En una entrevista con Carmen Aristegui
para CNN en Español, el escritor
mexicano Guillermo Arriaga dijo que El
Salvaje, su novela más reciente, se trata sobre un muchacho de catorce años
cuyo hermano mayor es asesinado por un grupo de fanáticos religiosos. Pero no
es tan simple, nada lo es. En esa entrevista también dijo que pasó cinco años y
medio (el 10% de su vida) escribiéndola, trabajando un promedio de trece horas
diarias, sin descanso, sin vacaciones, como un monje que se ha convertido en
parte de la religión. Y se nota. Palabra a palabra, piedra sobre piedra. Uno se
mete al libro y tiene la sensación de haber entrado a una catedral. El protagonista,
concluyó Arriaga, se queda con dos disyuntivas: ¿cómo sobrevivo a este dolor?,
y ¿busco justicia o busco venganza? Entre los signos de interrogación de esas dos
preguntas cabemos todos.
El protagonista se llama Juan Guillermo y
pierde a su hermano y pierde a toda su familia, se queda solo en este mundo.
Esto lo sabemos de entrada porque Arriaga tiene la costumbre de narrar las
cosas a destiempo. Muestra primero la sangre, luego la herida, después el arma
que causó esa herida, la mano que sostiene el arma y finalmente el cuerpo que
late entero por culpa de esa herida. Así funcionan los guiones que lo hicieron
famoso en todas partes, Amores Perros, 21
Gramos y Babel (Amores Perros es la mejor, largo; las
otras se sienten como sucursales lejanas), y así funciona la estructura de El Salvaje, con una diferencia: las películas
flaquean cuando pretenden superarse la una a la otra, ir siempre más lejos, y
terminan marchando sobre su propio terreno; pero en esta novela Arriaga aprieta
todo lo que abarca y se va tan lejos como puede sólo para encontrarse consigo
mismo. Sus viejos trucos parecen nuevos o quizás ahora recién le salen como él
quería.
Ahora bien, tal vez deberían saber esto: el
libro tiene casi 700 páginas, involucra un compromiso y demanda espacio. Cuando
parece que Juan Guillermo ha exprimido sus heridas hasta quedarse seco por
dentro, con los huesos a flor de piel, faltan todavía 500 páginas de recorrido.
Falta que nos cuente cómo fue ir a una escuela de niños bien siendo él una
especie de niño mal, enfermito de Jimi Hendrix. Falta que nos cuente cómo
Carlos, su hermano, logró venderle morfina a toda una generación de
universitarios a los que congregaba en un cine donde pasaba películas de
ciencia ficción tipo B. Falta que nos
cuente cómo se enamoró de Chelo (cómo es el amor, en general), cómo se murió en
vida de los celos cuando supo que ella se acostaba con muchos más, cómo se
sentía cuando ella abría las piernas y él le metía los dedos. Cómo se le fue
muriendo toda su gente.
El
Salvaje tiene algo-mucho
de Amores Perros, sobre todo de ese capítulo protagonizado por Gael García
Bernal que sucede en un México marginal, violento, sin escapatoria y muchas
veces sin sentido. La adolescencia, queda claro, es un tema clave para Arriaga
y al leerlo da la impresión de que las cosas importantes, las que marcan tu
camino, las que definen tu personalidad, te pasan y te atraviesan justo en esos
años, mientras el esqueleto crece desordenadamente y la piel empieza a rozarse
con otras pieles. Ah, por si acaso, El Salvaje
incluye una historia paralela que gira alrededor de un cazador llamado Amaruq y
un lobo llamado Nujuaqtutuq, ambos conviviendo en el extremo norte y frío de
Canadá (me dicen que Arriaga se ha ganado varios enemigos por defender el
derecho a la caza de animales, no me consta, pero en todo caso los animales aparecen
siempre en su narrativa como criaturas sagradas). Esa historia también va sobre
crecer, pero de una manera más lógica, sin tanto cuestionamiento humano; crecer,
digamos, como crece un árbol.
