No siempre se puede estar al día, no
siempre se puede confiar en la cartelera y no siempre vale la pena escribir o
hablar de lo nuevo, de lo recién estrenado. A veces es mejor meterse con lo
importante, con lo urgente, con lo necesario; y esta película me parece justo
eso: necesaria. Me refiero a El ciudadano
ilustre, cinta argentina estrenada originalmente en 2016 y ahora disponible
en Netflix, una especie de medicina para reforzar los principios o al menos
para cuestionarlos, lo que ya es bastante.
Después de recibirlo, Mario Vargas Llosa
dijo que no quería que el Nobel lo convirtiera en una estatua. Se refería,
claro, a esa condición no poco enfermiza que ahoga a ciertos escritores que,
después del Nobel, no son capaces de medirse o competir con su propio pasado,
con su propia obra. Por ahí arranca esta película, con un escritor argentino
que recibe el premio Nobel como si se tratara de una maldición, un estigma perverso,
y se queda paralizado por varios años, incapaz de producir historias e incluso
de vivirlas.
Todo cambia cuando, de entre las miles de
invitaciones que recibe para participar en distintos eventos (ferias del libro,
homenajes, conferencias, charlas magistrales) escoge la más directa y humilde,
en la que le proponen una visita a su pueblo natal, un sitio pequeño y apartado
del mundo por el que no se ha asomado en más de cuarenta años. ¿Por qué
vuelve?, quizás porque a veces, para seguir adelante, para poder avanzar, uno
necesita regresar al punto de partida del que salió; o quizás porque cuando no
se sabe qué hacer ni dónde ir el único camino posible es el de vuelta a casa. Y
volver, lo sabemos, nunca es fácil.
Ahora bien, algo clave: el escritor no ha
estado en su pueblo de casas bajas y calles abandonadas durante una eternidad,
sí, pero su obra, en cambio, nunca pudo salir de ahí: pronto se establece que
sus cuentos y novelas vienen de las historias que escuchó o vio o vivió cuando
aún era, digamos, un pueblerino, y que le guste o no ese es su universo
literario (el universo literario, hay que decirlo, puede contagiarse de
realidad o salvarnos de ella, todo depende de las decisiones que se toman a la
hora de inventarlo, pero en cualquier caso es obvio que se convierte en el
lugar donde muchos creadores prefieren vivir).
Lo que sigue de ahí, la gran aventura, es
el reencuentro –sí, otra vez– con esa realidad que el escritor abandonó hace
tanto, una versión acaso extremista del realismo mágico más folklórico y
absurdo y cerrado, que el escritor mira con la agudeza que tienen los que toman
distancia, los que se alejan para ver mejor, los que no se sienten condenados a
nacer y morir en el mismo lugar, rodeados por la misma gente, haciendo las
mismas cosas. Quizá la lección más grande de El ciudadano…. sea que uno puede zafar, escapar, huir de su tierra y
hacer todo lo que haga falta para convertirse en aquello que soñó para sí
mismo.
De pronto el escritor se vuelve personaje
(¿no pasa eso siempre que se escribe?) y ubicado al centro de la trama, como
está, termina cercado por las cosas que lo empujaron a irse en primer lugar: el
pensamiento marca-base de cierta gente, la violencia-miedosa de los que le
temen a cualquier cambio, la ingenuidad-suicida de los que no pueden ver más
allá de su entorno inmediato y piensan que el mundo se acaba en los límites del
pueblo (o quizás sea mejor decir en los
límites de sus cabezas). La confrontación entre el escritor y sus paisanos es
dura, casi mortal, pero toca, es una obligación: nadie sale ileso de una
historia que quiera contar.
(El Diario Manabita)