Todo empezó como una broma. Una amiga me
dijo que había comenzado a ver Mad Men en
Netflix y que no había podido pasar de la segunda temporada porque se había
aburrido o, mejor dicho, desenganchado. Y no pude creerlo, ¿cómo es posible que
alguien se resista? ¿Es que Mad Men no
es igual de buena para todos?, ¿puede que uno la vea con ojos de cariño?,
¿debería dejar de frecuentar a la amiga que dijo semejante agravio? Unos días
después comencé a ver la serie nuevamente en jornadas maratónicas (varios
capítulos al día) y no pude parar hasta el final.
A tan solo unos pocos años de su salida
del aire, Mad Men no ha envejecido,
ha crecido y madurado, ahora me parece más sabia, precisa e irracionalmente-racional
que cuando la vi por primera vez: es como si el tiempo le hubiera dado la razón
y el tiempo, ya lo sabemos, no le da la razón a cualquiera. Supongo que es así
como las obras de arte se vuelven clásicos, irrumpen en su época marcando una
especie de ruptura y luego se quedan para siempre impregnadas en la historia.
No es nada fácil, pero pasa. Pasó con Mad
Men, que ahora es de esas cosas que hay
que ver.
La serie está ambientada en la Nueva York
de comienzos de los 60’s, gira en torno a una agencia de publicidad y sobre
todo alrededor de su director creativo, Donald “Don” Draper (Jon Hamm), pero
quizás de lo que se trata realmente es de definir una década que cambió la
percepción que la humanidad tenía del mundo hasta entonces: en Mad Men no sólo cambian los personajes,
cambia la sociedad, cambia la moral, cambian los límites, cambian las fronteras
de lo permitido y queda claro que los únicos animales que sobreviven son los
que se mantienen en movimiento.
Y quizás digo esto porque la publicidad
ecuatoriana es o me parece más bien pobre y poco creativa (alguno dirá, no sin
razón, que sólo se trata de basura) pero Mad
Men reivindica una profesión desprestigiada, la redime, hace que parezca
arte y evidencia cómo puede influir en el medio y cambiar o trastocar nuestras
vidas. ¿Somos lo que compramos? No tanto así, pero sin duda eso que compramos o
consumimos refleja una parte no menor de nuestra personalidad y de nuestras
aspiraciones. ¿Podemos comprar lo que queremos ser? Don Draper nos hace sentir
que necesitamos cosas que ni siquiera queríamos.
He llegado al final de Mad Men otra vez y quisiera hablar con
su creador, Matthew Weiner, para decirle que ahora, más que antes y más que
nunca, creo que las cosas no son como pasaron sino como pasan en la serie:
Weiner logró exprimir la realidad y tomar de ella la esencia que la transforma
en lo que termina siendo nuestro destino. Mad
Men te deja con la sensación de haber vivido otra vida, una vida distinta,
más intensa y revuelta, más demente y extrema, más caótica y desordenada, la
clase de vida que vale la pena vivir.
Mi madre entra a mi cuarto. Me despierto,
pero no me muevo ni abro los ojos para que ella piense que sigo dormido y se
vaya. Abre las cortinas, la luz del sol entra por la ventana y cae sobre mi
cama mientras ella da vueltas alrededor. Sigo con los ojos cerrados. Ay,
Juancito, dice, Ay, Juancito. Ha venido a despertarme. Abro los ojos, me apoyo
en el colchón, suelto un bostezo y le pregunto qué pasa. Ay, Juancito, repite,
y se lleva la mano a la boca. Me fijo en su cara toda roja y en sus ojos
húmedos. ¿Cuánto tiempo lleva llorando? Qué pasa, repito, pero ella no puede
decirme nada. ¿Qué pasa? Pienso en mi abuela, en que debe tratarse de ella,
quizás le pasó algo y está en la clínica de nuevo o quizás le pasó lo peor y lo
que nos espera es un velorio: odio los velorios, odio que la gente se me
acerque para darme el pésame, odio que algo tan privado sea tan social. Se
murió Lola, dice mi madre. No es mi abuela, es una de las mejores amigas de mi
madre, que llevaba ya mucho tiempo enferma. Es la muerte otra vez,
interrumpiendo a la vida.
Mi madre y Lola fueron amigas desde antes
que yo naciera, o sea, durante casi cuarenta años. Eran muy cercanas y yo la
recuerdo claramente: el pelo corto, la nariz aguileña, esa voz que todavía
puedo escuchar si me concentro. ¿Te vas a Portoviejo?, le pregunto a mi madre.