Guillermo Arriaga ha crecido. Ya en una
novela muy anterior, El búfalo de la
noche, publicada originalmente en 1999, era evidente la presencia de un autor
con voz y mirada y un mundo propio, fragmentado pero soberano. Ese mundo, que consiguió
visibilidad tras las incursiones del escritor en el cine, alcanzó un clímax en Los tres entierros de Melquiades Estrada,
una película dirigida por Tommy Lee Jones y estrenada en el 2005 que cuenta con
el mejor Arriaga que se haya leído en pantalla hasta la fecha (en serio, si no
la han visto, dejen lo que sea que estén haciendo y corran a verla), y ahora ese
mismo mundo llega a una confirmación en El
Salvaje. El camino ha sido largo y no ha estado libre de peligros, desvíos
y momentos de completo silencio, pero al final entendemos que Guillermo Arriaga
se fue para regresar con fuerza.
Qué busco, qué buscamos, ¿justicia o
venganza? El protagonista se lo pregunta porque su hermano fue asesinado por un
grupo de fanáticos religiosos, sí, pero en complot con la policía, que quería quedarse
con un porcentaje de las ganancias de la morfina y las funciones de cine. La
lección podría ser que es imposible abrirse camino en la vida real sin coimar a alguien muy de vez en cuando, que
madurar y moverse en la vida real implica corromper a los demás pero no corromperse
a uno mismo, o que la persona que amas puede desaparecer pero lo que no puede
desaparecer es ese impulso irracional de habitar la vida real. ¿Justicia o
venganza?, ¿qué es lo que te haría feliz?, ¿que la gente que te hizo sufrir pase
por lo mismo que tú pasaste o que ya nadie tenga que pasar por algo como eso? El Salvaje se toma 700 páginas para meditar
sobre estas cosas y aún así parece un trueno.
¿Estaría refugiado, pintando y escribiendo
poesía?
¿Diría cosas como una vez fui músico, tuve una banda, pero eso se acabó?
¿Habría estado de acuerdo en reunirse con
Nirvana para hacer un tour de la
nostalgia?
¿Patti Smith cuidaría de él?
Quizás en este momento, en el que ya no existen
las estrellas de rock, Kurt seguiría vivo, tocando en festivales pequeños.
Vivo y tocando.
Pero claro, no habría hecho la misma música,
las mismas canciones.
No hubiese sido el mismo. Nosotros tampoco.
Pienso en una frase de Batman: The Dark Knight, que decía algo como esto: los héroes
mueren jóvenes o viven lo suficiente para convertirseen villanos.
Él murió joven y fue un héroe o por lo menos
fue mi héroe.
Hoy que estamos rodeados de villanos me queda
todavía más claro.
Hace unos días, en Portoviejo, un pana me dijo
que había leído un artículo mío llamado 20
años de soledad, sobre mi primo, un fan de Nirvana, y me preguntó qué había
pasado con ese primo. Es un cuento, así que todo lo que pasa o pase o pasó está
ahí metido y ni siquiera yo lo sé. Lo escribí hace dos años, en el 2014, para
la revista de Libri Mundi. Y hoy lo
repito como para escuchar esa canción de nuevo.
Insisto: es un cuento.
Pero me alegra que alguien haya pensado que era
verdad. Que podía ser verdad.
Sobre todo en Rock City.
Aquí va.
Aquí vamos.
20 años de soledad
para Fabiola Pazmiño y Daniel Llanos
Mi primo David tenía el cuarto más bacán del mundo.
Tenía un televisor, un VHS, un equipo de música. Tenía un Nintendo, un
futbolín, un aro de básquet en la puerta.Bacanísimo. David era hijo único y lo tenía todo.
El cuarto de David tenía posters en todas las
paredes. Posters de Mötley Crüe, de Poison, de Guns N’ Roses, de Skid Row. El
papá de David era piloto en Ecuatoriana, viajaba hartísimo a Estados Unidos y
cada vez que regresaba le traía revistas Circus y David me llamaba para que lo
ayudara a sacar los posters de las revistas para pegarlos en las paredes. Una vez
arranqué uno de Tommy Lee y se rompió y el man casi me caga, pero siempre me
regalaba par posters para mi cuarto. David tenía tres años más que yo. David
era lo máximo. Buenísima gente.
