dos horas y media, que fue el
que Allen compartió con gente de confianza, como el co-guionista Brickman, y
finalmente uno de 93 minutos que fue el que llegó a los cines. Un año después,
en abril de 1978, Annie Hall ganó
cuatro de los cinco premios Óscar para los que fue nominada: mejor actriz,
mejor director, mejor guión y mejor película.
Woody Allen no fue a la ceremonia de los
premios de la Academia, se enteró de que había ganado al día siguiente, leyendo
el New York Times, y en ese momento tomó dos decisiones importantes: prohibir a
los productores que incluyeran la mención a los Óscares en el afiche de la
película (al final llegaron a un trato, la incluirían, sí, pero sólo en los
afiches colocados fuera de Manhattan, donde Allen no podría verlos) y enviar
las estatuillas que le correspondían a casa de sus padres; ellos, que nunca
habían querido que su hijo se envolviera en el mundo del espectáculo, las
pusieron en una vitrina de la sala donde todo el mundo pudiera verlas, y
después le reclamaron lo de siempre, que nunca se hubiese casado con una linda
chica judía. La película había cobrado ya vida propia, superó cualquier
expectativa y reventó la taquilla: hacerla costó $4 millones de dólares y el
total de la recaudación fueron $38,3 millones. Y las chicas que estaban
saliendo de la era disco empezaron a usar el look más bien andrógino y liberado
y propio de Diane Keaton, la otra estrella de la cinta (su verdadero apellido
es Hall, así que sí, es sobre ella), y más de un crítico dijo que Allen había
re-inventado no sólo la comedia romántica como género sino la manera de hacer
cine como tal.
Woody Allen diceque lo que quería era hacer una película en la que se entendiera
cómo funciona el cerebro de un ser humano, cómo los miles de millones de
pensamientos, ideas, imágenes y recuerdos que tenemos a cada segundo se rozan y
se tocan y se mezclan y a veces se juntan y a veces se enfrentan y la mayoría
de las veces desaparecen enseguida de haber aparecido. Una de las escenas
eliminadas del corte final, por ejemplo, incluía un partido de básquet entre
los New York Knicks de la época y un equipo formado por intelectuales como
Kafka, Nietzsche y Kierkegaard; en otra escena los personajes encontraban al
mismísimo Satán caminando por las calles de Manhattan y éste les ofrecía un
tour guiado por el infierno, donde encontraban al presidente republicano
Richard Nixon viviendo entre las llamas. Esas cosas pueden pasar tranquilamente
por la mente de –casi– cualquier persona, pero dice Woody Allen que lo único
que parecía importarle a la gente a la que le mostraba la cinta era la relación
entre Alvy y Annie. Quizá la gente creía y siga creyendo que tratar de entender
cómo funciona el amor es ya tratar de entender bastante.
Woody Allen debe sentir que es por lo
menos injusto que su película más famosa sea esa en la que todo le salió mal, esa que debió volver a filmar después de acabada sólo para volver a
mutilarla luego. El monólogo del final, otro clásico entre los fans, se le ocurrió horas antes de
cerrar la edición. Annie y Alvy vuelven a encontrarse años después de su
rompimiento y por casualidad afuera de un cine, y días más tarde se toman un
café, conversan, se ríen, y cuando se despiden y él ve cómo ella se aleja y se
pierde caminando por la vereda, lo escuchamos decir esto: Se hizo muy tarde y ambos tuvimos que irnos, pero fue genial ver a
Annie de nuevo, ¿verdad? Me di cuenta de que era una persona increíble, de cuán
divertido había sido sólo conocerla y pensé en esa vieja broma, ustedes saben,
un tipo va donde su psiquiatra y le dice, “Doc, mi hermano está loco, piensa
que es una gallina” Y el doctor dice, “Bueno, entonces, ¿por qué no lo trajo?”
Y el tipo contesta, “Lo haría, pero necesito los huevos”. Bueno, creo que es
así como me siento acerca de las relaciones, ya saben, son totalmente irracionales,
locas, absurdas, pero las seguimos teniendo pues porque al final la mayoría de
nosotros necesitamos los huevos.
