En septiembre de 2008, ya entrada la
noche, la chica regresa de su trabajo a su casa. Prefiere caminar, el invierno
aún no ha llegado y la tranquilidad con que la gente se pasea por las calles
resulta incluso sospechosa, como si fueran parte de una coreografía
perfectamente orquestada. La chica sostiene entre sus manos una funda de papel:
pan, rebanadas de jabón y queso, leche, algunos vegetales verdes y rojos.
Aunque lo duda un poco, la chica decide que no tiene ganas de preparar nada,
así que tendrá que convencer a su chico de llamar para pedir pizza o comida
china. La chica entra a la casa gritando, ¡David!, pero sigue hasta la cocina y
deja las compras sobre una mesa. Vuelve a gritar, ¡David! Recorre la casa
mientras sigue gritando, ¡David! ¡David! ¡David! No hay respuesta: solo
silencio. La chica levanta la mirada y ve algo que no había visto ni cuando
entró a la cocina ni cuando recorrió la casa. Es él, David Foster Wallace, colgado
de una viga, ahorcado, muerto.
Alguien tenía que haberlo sabido: cuando
murió tenía 46 años y 30 de esos años los había pasado combatiendo una
depresión crónica, de esas que te paralizan y te chupan tanta energía que en un
momento no puedes ni salir de la cama para lavarte los dientes. Una vez lo vi
en el programa de entrevistas de Charlie Rose y, aunque estuvo brillante,
inteligente, vulnerable, frágil y hasta transparente, tenía la postura de
alguien que se está dejando ir. Parecía que no se hubiera bañado en por lo
menos una semana, llevaba una corbata ridícula como las que usan los niños en
las escuelas fiscales, y su clásica bandana desde la mitad de la frente hacia
atrás (ahora que lo pienso, era como ver a un gitano que viaja solo en su
propia caravana). Alguna vez escuché o leí que David Foster Wallace usaba la
bandana porque creía que su cabeza podía explotar en cualquier momento y esa
era la única manera de sostenerla en su lugar. Y su voz, como un susurro, como
un suspiro al que dan ganas de subirle el volumen, como una medicina que se
tarda en hacer efecto. Y sus ojos, caídos, perezosos, como si estuvieran hartos
de ver lo que ven todos los días.
David Foster Wallace publicó su primera
novela, La escoba del sistema,
en1987, y los críticos saltaron de sus mesas y lo aplaudieron de pie y luego se
pusieron a bailar de cabeza: su debut literario fue espléndido, uno de los más destacados
en la historia americana. Después de todo ese éxito que casi se lo lleva por
delante, David Foster Wallace empezó a escribir un nuevo libro, pero se demoró
varios años más de lo esperado por la editorial y, para calmar a sus editores,
empezó a enviarles capítulos que él creía ya listos (con una condición: que los
quemaran después de leerlos). La broma
infinita, la segunda novela de David Foster Wallace, apareció en 1996 y ahí
sí todos los críticos y todos los lectores y todos los expertos y todos los
aficionados y todos los que se jactaban de leerlo sin haberlo hecho nunca
tuvieron que arrodillarse al mismo tiempo para rezar por el alumbramiento. La broma infinita, que dicho sea de paso
tiene más de mil páginas y un número infinito de notas al pie, cayó como una bomba
para destrozar todo lo que había existido antes de ella.
David Foster Wallace se convirtió en algo
así como una celebridad alternativa. Y, tomando en cuenta el grosor de su
libro, yo diría que activó una o dos o tres o cuatro generaciones de lectores,
como, guardando las distancias, lo hizo JK Rowling con Harry Potter. Quizá por
eso, porque se cansó del exhibicionismo, se retiró a vivir en una ciudad
pequeña, a dar clases en una universidad pequeña y sin el menor prestigio. Pero
nada de esto funcionó. Se sabe que los problemas vienen con nosotros donde
vayamos, así que de poco o nada sirve perderse en un bosque encantado (los
problemas, además, se van haciendo más pequeños cuando nos acercamos a ellos,
no al revés). David Foster Wallace trató de hacerlo, de huir, de correr, de
zafar, pero al final sólo firmó de puño y letra su muerte: digamos que fue el
autor de su propio final. Alrededor de la muerte del escritor también corre
otra leyenda: podía tomar sus antidepresivos y estar feliz todo el día, acaso
sin la urgencia de escribir; o no tomarlas y volverse un poco más loco con cada
letra. Ya sabemos qué pasó.
Poco después de su muerte, como de
costumbre, empezaron a salir libros póstumos y uno de esos es El tenis como experiencia religiosa, de
poco más de cien páginas, que contiene dos crónicas que disecan el juego hasta
volverlo partículas atómicas y luego reconstruirlo en el planeta David Foster
Wallace, un lugar al que hay que volver cada tanto para no perder la costumbre.
Y hay que volver, insisto, para leer cosas como esta: …cansado de esa forma en que solo se cansan las democracias. O esto:
…esa combinación neoyorquina única de
meditación y depresión clínica, claramente infelices pero sin quejarse para
nada. O esto: Con
lo que tiene que ver en realidad es la reconciliación de los seres humanos con
el hecho de tener cuerpo. O esto: Por
razones que resultan difíciles de entender, a muchos de nosotros los códigos de
la guerra nos resultan más seguros que los del amor.
Estas son las palabras de alguien que,
antes de hacerse escritor, quiso ser tenista. Durante su niñez y adolescencia,
David Foster Wallace entrenaba como un loco, viajaba a otras ciudades y ganaba campeonatos, avanzaba y todos
en su familia esperaban verlo algún día sosteniendo una copa entre las manos,
con los brazos levantados. Pero ese día nunca llegó: David Foster Wallace decidió,
muy a conciencia, que jamás podría ser el mejor tenista del mundo, no tenía el
físico adecuado ni el empeño para cumplir con los entrenamientos, entonces, no
tenía caso. A ese pequeño giro del destino, que suele dejarnos revueltos, le
debemos que David Foster Wallace exista como escritor, y que sea el mejor, aquí
sí el campeón, para hablar de tenis como nadie lo había hecho antes y como
nadie seguramente podrá hacerlo después o mucho después.
Leí El
tenis como experiencia religiosa porque era, mal que mal, un libro de David
Foster Wallace (y uno tiene sus fetiches). Y nada, no me dieron ganas de salir
al parque a jugar tenis ni nada por el estilo, pero quedé lesionado. Algo me
pasó. ¿Podré yo, algún día, escribir sobre cualquier cosa con la obsesión que
David Foster Wallace tenía por el tenis?, ¿diseccionarlo de tal manera que cada
parte tenga vida propia?, ¿ver las cosas como las veía él, desde arriba, en
plano cenital? David Foster Wallace le da sentido y valor y significado a cada
detalle: en sus manos, todo es cuestión de vida o muerte. Y él dice que sólo hay que pensar, aprender a pensar.
(El Comercio)
2 comentarios:
muy buena la descripcion de DFW y de la calidad de sus trabajos
El suicidio esta tomando proporciones de peste
A mi me gustan mucho los libros de DFW, son lo suficientemente obsesivos como para una depresiva. Cuando vi The End of the Tour, me gustaron más todavía. Bacán encontrarme con este post. Gracias!
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