Un día pasó una huevada increíble. Ese día
estuve andando en bicicleta toda la tarde con los panas de la ciudadela, nos
fuimos hasta la Avenida del Ejército, lejísimo. Cuando llegué a la casa, como a
las seis o capaz a las seis y media, vi a David sentado al lado de la puerta de
mi casa, andaba con su discman y sus audífonos. El man estaba como en otro
mundo, como loco estaba el man. Dejé mi bicicleta en el suelo y me le acerqué.
David no me miraba. David miraba para el frente, como si yo no estuviera ahí.
Le pregunté qué te pasa y después de un ratote me pasó los audífonos.
Ese día el papá de David había llegado de viaje
y le había traído el Nevermind, de Nirvana. En Portoviejo no había cable, pero
nosotros ya habíamos visto el video de Smells Like Teen Spirit en la
televisión. Cuando éramos pelados, a las doce de la noche, después del himno
nacional, Ecuavisa se convertía en MTV y nosotros nos pasábamos la noche
despiertos grabando videos en el VHS de David. Tomábamos Coca Cola y veíamos
videos hasta el amanecer. No importaba si había clases al otro día. El que se quedaba
dormido perdía.
Nada fue igual después de Nevermind. Una tarde
David me pidió que fuera a su casa a sacar todos los posters de las paredes. No
entendía muy bien qué le pasaba, pero lo acolité de todas maneras porque era mi
primo y pensaba robarme cualquier cosa que el man fuera a botar. Sacamos los
posters y los guardamos en una caja. David tenía otros posters, todos de Kurt
Cobain y Nirvana, y forramos el cuarto con esos. Mi primo me regaló los posters
viejos, pero yo ya no los quería, qué iba a querer esa huevada.
Era inverno y hacía un calor recontra que
hijupeuta, pero nos poníamos camisas manga larga de franela, a cuadros, como en
Seattle. En Portoviejo hace calor, pero nosotros sólo andábamos era con
pantalón largo, jeans con huecos en las rodillas, esa nota. En Portoviejo hace
calor, pero pasábamos todo el día encerrados en el cuarto de David escuchando
Nirvana y a veces teníamos que apagar el aire porque mi tía decía que se
gastaba mucha luz y que mi tío se ponía bravo. David hacía como que tocaba la
guitarra con una raqueta de tenis y yo hacía como que tocaba la batería con
unos tarros de galletas. Todo el día. Todos los días.
Yo no me di cuenta porque era pelado, pero de
ley que mi primo como que se traumó. Los panas del man salían a dar vueltas en
la Avenida, en carro, con peladas, pero David siempre estaba encerrado en
caleta, escuchando música, grabando casetes, escuchando las mismas putas
canciones. Tenía un cuaderno donde había escrito todas las letras de Nirvana,
en inglés y en español. Un día me invitó a dormir y me hizo leerlas todas y
escuchar todas las putas canciones como mil veces y después quería conversar
pero yo le dije estás loco, primo, y me quedé ruco. Nunca más me invitó a
dormir, ni cuando pasaron un concierto de los manes en MTV, por un año nuevo,
creo.
El 8 de abril de 1994, diez días antes de que
yo cumpliera 13 años, pasó otra cosa. Era viernes y estábamos de vacaciones.
Ese día me levanté temprano para grabar videos, en mi casa ya había cable pero
mi viejo no me dejaba tener televisión en el cuarto entonces tenía que ir a la
sala, pasaba ahí acostado en el sofá, rockeando. Vi la noticia apenas prendí el
televisor, que siempre estaba en MTV. Habían encontrado a Kurt Cobain muerto en
su caleta, se había volado la cabeza con una escopeta. Así dijeron. Turrísimo,
no lo podía creer. Llamé a la casa de David pero nadie contestó.
Lo encontraron en la cocina, tirado al lado del
fregadero. Se había tomado un frasco entero de Pinoklin y no sé qué otra
huevada. Ese día lo llevaron al hospital y le pusieron un suero. Cuando entré a
verlo, parecía que estaba durmiendo. El man estaba pálido, pero yo creía que se
iba a despertar. El man estaba sonriendo, lo juro. El man estaba sonriendo y yo
creía que se iba a despertar. Pero nada. De ahí mis tíos se lo llevaron en un
avión ambulancia a un hospital en Miami. Pero nada. Mi primo nunca se despertó.