Sí, me dice, y vas a tener que acompañarme. Es sábado de carnaval, las vías
están cerradas por derrumbes y calculamos que el viaje nos tomará, al menos, el
doble de lo acostumbrado, es decir doce o trece horas seguidas de carretera. Mi
madre me dice que ya buscó vuelos a Manta y a Guayaquil pero que todos están
llenos. Es sábado de carnaval, me repite. Y yo no sé qué hacer. Lo que ella
quiere es llegar al velorio lo antes posible, pero si salimos ahora mismo ella
llegaría recién en la madrugada. Por un momento creo que puedo convencerla de
que viaje en avión al día siguiente, de que así llegaría más temprano o a la
misma hora, pero es imposible, ella quiere salir ya. De mala gana guardo un par
de cosas en mi mochila y bajamos juntos hasta el garaje del edificio y nos
subimos al auto.
Durante la primera parte del camino el
tráfico es fluido, calmado, hasta normal, y mi madre ya no está llorando sino
que maneja atenta a los momentos en los que puede acelerar. Hablamos de Lola,
¿de qué otra cosa podríamos hablar en este momento? Mi madre me cuenta
episodios de su amistad, yo recuerdo algunos, pretendo recordar otros y de
repente vuelvo a mi infancia, a esas fiestas en las que mi madre y Lola y su
grupo de amigos se desvelaban con música de José José, Roberto Carlos, Armando
Manzanero, vuelvo al olor del aire acondicionado mezclado con el humo de los cigarrillos.
Pienso que la gente ya no fuma o fuma cada vez menos: cuando yo era niño todos
los grandes fumaban, o así es como pasa en mis recuerdos. Mi madre parece
tranquila y me cuenta todo lo que me cuenta como si nadie se hubiera muerto,
como si nadie se fuera a morir jamás. Pasamos, también, largos ratos en
silencio, mirando la carretera, mirando los otros autos, mirando las nubes que
cruzan el cielo. Toda esta gente se mueve por el carnaval y mi madre va a un
entierro.
Cuando llegamos a Aloag y nos dirigimos
hacia Santo Domingo, tras varios kilómetros de cordillera hacia abajo, el
tráfico se para de repente. De esto es de lo que hablaban las noticias en los
periódicos y en las radios y en la televisión: hay un embotellamiento que
obliga a los autos a detenerse por completo. Y nosotros vamos en uno de esos
autos. Nos quemados quietos, el auto parece un animal que se ha quedado dormido
de pronto. Nos quedamos en silencio: curioso, tenemos tanto que decirnos y entre
nosotros sólo cabe el silencio. Hasta que hablamos de Lola otra vez y yo me doy
cuenta de que mi madre está hablando de su propia muerte. Pienso en mi padre,
que una vez me dijo que él, cuando era joven, pensaba que nunca se iba a morir,
y que ahora ve la muerte a la vuelta de la esquina. ¿Es eso en lo que está
pensando mi madre ahora mismo? La madre de Lola está viva, me dice, la suegra
de Lola está viva, me dice, esta no es edad para morirse, me dice. Es como si
tratara de convencerse de que lo que acaba de pasar no está pasando.
Avanzamos poco a poco, los autos se
arrastran lentamente sobre el asfalto. A veces nos movemos más rápido y
parecería que nos hemos librado de la gran tragedia de este feriado, pero no,
esos momentos de tranquila velocidad son sólo pequeños relámpagos de
respiración a los que sigue un ahogo violento. Volvemos a detenernos, por
completo, antes de llegar a Alluriquín. Llega un momento en el que mi madre
decide apagar el auto porque nadie sabe cuándo volveremos a movernos. Y ahí nos
puedo ver: estamos los dos sentados en silencio, sin regresar a mirarnos. El
cuadro es algo patético: un tipo de 37 años sentado al lado de su madre, que
vive en Portoviejo pero ha viajado a Quito para cuidarlo porque está enfermo y que
ahora debe volver para enterrar a una de sus mejores amigas. Nada más, nada
menos, sólo el aire que circula por el espacio que separa al uno de la otra. Se
me ocurre pensar si ésta es la vida, si uno sufre y sufre y luego se muere, preguntarle
a mi madre si ella cree que haya algo más después. Algo tiene que haber, me
dice, algo.
