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El amor que a mí me sirve, el que me
afecta de verdad, es el que me sorprende desarmado y me atrapa y hace conmigo
lo que se le da la gana. Pasa de una, como un rayo que cae del cielo y te
revienta en la cabeza y te parte en dos o en un millón de pedazos: bastan una
sola mirada, un único suspiro abandonado en el aire, o un solo capítulo. Así, a
primera vista, con el primer acercamiento, al primer roce platónico, me enamoré
de la señora Miriam “Midge” Maisel.
La señora Maisel vive en Nueva York y en
los 1950’s, se está separando de su marido después de haber descubierto que él
la engañaba con su secretaria, por el día trabaja en un almacén de cosméticos y
por las noches hace rutinas de comedia en bares, cafés, clubs, donde sea que
pueda subirse a un escenario, aferrarse a un micrófono con las dos manos y
hablar así como habla ella, rápido, rapidísimo, como si las palabras que le
salen del corazón o del estómago no tuvieran tiempo para detenerse en su cabeza
y ser procesadas antes de salir por la boca.
El amor invade y ocupa, de pronto eres un
esclavo que presta su espalda a los latigazos y los recibe contento, con una
sonrisa babosa para cada nuevo azote. Y piensas, ¿cómo pude vivir sin ella todo
este tiempo?, ¿cómo es que todo lo que dice es lo que había querido escuchar?, ¿cómo
le digo que se quede conmigo para siempre? Y resuelves, apenas empezando a
intoxicarte, que la seguirás hasta el fin del mundo aunque en ese camino hayan
espinas y charcos de lava y cuyo destino final quizás sea el infierno que se
merecen los enamorados.
Cuando está en el escenario, la señora
Maisel habla de ella, de su vida, de su familia, de sus amigos, de su trabajo, habla
en público y muchas veces a gritos de lo que otros ocultamos porque sentimos
que nadie puede caer tan bajo como nosotros aunque sepamos, muy adentro
nuestro, que no estamos solos, que es allí, abajo, donde nos abrazamos con los
demás y podemos comprendernos todos juntos. Lo suyo no es hacer bromas ni
comentar la actualidad, es mirar la vida y aumentar con esa mirada las
posibilidades de vivirla. Lo suyo es hacer que nos demos cuenta de que también
nosotros vivimos en una no tan divina comedia y que a veces sólo hace falta
decir las cosas en voz alta para entenderlas y saber que, mal que mal, casi
siempre podemos reírnos.
Al principio, el amor llena todos los
espacios, es lo único en lo que podemos pensar, lo único que podemos sentir, lo
único que consideramos importante, y yo a la señora Maisel le abrí un espacio
en mi vida que ella abarcó enseguida y en su totalidad. Pensaba en ella todo el
día, (en rigor, pensaba en nosotros, aunque para ella yo no exista pero
nosotros sí existamos) en que llegara el momento de la noche en que ya
desconectado del mundo pudiera verla de nuevo y hasta entrada la madrugada
porque un capítulo nunca es suficiente, porque cuando haz conocido el éxtasis
no tiene sentido vivir sin él. O sin ella.
Los problemas de la señora Maisel parecen
poca cosa, los caprichos de una niña engreída, si nos ponemos a mirar. Su
familia, judía, como su familia política, tiene dinero y vive cómodamente,
rodeada de sirvientes; bien podría ella seguir dedicada a esos vestidos y a
esos sombreros y a esos guantes que la hacen ver como una esquina del paraíso, mientras
espera a que aparezca un pretendiente a su altura y, de paso, que cumpla con
las expectativas de la familia. Su vida podría ser normal y tranquila, pero esa
no es la vida que ella quiere tener porque eso, la chica linda que está sentada
esperando a que la vida le pase, no es lo que ella quiere ser: ahora que hace
comedia lo sabe, sabe que lo que verdaderamente está esperando no es eso que le
llega sino eso que sale a buscar poniendo los pechos, siempre en alto, a lo que
venga.
El amor, aún el que dura unas pocas horas
o, para ser más precisos, dos temporadas vistas en noches de pasión, va
cambiando segundo a segundo. Uno dice eso,
precisamente eso, es lo que necesito, una mujer que le inyecte vida a la vida, que
no pierda tiempo ni en la tristeza ni en el despecho, que no se moleste en
mirar atrás sino siempre hacia delante. Y después uno concluye que no podría
vivir así, por lo menos no yo, que necesito también dosis de amargura a la vena
para seguir percibiendo la felicidad. A la señora Maisel, entonces, le faltan a
veces baldazos de agua fría, pero hey, esto todavía no ha terminado, al
contrario, recién comienza. Así que hay esperanza.
La señora Maisel tiene otra casa, el
Gaslight Café, en el Greenwich Village, el primer lugar donde soltó sus
monólogos como perros rabiosos que se ríen y dejan ver la espuma entre los
dientes. Ahí conoció a Susie, una mujer a la que todo el mundo confunde con un
hombre y que ahora es su manager, la primera que vio con claridad lo que la
señora Maisel tiene adentro pero traía confundido,
y sin duda el personaje más entrañable y extraño de todos los que la rodean, su
cable a tierra (Susie vive lejos del lujo y entre las dos confluyen dos mundos
opuestos) la única capaz de hacerla seguir golpeando con la frente las puertas
que se le cierran en las narices. Juntas, la señora Maisel y Susie se abren
trecho en un oficio de hombres, en una época de hombres, en una historia en la
que los hombres toman un papel más bien secundario porque, se nota, ninguno
sabe muy bien lo que está haciendo.
¿Qué hago ahora, que he terminado las dos
temporadas y ya no tengo excusas para verla todas las noches? ¿Mirar sus fotos
en Internet y suspirar? ¿Escuchar las canciones de la serie en Spotify y
suspirar? ¿Esperar, como un tonto, que alguien como ella aparezca caminando por
mi calle y luego, decepcionado, suspirar? El vacío que te dejan ciertas personas,
ciertos personajes, no es fácil de llenar, y casi puedo sentir cómo ese vacío
va creciendo entre mis costillas a medida que trato de encontrarla a ella en
otras series, como ese borracho que busca lo que nunca encontrará cambiando de
vaso. No es lo mismo. Nunca lo será. Aquí voy a aguantar. Firme. Hasta la
próxima temporada.
La señora Miriam “Midge” Maisel, también
conocida como la actriz Rachel Brosnahan, se ha llevado, a año seguido, 2018 y
2019, el Globo de Oro como mejor actriz de comedia, aunque ese no es el premio
que deberían darle. Para ella deberían inventarse algo distinto, un galardón
que reconozca no el valor en la interpretación de un personaje, sino la
aventura impredecible de inventar una persona, una persona real, capaz de conmover, enamorar, cautivar y, claro,
quizás lo más importante: hacer que te cagues de la risa. Si yo fuera un meme,
si me tomara una selfie viendo uno de
los episodios, escribiría en la leyenda: quédate con la que te haga reír como
la señora Maisel me hace reír a mí.
(Mundo Diners)