Era tres años mayor que yo, ya había cumplido los 16.
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Lo
enterraron en el cementerio, al lado del colegio Rey de Reyes. Eso siempre me
ha parecido medio como la gaver porque a David lo botaron de ese colegio en
tercer curso y el man siempre decía que los curas estaban locos. Yo lo visito
todos los años, de noche, cuando sé que mis tíos ya se fueron. Llevo el discman
y me pongo a escuchar Nirvana frente a su tumba. David todavía no se despierta,
pero yo igual le hablo aunque el man no me diga nada. David es lo máximo.
Pasamos bacán. ¿Sí o no, primo?
Hubo una época en la que podías pedirle a
Chuck Palahniuk que te firmara el brazo, el hombro o la espalda, pero ya no. El
autor de Fight Club ya no imprime
autógrafos sobre la piel de sus lectores porque han sido demasiados los fans que se tatuaron su firma en el
cuerpo y a él eso le parece un poco mucho, too
fucking much. Y sí, quizás sea excesivo y más propio del rock o de una
secta religiosa o de Project Mayhem
que de la literatura, pero es el tipo de
cosa rara que le pasa a los escritores de culto: la gente quiere llevarlos
siempre encima. La gente los descubre y cree que por fin ha encontrado a
alguien en el mundo que piensa en ellos y siente lo mismo que ellos y se ríe de
las mismas bromas y se quiere matar por las mismas razones: alguien que de
verdad te está escuchando y no sólo esperando a que te calles para poder
hablar.
Se suponía que nada de esto iba a pasar.
Nada: ni el libro, ni la película, ni los lectores/seguidores de Palahniuk (por
cierto, según los fans se pronuncia paula-nick),
ni la secuela de algo que parecía intocable. Nada.
Palahniuk estudió periodismo en la
Universidad de Oregón, se graduó en 1986 y luego intentó trabajar en un
periódico de Portland, al filo de la costa oeste de los Estados Unidos, pero se
aburrió pronto y pasó de reportero a empleado de la compañía automotriz
Freightliner, donde reparaba camiones y escribía manuales-de-uso para los conductores.
Esa fue su vida hasta pasados los treinta años, hasta que empezó a escribir
ficción. Se enlistó en un taller de escritura creativa que se reunía en cafés y
bares y en el que todos los asistentes tenían que leer sus trabajos en voz
alta, compitiendo por la atención de sus compañeros con las máquinas de expreso
y los partidos de fútbol americano a todo volumen en la televisión. Por esos
días y en esas circunstancias escribió la primera versión de Fight Club, un cuento que después se
convertiría en novela y en película y en motivo de adoración.
Me
tomó tres meses escribir el primer borrador [del cuento] y el
libro se vendió a una editorial en tres días. El adelanto que me dieron fue tan
bajo que no se lo mencioné a nadie. A nadie. Fueron seis mil dólares. Otros autores me dicen que eso se llama
“dinero de despedida” Se supone que un adelanto tan bajo debería hacer que el
autor se sienta insultado y se marche… De cualquier manera, eran seis mil
dólares, y con eso podía pagar mi renta durante un año… En agosto de 1996 había
un libro con pasta dura. Hice lecturas en tres ciudades y nunca llegaron más de
tres personas. Las ventas del libro ni siquiera alcanzaron para cubrir lo que
me tomaba en los minibar de los hoteles, escribió Palahniuk años más tarde
en el prólogo de una edición que ya tenía como portada el afiche de la
película.
Fight
Club, dirigida por David
Fincher y protagonizada por Edward Norton y Brad Pitt, se estrenó a finales de
1999, y lo que sucedió tras su debut en sociedad fue más bien extraño y hasta
parecería que no fue tan así. La
película no recogió mucho público en taquilla y fueron pocos los críticos que
se atrevieron a defenderla abiertamente (recordemos, además, que 1999 fue el
año en que toda la atención se desvió hacia American
Beauty), pero en los meses posteriores, cuando estuvo disponible en VHS y
DVD y la gente pudo llevarse la cinta a la intimidad de sus hogares, apareció
un nada despreciable ejército de Space
Monkeys que la vieron y quedaron impactados, perturbados, acelerados, con
ganas de romperse la cara o por lo menos desviarse el tabique, y se la
repitieron varias veces hasta aprenderse los diálogos de memoria.