Woody Allen escribió en el 2007 un largo
obituario para el New York Times cuando murió el director sueco Ingmar Bergman,
el cineasta más prolijo que conoció en su vida: en los Estados Unidos, Bergman
era conocido simplemente como “El director favorito de Woody Allen”. Al
comienzo partió con esto: Bergman me dijo
una vez que no quería morir en un día soleado, y al no haber estado allí, sólo
puedo esperar que haya tenido el clima plano con el que todo director sueña. Y
siguió con esto: Se lo he dicho antes a
la gente que tiene una visión romántica sobre el artista y piensa que la
creación es algo sagrado. Al final, tu arte no te salva. Y es verdad, sin
importar lo glorioso de sus obras, los artistas se mueren igual, expiran,
caducan, se acaban, pero por lo menos a mí me gusta pensar que cada vez que
volvemos a ellos, ellos también vuelven a nosotros y vuelven a vivir en
cualquier parte y en cualquier sitio del tiempo. Woody Allen partirá algún día
pero cada vez que alguien vea sus películas volverá a estar entre nosotros,
aunque claro, como él mismo dice, “No
quiero vivir en los corazones de la gente, quiero vivir en mi apartamento”.
Woody Allen dice que entre todo lo que le
ha plagiado a Bergman quizás lo más evidente sea algo que sólo puede entenderse
como ética de trabajo, y que consiste básicamente en realizar un acto de olvido
disciplinado, en hacer la mejor película que puedas hacer en ese momento para
olvidarla durante el próximo segundo y empezar con la siguiente: Bergman
dirigió alrededor de 60 largometrajes para no pensar demasiado en cada uno, y
Allen lleva ya más de 50 por la misma razón, “Si no me puedo medir con su calidad, al menos me puedo acercar a su
cantidad”, escribió para cerrar el obituario del Times. Siguiendo ese
principio, para sobrevivir un artista debería ser capaz de olvidar todo lo que
hace y estaría en la obligación de negarse la posibilidad de mirar hacia atrás;
un artista, entonces, existiría sólo en la medida en la que existe su obra más
reciente; pero cuando acaba una obra y esa obra ya no es suya sino de la gente
se expone al peligroso cariño de esa gente, esa gente que piensa que un artista
sólo es eso que hizo en algún momento, eso que nos acercó a las figuras que se
mueven en la pantalla y hasta nos hizo sentir parte de la historia o mejor al
revés: eso que nos hace sentir y
pensar y hasta creer que lo que estamos viendo es nuestra propia historia. Annie Hall tiene eso, al final uno cree
que ha pasado por lo mismo o que eso mismo es lo que le está pasando o que
algún día eso mismo es por lo que pasará.
Woody Allen tal vez no logró todo lo que
quería o nada de lo que quiso lograr en Annie
Hall, pero logró algo más importante todavía: hizo que nos enamoráramos de
ella tanto como el propio Alvy y con eso lo logró todo porque ese amor, parido
a la luz de la pantalla, era y es un amor real o las ganas de sentir un amor
real por fuera de la pantalla, las ganas de vivir, de que nos pasen cosas; y
cuando una película no sólo se parece a la vida sino que la gatilla y la
potencia nos hace vivir mejor o de manera más intensa cualquier cosa que nos
esté pasando. A veces es así: hay que verlo en los otros para entenderlo en
nosotros. Y de repente el “odio” que siente el viejo Woody por esta película es
precisamente lo que le corresponde sentir. Después de ganar fama como
comediante se plantea hacer una película existencialista sobre el pensamiento
humano, fracasa y va sacando sus ideas porque nadie las entiende o las disfruta
y se va quedando con lo que complace a los demás. Woody Allen, el
independiente, el amo y señor de sus filmes, termina traicionándose a sí mismo
y vendiéndose para que su película pueda existir. Y la “odia” porque resulta
que la vida no se parece a sus pensamientos más elevados sino a sus pasiones
más simples.
Woody Allen e Igmar Bergman conversaron en
distintas ocasiones, pero sólo por teléfono, el sueco lo invitó varias veces a Fårö, la isla en el mar Báltico donde vivió y murió, pero
Allen nunca quiso ir porque le incomodaba la idea de tener que viajar en un
avión pequeño hasta allá. Sus conversaciones eran largas y casi siempre
acababan y empezaban hablando de películas propias y ajenas. Bergman le decía
que la opinión que tuvieran los demás sobre sus cintas le importaba, sí, pero
no por más de treinta segundos; que para dormir veía películas que no lo
hicieran pensar, como las de James Bond; que a veces tenía este sueño: llegaba
al set y no podía decidir dónde poner la cámara, “El punto es que sé que soy muy bueno en esto y que lo he hecho durante
años, ¿alguna vez has tenido estos sueños nerviosos?”, le preguntaba Bergman
a Woody Allen. En los afiches de Annie
Hall que llegaron a Europa se leía la leyenda Un amor nervioso y en la película se encuentran creo yo esas cosas
que Allen amaba del cine de Bergman: el valor de la moral, el amor, el arte, el
silencio de Dios, la dificultad de las relaciones humanas, la agonía de la duda
perpetua, el fracaso al que parecen destinadas todas las uniones sentimentales
y la inhabilidad para comunicarnos unos con otros.
