Mientras hacía fila para comprar la
entrada al cine, me fijé en una de las pantallas en las que aparecía el afiche
de la película y ciertos comentarios de la prensa, uno decía, “una obra
maestra”. ¿Cuándo sabes que has visto una obra maestra?, pensé, ¿cuando asumes
que ya no podrás olvidarla?, ¿cuando sabes que de aquí en adelante hablarás de
ella muchas veces?, ¿cuando te cambia la vida? Todo esto, sí, y supongo que
también cuando la cinta pasa a formar
parte de la cultura pero sobre todo de tu canon personal, cuando te mueve y te
sacude y te despierta.
Como sea, Darkest Hour pasará a la historia, general y particular, por al
menos una cosa: es uno de los momentos más brillantes de un actor que brilla
con luz propia (casi) en todo momento, Gary Oldman, en el papel de Winston
Churchill. Oldman se echa el peso de la película sobre la espalda, sobre los
hombros, y camina llevándola encima por más de dos horas sin tambalear ni un
segundo. El Churchill de Oldman es lo mismo salvaje que sofisticado,
sentimental que intelectual, calculador que apasionado, y parecería que nada
puede con él o mejor dicho que él puede con todo.
La película está enamorada de su
personaje principal y es a veces un mero pretexto para perseguir a Churchill
durante sus primeros días como Primer Ministro Británico, durante la Segunda
Guerra Mundial, pero mejor así. La cinta muestra rasgos encantadores de su vida
privada pero sobre todo deja ver, y casi tocar, el hombre que era Churchill
cuando estaba trabajando, es decir, casi todo el tiempo: para esto se apoya en
conversaciones, en razonamientos y en discursos, y en ella las secuencias de
diálogo son como escenas de acción porque explotan cuando Churchill lanza
palabras como un bombardero.
Esta bien podría ser una de esas
películas en las que un héroe derriba muros con la cabeza hasta que se
encuentra con su destino y le da la cara: la historia avanza a toda velocidad,
ganando terreno, conquistando, conquistándonos, y nos arrincona de tal forma
que bastan unos pocos segundos para estar a los pies de Churchill, escuchando
sus palabras como si fueran las palabras de un evangelio sagrado, capaz de
hacer cualquier milagro que le pidamos. No sé si le den un Óscar, pero el guión
merece, al menos, un premio literario. Esta cinta toma sus chances (se permite
hasta la ridiculez), arriesga, y gana.
Salí del cine pensando en mi propia vida,
en las cosas contra las que tengo que luchar, en mi propia guerra interna, y
pensando que esa era acaso la única
certeza que tenía de haber visto una obra maestra: no sólo me la había creído,
no sólo me había dejado sustraer de la realidad hasta un punto del que ya no
hubo retorno, sino que también me había robado una película o por lo menos me
había robado a un personaje y lo estaba usando como bandera en mi propia
trinchera. Las películas no son de quien las hace sino de quien las ve porque
ese es, al final, quien las necesita.
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(El Diario Manabita)
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