Era como si Tyler Durden, uno de los
extremos principales en esa historia literalmente bipolar, hubiese llegado a
reunir a una congregación que antes de su venida vagaba errante y dispersa.
Quizá fueron sus palabras. Sí, fue eso,
debió ser eso. Los golpes sin duda ayudan, pero sanan, se desinflaman y desaparecen.
Las palabras se quedan. Seguro que fue eso, las palabras. Pequeños gritos de
combate como este: Somos los hijos que
Dios nunca quiso tener. O este: Sólo
cuando lo hemos perdido todo somos libres de hacer cualquier cosa. O este: Yo digo que nunca deberías sentirte
completo, basta de ser perfectos, yo digo… vamos a evolucionar, que las fichas
caigan donde sea. O este: Fuimos
criados por la televisión para creer que un día seríamos millonarios, estrellas
de cine o estrellas de rock. Pero no lo seremos. Y estamos descubriendo esta
realidad poco a poco. Y estamos muy, muy cabreado. O este: La publicidad nos hace perseguir a los autos
y a la ropa, conseguir trabajos que odiamos para comprar mierda que no
necesitamos.
La película, una violenta-pero-sensible
broma anti-sistema, acusada en su momento de ser porno-para-machos, fascista
y además comercialmente fallida, terminó influyendo en la cultura de maneras
infrecuentes. Donatella Versace sacó al mercado chaquetas para hombre adornadas
con hojas de afeitar y las bautizó como “The
Fight Club Look”; los modelos de la casa Gucci, en Milán, salieron a
desfilar en sótanos oscuros y mugrientos como los que aparecen en la película,
con moretones pintados en la cara y vendas ensangrentadas enredadas en los
brazos como los actores de la película; en la web circularon noticias sobre un Fight Club que funcionaba en la pista de
baile de una discoteca, en Brasil, en el que se peleaba hasta la muerte; a mí
me dijeron que hubo uno en Quito, pero nunca he conocido a nadie que hubiese estado
en él, quizás porque la primera regla es no hablar de eso; los estudiantes de
la Brigham Young University (Utah, USA), la universidad religiosa con más
alumnos en el mundo, increparon a sus autoridades por prohibirles organizar su
propio Fight Club, argumentando que
nada impide a los mormones golpearse entre ellos los lunes por la noche. Y
quizás lo más increíble de todo: de entre esos miles que se volvieron adictos a
la película y a tragar su propia sangre, unos cuantos saltaron hacia el libro y
fue así como el escritor Chuck Palahniuk comenzó a existir de verdad, for real. Queda claro que en este caso
fue la obra la que inventó al creador y no al revés.
Desde que la película le abrió camino a
la novela y a su autor, Palahniuk publica casi un libro al año, entre los que
se cuentan incluso libros para colorear y remixes
de varias novelas, por si acaso. Continúa expandiendo su mundo a un ritmo
acelerado, embalado, casi paranoico, como si supiera que un escritor puede
desvanecerse con la misma rapidez con la que apareció y quedar disuelto a la
vuelta de un simple giro del destino. Seguirle el paso es prácticamente
imposible y a veces también insoportable y un poco nocivo si se pretende hacer
eso que llaman vida social. Entre sus
títulos más leídos y comentados y radicales están Survivor (1999), Choke (2001),
Diary (2003), Haunted (2005), Snuff (2008)
y Damned (2011), éxitos de ventas,
algunos adaptados al cine o en plena mutación hacia la televisión, algunos
acaso más arriesgados, valientes y personales en la medida en que la obra sea
–como suele ser– la extensión de la personalidad. Pero ninguno tan contagioso
como su primera novela.
Antes de que El club de la lucha fuera publicada por primera vez, en 1996, Chuck
Palahniuk había escrito dos novelas que según sus propias palabras eran
intentos por reproducir el estilo de Stephen King, es decir: tramas simples-pero-largas
que se dilataban por cientos y cientos de páginas, alimentando con escenas
atormentadas los misterios que se revelaban hacia el final. Su intención,
obvio, era llegar a la mayor cantidad de lectores posible, pero aquellas
novelas ni siquiera alcanzaron a conocer los estantes de las librerías.