Woody Allen conoció a Diane Keaton cuando
ambos protagonizaron la versión teatral de Sueños
de un seductor en Broadway, a comienzos de los 70’s, pero fue ella la que
se enamoró primero. Según Keaton, hizo todo lo posible para que Allen se fijara
en ella no sólo como actriz sino y más que nada como mujer. Y ese amor que duró
poco pero luego se convirtió en una de las amistades más largas y firmes de la
historia del cine lo cambió todo. Antes de conocer a Keaton (la persona que más
lo hace reír), dice el director, concebía las películas siempre desde el punto
de vista del hombre, pero después de haber pasado por ella y de que ella
hubiera pasado por él empezó a escribir desde los ojos de las mujeres, un giro
del que todos hemos salido beneficiados y ahí están para probarlo cintas como Hannah y sus hermanas (1986), Poderosa Afrodita (1995) y Vicky Cristina Barcelona (2008), por nombrar
tres películas que son conducidas a muy buen puerto por personajes femeninos y
que dicho sea de paso su director también pone por encima de Annie Hall. Somos nosotros los que
ponemos Annie Hall por encima de todo
lo demás, no sólo de las películas de Woody Allen sino de todo lo demás
también.
Annie
Hall cumplió cuarenta años el
pasado 20 de abril. Como era de esperarse, no hubo festejo ni mucho menos y a
su director no se le pasó por la cabeza –o quizás no lo permitió– sacar una
edición de aniversario para coleccionistas que incluyese, por decir algo, todas
esas escenas borradas que nunca vimos (algunas volverían en películas
posteriores, la escena del infierno, por ejemplo, está en Desmontando a Harry, de 1997). Lo que hubo, sí, fueron muchas fiestas
digitales en Internet, donde el director no puede controlar los impulsos de los
fans, aunque francamente tampoco creo
que le interese. A mí me llegó como regalo de aniversario y en archivo adjunto
a un correo el guión original, posteado con la siguiente fecha: 2 de agosto de
1976. Tiene 120 páginas, es decir media hora más que la versión que conocemos.
En la última escena vemos a Alvy en una florería reclamándole a la chica que lo
atiende porque compró un ramo de rosas blancas que murieron en cuanto llegó a
su casa, y él quiere o necesita flores vivas. Entonces entra Annie y es ahí
cuando y donde ocurre el encuentro casual. Ambos se quedan un poco desubicados
hasta que comienzan a conversar. “¿Eres
feliz?”, pregunta él. “Deberíamosalmorzar algún día”, dice ella. El tipo
con el que está saliendo ahora, muy parecido físicamente a Alvy, la está
esperando afuera, y él tiene que llegar con las flores blancas a una cita. “Como amigos, sin presión”, dice Alvy. “Amigos”, repite Annie. Y se dan la
mano. Y ella se va con su nuevo novio y él se irá con las flores blancas donde
su nueva novia. Y hoy me gusta más este final porque él sigue enamorado de ella,
quizá más que nosotros.
Esta cinta llega a nuestra cartelera
mostrando varias credenciales, entre ellas una nominación al Óscar como mejor
película extranjera representando a Francia, y un premio para la debutante
directora Deniz Gamze Ergüven en el festival de Cannes, ambas cosas en el 2016.
Además, siendo la primera película de la cineasta turco-francesa, sorprende la
madura y precisa sencillez con que está filmada: a Mustang ni le faltan ni le sobran los minutos, y aunque puede parecer
íntima, tímida y exclusiva, termina siendo amplia, generosa y universal.
Comienza con una secuencia en apariencia
inofensiva en un pequeño pueblo al norte de Turquía: un día, tras salir del
colegio, las protagonistas, cinco hermanas adolescentes y huérfanas, van a la
playa a jugar con sus compañeros, se meten al mar, se mojan la ropa, se montan en
los hombros de los chicos, y cuando vuelven a casa de su abuela, que es quien
las cuida, la señora las acusa de inmorales y las recibe con una paliza. Esto,
que parece una tontería, una travesura sacada de toda proporción, dispara la
historia, porque a partir de ese momento la casa en la que viven las hermanas
se va transformando en una prisión de la que sólo podrán salir las que acepten
casarse en matrimonios arreglados por su familia.