Ahí estamos, varados en plena cordillera,
rodeados de autos, sin hablar. Yo sólo puedo pensar en que un día mi madre se
va a morir y quizás yo tenga que hacer este mismo viaje para verla antes de no
volver a verla nunca más, y aún así no encuentro nada para decirle. Y entonces recuerdo
las mil veces en que no he contestado a sus llamadas, las mil veces en que he
preferido no acompañarla a donde me ha pedido que la acompañe, las mil veces en
que pudiendo estar cerca he preferido estar lejos sabiendo que la muerte nos separará
un día y para siempre. ¿Tú también piensas en estas cosas, mamá? Veo que varios
conductores se bajan de sus autos para fumar y pienso que este es un momento
perfecto para fumar. Entonces le digo a mi madre que tengo ganas de bajar para
fumarme un cigarrillo y ella me dice que no, que no fume, que si me voy a bajar
mejor me fije en las chicas que van en los autos a ver si encuentro una que me
guste y, por fin, me enamoro de alguien, porque a mi edad no debería estar tan
solo. Decido no fumar, y me río: aún temo que mi madre me rete.
Volvemos a rodar, despacio, como si
alguien estuviese empujando el auto desde atrás con las manos. Hemos tardado
más de ocho horas en llegar a Santo Domingo desde Quito, es medianoche, y llueve:
la oscuridad y el agua que vienen del cielo hacen que la carretera parezca un
pozo profundo rodeado de maleza. Llegamos a Miravalle y cambiamos de asiento,
ahora me toca manejar a mí. Le digo a mi madre que aproveche para dormir, que
le espera un día largo, que tiene que ir al velorio temprano, luego a la misa,
luego al entierro, pero ella no quiere dormirse: puede pasar algo, me dice, y
prefiero estar despierta. Mi madre me sigue cuidando aún cuando soy yo quién
debería cuidar de ella en un momento como este. Cuidado te duermes, me dice, y
busca en la radio una estación que ponga música que pueda mantenerme despierto.
Encuentra una que sólo pone baladas románticas y sube el volumen. Atravesamos
la noche con música de despecho para corazones rotos o a punto de romperse, ella
me dice que ésta debe ser la música que escuchan los camioneros.
La música me lleva, de vuelta, a las
fiestas de mis padres. Quizás mi madre esté recordando su pasado justo ahora,
quizás sólo escucha la música, quizás sólo hace lo posible por no caer
derrumbada de sueño en el asiento. Quizás, quizás, quizás. Las baladas románticas
siguen cayendo sobre nosotros y ella ya no me dice nada, ni siquiera habla de
Lola o del velorio o del entierro. Quiero respetar su silencio y su duelo
porque cada uno sufre a su manera y mi madre debe estar sufriendo bastante. La
muerte de un amigo es la confirmación de que esto se acaba y de que se puede
acabar en cualquier momento y de que uno nunca está preparado. Quiero
abrazarte, mamá, darte besos en la frente, sostenerte entre mis brazos ahora
mismo y que caminemos así juntos por la vida, pero me temo que sólo podríamos
dar un par de pasos antes de soltarnos y tal vez caer cada uno a esta especie
de vacío que rodea nuestra respiración. Quiero hacer muchas, demasiadas cosas
que nunca haré y de las que tú nunca sabrás nada porque yo nunca diré nada
porque así somos.
Llegamos a Portoviejo a las cuatro de la
mañana, doce horas después de haber salido de Quito. Llegamos a nuestra casa,
donde crecí, donde mis padres siguen viviendo. Voy directo al que era mi cuarto
y me tumbo en la cama. Duermo. Varias horas después, cerca del mediodía, mi
madre me despierta, me dice que en la cocina hay algo para desayunar y me
pregunta si quiero ir con ella al velorio de Lola. Abro los ojos y la veo
vestida de duelo, inclinada sobre mí, cerca, tan cerca. ¿Quiero ir al velorio?,
pienso, no, no quiero ir, esas cosas me deprimen, y aunque debería hacerlo por
ella soy incapaz. Le digo que estoy muy cansado, que los velorios no son
eventos sociales, que no tengo ropa. Ella se marcha y me deja tranquilo, ni
siquiera insiste. Bajo las escaleras, voy a la cocina y me sirvo el desayuno.
Mientras como, pienso que debí acompañarla así fuera sólo por un momento, que
no todo se trata de mí, que debo hacer más cosas por la gente que me quiere.
Pero no hago nada. Sigo comiendo. Luego pongo los platos en el fregadero y les
echo un poco de agua encima para que, como dice mi madre, no se llenen de
hormigas. Es lo que hacemos: seguir viviendo, como si nada.