Palahniuk envió los manuscritos de esos libros a distintas editoriales y ambos
fueron rechazados. Es más, cuando empezó a trabajar en lo que sería Fight Club, el escritor había abandonado
toda esperanza de alcanzar al gran público, y apostó entonces por lo que luego
se convertiría en su estilo personal, en la forma de su voz: frases cortas,
acciones rápidas, historias oscuras pero cercanas o que se nos van acercando
mientras leemos, personajes freaks
que podríamos ser nosotros si alguna vez nos atreviéramos a tanto y ese tipo de
humor negro que te hace preguntarte cosas como, ¿esto es chistoso?, ¿se supone
que debería reírme de esto?, ¿por qué me estoy riendo tanto de esto?, ¿qué
clase de persona soy?, ¿dónde está mi cabeza?
Cada vez que Palahniuk saca una nueva
novela, hace una especie de tour literario –por lo general, en Estados Unidos y
Europa–en el que se presenta, responde
un par de preguntas a sus fanáticos, firma un par de ejemplares y hace lecturas
que se han vuelto legendarias, pues han sido más de cien las personas que se han
desmayado mientras el autor está leyendo alguno de sus cuentos o el capítulo de
cierta novela: una vez, en la Universidad de Columbia, en Nueva York, mientras
Palahniuk estaba leyendo con el cuerpo inclinado hacia un micrófono, un hombre
cayó al piso, quedó inconsciente durante unos segundos y después despertó
gritando. El episodio quedó registrado y forma parte de Postcards from the Future, un documental grabado en una universidad durante una
especie de Palahniuk-Con y dedicado
sobre todo a los seguidores/lectores/fans/feligreses/SpaceMonkeys, gente que
parecería estar más cómoda dentro de sus libros que allá afuera en el siempre distorsionado
mundo real, donde las peleas son completamente inútiles y no tienen nada que
ver con la evolución de la especie, gente que entró a Fight Club y no volvió a salir, gente que ahora ha vuelto a conversar
con sus mejores amigos imaginarios.
Fight
Club 2 apareció a
mediados del 2016, veinte años después de la primera. En un principio se
publicó a manera de cómic en un total de diez entregas separadas que luego se
reunieron en un solo volumen, formando una novela gráfica maciza y contundente
en la que hasta el mismo autor queda sepultado bajo la trama, ajusticiado por
la mano del más célebre de sus personajes.
Cuando
lo conocimos, hace tanto y tan poco, el narrador de Fight Club era un hombre que parecía tenerlo todo, un buen trabajo,
un buen apartamento, una vida más o menos resuelta, pero se sentía vacío y era
profundamente miserable. Hasta que conoció a Tyler Durden a no sé cuántos miles
de metros de altura, en un avión. Hasta que conocimos a Tyler Durden en la
perfecta oscuridad de un cine. Hasta que empezamos a leer los libros de
Palahniuk y a reírnos un poco asustados cuando pasaba eso que no podía pasar. Hasta
que el narrador y el personaje y todos nosotros nos convertimos en una misma
criatura con el potencial de dominar y destruir el mundo.
En esta
segunda parte, que bien podría ser un nuevo comienzo, la situación del narrador
no ha mejorado mucho que digamos: se casó, tiene un hijo, una casa, un trabajo,
esas cosas que dicen que hay que tener; visita a un psiquiatra con regularidad,
lidia con su miseria como si fuese una enfermedad incurable pero no mortal, y se
medica para dormir y para mantenerse alejado de Mr. Durden. Dice que se siente
bien, que está mejor, aburrido pero a salvo. Y claro, nada de eso es cierto.
En esta
historia, lo terriblemente gracioso y verdaderamente peligroso, es saber que
las cosas que no deberían pasar seguirán pasando mientras nosotros nos reímos
del miedo sosteniendo entre las manos la última página.
Dicen
que cuando Fight Club se volvió una
práctica masiva la gente empezó a pintar la frase ¡Tyler Durden vive! en los muros de calles abandonadas tipo Paper
Street. Pero eso fue antes. Lo más seguro es que esos muros ya no existan. Ya
no hacen falta. Ya lo sabemos.