Por encima, la trama puede parecer
trillada y hasta pasar por caduca, pero si alguien nos contara que algo así
pasa en su casa estoy seguro de que no nos sorprendería del todo, pues nos guste
o no el grueso de la sociedad sigue siendo extremadamente conservador y
machista y los que nos consideramos por fuera de ese sector somos, muchas
veces, cómplices silenciosos o culpables por asociación. Mustang, que también es una película sobre la rebeldía y la
conquista de la libertad, tiene el valor de meterse con las costumbres enraizadas
en el mundo que retrata, costumbres hace rato caídas en el absurdo como aquella
de preparar las mujeres únicamente para el matrimonio.
Entre las cinco protagonistas, hay una que
conduce la película y la empuja hacia adelante, se llama Lale (la jovencísima y
sorprendente Günes Sensoy) y es la menor de todas. Gracias a ella, a sus
agallas y a su espíritu indomable, la película está siempre en movimiento y va
desde el despertar sensual de los personajes hasta una especie de resignación
oscura y triste que busca imponerse sobre algunas de ellas. Pero queda claro
que cualquier imposición social, lejos de calmar o someter el alma, no hace más
que encenderla con su propio fuego.
De forma directa y efectiva, Mustang pone sobre la mesa los temas que
importan: la violencia física y psicológica y de todas las maneras contra las
mujeres de todas las edades y de todos los colores, y el peso que aún tienen ciertos
rituales irracionales. Pero al mismo tiempo celebra la moral femenina, la
intuición y el coraje que muestran las mujeres de ánimo resuelto cuando se
proponen ser libres.
La nueva Spider-Man es una película sobre
crecer, sobre conocerse, sobre aceptarse y ocupar el lugar que el destino te ha
reservado en este mundo. Porque uno puede creer que sabe quién es, pero la
verdad es que la personalidad se define con hechos, no con suposiciones, y esta
vez, no sin rasguños, Peter Parker tiene que hacer un par de cosas que lo
ayudarán a caber del todo en su traje de araña. Aunque recién se está
convirtiendo en lo que algún día será, queda claro que tiene lo que se necesita
para ser quien es.
La cinta arranca un poco después de lo
visto en Capitán América: Civil War,
cuando Peter debe volver a casa después de su primera misión bajo el ala de
Tony Stark y reintegrarse a su vida normal y adolescente, pero claro, él ya no
es normal y nunca más lo será porque está convencido de ser otra cosa. Aquí
algo clave: quiere, como todos los chicos de su edad, acelerar el tiempo, precipitarse
hacia un futuro para el que cree estar listo y ser tomado en cuenta y en serio:
está desesperado por descubrir la vida y eso tiene un precio.
Más allá de un par de secuencias de
acción verdaderamente memorables (cuando rescata a sus amigos en el Monumento a
Lincoln, en Washington DC; cuando, hacia el final, pelea uno contra uno con Vulture),
los momentos más emocionantes y entrañables de la cinta ocurren cuando Peter debe
defenderse sin traje, cuando habla con su mejor amigo y comprendemos lo
profundo y cómplice de esa amistad, cuando suspira por la chica que le gusta y
a la que le cuesta enfrentar porque se pone nervioso, frágil, vulnerable.
El director Jon Watts tuvo mucha razón al
incluir, muy brevemente, al fondo de una escena, unos pocos cuadros de Ferris Bueller’s Day Off (1986), una de
las mejores obras de John Hughes, acaso el cineasta que inventó el género
adolescente o que por lo menos le dio el espacio y la importancia que merecía. Esta
Spider-Man tiene mucho de Hughes, una sensibilidad que se muestra sin complejos,
ese sentido del humor omnipresente y las ganas de estar siempre del lado de los
protagonistas, de jugárselo todo por defender a sus personajes.
Spider-Man vuelve a empezar con el actor Tom
Holland al frente y no es coincidencia que se trate del Peter Parker más joven
que hayamos visto en el cine hasta la fecha: se siente nuevo y fresco y casi
dan ganas de que no le pase todo lo que le pasa pero supongo que nunca se es demasiado joven para crecer, así
sea un poco a la fuerza. Esta película termina siendo sobre tomar decisiones,
sobre atreverse a tener valor, sobre ser uno mismo y estar dispuesto a vivir en
el intento.
