No sé cuántas veces he visto School of Rock, pero han sido muchas: tenía
el DVD original y hubo una época en la que la veía cada vez que quería subirme
el ánimo o simplemente reírme y gozar antes
de quedarme dormido. La primera vez que la vi, me acuerdo, unos amigos y yo
hicimos guardia durante horas en un videoclub hasta que alguien llegó a
devolverla y cuando por fin la vimos quedamos extasiados: era todo lo que esperábamos,
todo lo que queríamos, y más, Linklater (guión de Mike White mediante) había
logrado componer una sólida declaración de principios, un indiscutible
argumento moral, y lo había hecho con una película cuyo reparto estaba liderado
por Jack Black y una clase de niños de diez años.
No era la cinta perfecta, todavía no lo
es, la verdad es que en varias escenas es mejor mirar hacia otro lado, hacerse
el loco, perdonarle cosas (¿cómo logra una banda de rock ensayar en un aula de
clases sin que el resto de la escuela se de cuenta?, ¿cómo llegan a tocar así
de bien con sólo tres semanas de existencia?), pero hasta el día de hoy se las
perdono porque hay un fin mayor: contar ese momento en el que escuchas rock por
primera vez y tu vida cambia para siempre porque después de eso ya no puedes
ser el mismo; contar, con niños como protagonistas, la convivencia de una
banda, cómo unas personas se acercan a otras, como aprenden a confiar en sí
mismas y en las demás, y cómo se puede enfrentar al mundo haciendo música. Stick
it to the man!
La última vez que la vi, sin embargo,
hace sólo unos días, ha sido quizás la más especial de todas. Estaba con mis
sobrinas, que tienen seis y cuatro años, que ya la habían visto una vez y
querían repetírsela (qué bella es esa época en la que uno puede ver la misma
película todos los días sin cansarse). No me queda claro cuánto de la trama
adulta o terrenal llegan a entender realmente, o cómo ven al personaje de Jack
Black más allá de, dicen ellas, un señor
muy loco, pero vaya que la cinta las hipnotiza y las emociona: para ellas,
por lo menos en este momento, en la escuela Horace Green ocurre un tipo de magia
más poderosa que la que se enseña y se practica en Hogwarts. Les gusta la parte
en que Jack Black espía a los niños en su clase de música y descubre que pueden
tocar varios instrumentos; les gusta cuando comienzan a ensayar y a cantar; les
gusta cuando se fugan de la escuela para su audición en la batalla de las
bandas. Pero lo que más les gusta es el concierto del final: entienden
perfectamente que la banda no gana el concurso pero de todas maneras es la que
triunfa, como Rocky Balboa al final de su primera pelea por el campeonato
mundial. Cuando la banda está a punto de subir al escenario ellas empiezan a
aplaudir y a gritar, primero, ¡van a tocar, van a tocar, van a tocar!, y
segundo, ¡escuela de rock, escuela de rock, escuela de rock! Yo, que me puse a
gritar y a aplaudir con ellas, estaba también al borde del llanto, por la
emoción, porque verlas conmocionadas como estaban me convenció de que estábamos
unidos, hermanados por una misma causa, y ese es el tamaño de mi esperanza.
Después de ver la película y comer fideos
con salsa de tomate, la mayor de mis sobrinas me preguntó cuál era la historia
del rock and roll (lo dijo así: rock and roll) y le mostré videos de Chuck
Berry y Elvis Presley. El interés no le duró mucho (culpa mía) y tras un par de
canciones que, me dijo, le gustaron, me pidió que le pusiera episodios de la más
que odiosa Miraculous, algo que
simplemente no puedo compartir con ella, pero en lo que la complací de todos
modos. Lo que importa es que la raíz ya está sembrada, que los valores empiezan
a revolver el torrente sanguíneo, que las niñas ya saben quiénes son los buenos
en esta lucha y cuáles son sus armas, que el poder de una historia poderosa les
muestra el camino.