Estaba en la playa, en uno de esos
hoteles con todo incluido, en uno de esos lugares que podrían estar casi en
cualquier parte. Ya había cenado y buscaba algo que hacer antes de dormir o
mejor dicho esperaba a que me llegara el sueño porque aún era temprano. Caminé
un rato por pasillos más o menos desiertos, mirando a la poca gente que andaba
por ahí, y luego me encontré frente a una especie de escenario que estaba al
lado del comedor, donde los encargados del entretenimiento estaban dando un
espectáculo de baile. Sonaba música de Celia Cruz, de Chayanne, de Michael
Jackson.
Me senté en una silla de plástico, casi
al pie del escenario, y comencé a fijarme en la gente que estaba a mi
alrededor: hombres y mujeres en ropa de playa, viejos, jóvenes, turistas de
clase media acaso borrachos, niños tostados por el sol. Y el cuadro me pareció
triste. Era obvio que estábamos ahí porque no teníamos nada mejor que hacer, no
porque apreciáramos en absoluto lo que estaba pasando en el escenario. La gente
aplaudía de mala gana al final de cada número y tengo la impresión de que la
mayoría ni siquiera aplaudía cuando el animador nos pedía hacerlo.
Esto es patético, pensé, y debe ser peor
para ellos, para los bailarines, que quizá alguna vez tuvieron sueños más
ambiciosos y ahora están aquí, bailando lo mejor que pueden para turistas a los
que les da lo mismo o casi lo mismo, gente que en todo caso no los aprecia de
verdad. Es su trabajo, pensé, y chamba es chamba. Aún son jóvenes, pensé,
tendrán, ojalá, otras oportunidades. Empecé a mirarlos fijamente y a detenerme
en sus rostros, caras agitadas, maquilladas y sudadas que cerraban cada
maniobra con una sonrisa que les tensaba la piel. ¿Cómo se le puede sonreír a
este público?
Pero ellos seguían bailando, entregados,
absortos, idos en su propio y largo y profundo viaje, como si estuvieran
bailando en el gran teatro de una gran ciudad y frente a la realeza. De pronto
me di cuenta de que el verdadero espectáculo no eran los pasos de baile, las
coreografías, las pocas luces de colores que les bañaban el cuerpo a los
bailarines, sino el estoicismo con el que ellos seguían adelante en todas sus
maniobras: inmensos en cada giro del cuerpo. Quizá esa fuera sólo una noche más
en su rutina de noches de hotel, pero la estaban sudando como si nunca más
fuesen a bailar.
Comencé a pensar en algo que escuché hace
varios años: cada trabajo es una oportunidad de honrar el oficio. Esos
bailarines estaban honrando el oficio ahí mismo, frente a mis ojos, bailando en
un hotel cualquiera como si se tratara del refugio más lujoso y más exclusivo,
dejando la piel sobre las tablas de un escenario más bien frío y ajeno,
haciendo hasta lo imposible por divertir a un público que no se los merecía.
Así se hace, pensé, están ganando kilometraje, horas de vuelo, y eso nadie se
los podrá quitar jamás. Ellos serán mejores bailarines después de esta noche.
Me fui a mi cuarto cuando se acabó el
show, pensando que con la escritura pasa lo mismo. No importa dónde publiques,
en un diario de provincia o en el mayor diario nacional, en una revista
fotocopiada o en una revista con miles de suscriptores, en un blog personal y
desconocido o en una web que recibe miles de visitas a diario, en tu libreta de
apuntes o en las servilletas de una cafetería; lo que importa es escribir,
escribir como si eso que escribes fuera el aire que entra a tus pulmones, la
sangre que bombea el corazón y recorre el cuerpo, escribir como si fuésemos
mejor de lo que somos, escribir como si la vida dependiera de ello.
3 comentarios:
Muy sentidas palabras..cada trabajo es una oportunidad de honrar el oficio....!
te felicito hermano
Muy cierto, y muy bien dicho
Mis respetos hermano, me llegó muy en el fondo!!!
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