Lucia Berlin parece más un personaje que
una escritora. Un personaje, claro, de su propia creación.
Durante sus últimos años de vida estuvo
atada a un tanque de oxígeno por una sonda de plástico transparente, el color
de la respiración, y esto resulta irónico, incómodo, injusto, porque había superado
todo lo demás, los días de su infancia cambiándose de casa a cada rato entre
diferentes lugares de Estados Unidos, su adolescencia en Chile y a su
juventud en México, un padre distante y una madre alcohólica, violenta y
depresiva que amenazaba con matarse todos los días, sus amores y los tres
padres de cuatro hijos a los quecrió y
mantuvo prácticamente sola, trabajando en lo que fuera, desde recepciones de
hospitales hasta casas donde hacía la limpieza, el cáncer que mató a su única
hermana cuando todavía era joven, otro cáncer que amenazó con matarla a ella
y varias décadas de alcoholismo que casi la matan. Al final no fue nada de
eso lo que acabó con ella sino algo más lento y doloroso: sufría de escoliosis
desde pequeña y ya entrando en los 60 su columna se había desviado hasta
perforar uno de sus pulmones. Murió en el 2004, el día de su cumpleaños número
68, pero empezó a vivir hace poco, hace no tanto.
En el 2015 se editó una antología con más
de cuarenta de sus cuentos que son como los capítulos breves de una gran
novela, poderosos y bien afilados (más de uno cae sin tropiezos en la categoría
de inolvidable), a la que se rindió enseguida la crítica norteamericana y que los
medios pusieron entre lo más alto de todas las listas: según The New York
Times, The Washington Post y The Guardian de Londres, por ejemplo, estuvo entre
los mejores libros de ese año. En Latinoamérica y España pasó lo mismo cuando
el volumen apareció en castellano bajo el título Manual para mujeres de la limpieza, el 2016, y estuvo entre lo
mejor publicado también en este lado del mundo. Lucia Berlin llegó y se abrió
espacio con nada más –ni menos– que su obra, como corresponde, y aunque en el
caso de los escritores la fama póstuma sea más bien un lugar común, esta
aparición roza lo divino y lo mejor es que no lo es del todo. Los más alterados
la comparan con Chéjov, Carver y Bukowsky; con Alice Munro y Lorrie Moore; y yo
también la enfrentaría con el Fitzgerald de El
Crack-Up. Pero lo cierto es que Lucia Berlin merece su propio lugar entre
estos nombres porque el mundo que lleva puesto es muy de ella, personal e
intransferible, como lo son las formas que se da para caminar sobre sus propios
recuerdos sin destrozarlos.
Del cuento Temps Perdu: atender todos
los quejidos de un paciente sólo lo anima a estar enfermo y esa es la verdad. Del
cuento Inmanejable: en la profunda y oscura noche del alma todas
las licorerías y los bares están cerrados. Del cuento Dolor: cuando tus padres
mueren es tu propia muerte a la que te enfrentas… ¿Acaso no entiendes nada sobre la locura? Del cuento Querida Conchi: Estudié periodismo porque quería ser escritora, pero lo que hace el
periodismo es cortar todo lo bueno que llegues a escribir. Del cuento Triste idiota: ¿Cómo harás para recoger los pedazos de tu vida? No quiero esos pedazos
viejos, quiero seguir adelante tratando de no hacerle daño a nadie más. Del
cuento Luto: La muerte de los otros es nuestra cura, nos enseña a perdonar, nos
recuerda que no queremos morir solos. Del cuento A ver esa sonrisa: Somos
incestuosos pero de una manera rara, es como si fuésemos gemelos… De cualquier
manera, cada día nos conocíamos mejor y cuando finalmente terminamos en la cama
era como si ya hubiésemos estado el uno dentro del otro. Del cuento Mamá: Mi mamá me decía “La mala semilla”… Dios les manda los desmayos a los
borrachos porque si supieran lo que han hecho morirían de vergüenza. Del
cuento Silencio: Exagero mucho y mezclo la ficción con la realidad, pero la verdad es
que nunca miento.
Manual
para las mujeres de la limpieza se
deja leer como una autobiografía nada de soterrada pero sí partida en un montón
de capítulos que nos sirven de guía en esta especie de viaje al centro de Lucia
Berlin. O así se siente, que es lo importante: como si fuésemos nosotros los
que estamos entrando en ella cuando lo más probable es que esté sucediendo todo
lo contrario. En el interior de los cuentos, cuando los sacudimos a ver qué tienen
adentro, suena siempre una escritora que no le teme a su vida sino al revés,
que se apoya en ella para cuestionar el resto del universo, para contar cómo
sobrevivió a sí misma, y que siempre incluye a los personajes secundarios de
los que estuvo rodeada: su madre, su hermana, sus hijos, algún hombre, alguna
mujer, alguna amiga, alguna persona que no volverá a ver jamás porque a veces
eso es lo que toca si queremos continuar respirando: dejar de frecuentar ciertas
amistades.
Lucia Berlin se muestra, se expone, incluso
se pone en riesgo y hasta cae en los peligros de la conciencia, pero nunca se
exhibe, conserva la dignidad en todo momento y en su boca, en sus dedos, las
cosas que no parecían tan importantes
se vuelven cuestiones de vida o muerte y uno se pregunta si acaso leerla no es
también una urgencia o cuando menos un desvío en el camino por el que se
suponía íbamos seguros pero que nadie sabe adónde va.
Sólo los escritores limpios, a los que no
les duele echar su carne en el asador y rodar sobre las brazas, pueden hacer
cosas como las que hace Lucia Berlin. Porque no hay secretos, y quien los
guarde jamás será un escritor. No hay inocentes, y quien los proteja jamás será
un escritor. No hay mentiras, y quien las diga jamás será un escritor.
El director John G. Avildsen murió el
pasado viernes 16 de junio, tenía 82 años y un cáncer en el páncreas. Pero no
es justo dejarlo ir así, en silencio, por lo bajo, como si se tratara de
cualquiera. Hay que despedirlo con honores, ponerse de pie un buen rato, hacer
ruido y dejar claro que Avildsen aguantó hasta el último round antes de dar el
paso definitivo hacia delante y hacia la eternidad. El futuro será distinto
ahora que este cineasta se ha convertido en un cuerpo celeste.
Quizá Avildsen hizo poco, pero sin duda
logró mucho. Ya en 1976, después de obligar a Sylvester Stallone a escribir
golpe por golpe la secuencia final de Rocky (la primera, la genial, la obra de
arte; y también la V, en 1990, menor pero con personalidad y valor propios),
pudo haberse retirado y habría hecho más que suficiente (le
ganó el Oscar a Lumet y a Bergman): no sólo llenó de
dignidad a la cinta sino que además le dio el carácter que mantiene hasta ahora
en su formato mitad película de cine arte-contemplativa con preocupaciones sentimentales
y mitad drama de acción.
Casi diez años después, en 1984, mientras
Rocky se fajaba con Drago en la Unión Soviética, Avildsen se puso enfrente y
arriba de Karate Kid, le dio un norte a la película y de nuevo mezcló géneros
como el mejor: pasa en la vida, pasó en las cintas de este director. Hoy por
hoy, aparece como una bastante adelantada a su tiempo cinta sobre el bullyng más
intenso, con algo de comedia romántica, algo de pérdida de la inocencia, mucho
de filme-de-aprendizaje y harto de película justiciera. Y sí, para cuando llegó
la tercera parte el sentimiento ya estaba refrito, pero aún así seguía latiendo.
Avildsen tenía un sentido de la moral del
que se puede aprender bastante (hay que saber dónde estamos parados y por qué
hacemos lo que hacemos y defendemos lo que defendemos), incluso cuando, sobre
el final de sus películas clave, se pone más bien romántico. Llegar a esos
momentos de clímax y a esas temperaturas manteniendo entero el sentido de la
realidad es una cualidad de la que no todo director se puede ufanar. Avildsen
lo lograba y no sin esfuerzo nos envolvía en sus melodramas.
Un chico de trece, catorce años, o
quince, a lo mucho, practicando frente al espejo la patada de la grulla le debe
todo ese coraje a Avildsen. Lo mismo el que sale a correr para sudar y terminar
subiendo algunas escaleras en alguna parte, saltando en lo más alto, con los
brazos arriba. Todos los que pensaron que no estaban vencidos, que había que
dar la pelea y arriesgar el pellejo, todos le deben algo a Avildsen. Todos los
que gracias a su cine pensamos que las cosas podían ser distintas. Todos le
debemos algo a.