(todo lo que es el prólogo)
Había una vez. No. Sorry. Va de nuevo.
Había una voz. Y era la mía.
Había una voz. Suena bien, seguro lo escuché en algún lado. Un escritor copia, un artista roba. Nadie me considera un artista, es cierto, pero confieso que he robado.
También podría decir: Había una vez un blog y, en ese blog, una voz. Pero es muy temprano para eso, el blog todavía existe: 629 entradas desde febrero del 2008 hasta la fecha; it ain’t nothing, como dicen. Si de verdad quieren saberlo, este libro es producto de ese blog: sí, un blog, esas cosas ahora vintage que parecían más el futuro que el presente y hasta eran concurridos pero hoy se ven, al menos de lejos, como objetos coleccionables sin coleccionistas, objetos inanimados que uno mira sólo cuando mira hacia atrás. (¿Les pasa lo mismo a los libros?, ¿le pasará lo mismo a este?)
El blog en el que había una voz fue originalmente un producto de diario El Comercio. Ahora que lo pienso, quizás una réplica de los blogs (literarios en su mayoría) que incorporó El País de España a su web bajo el nombre clave ElBoomeran(g). Éramos jóvenes y bellos y techno. Pero, lo sigue cantando El Príncipe de la Canción: hasta la belleza cansa.
Ahora suena raro y parece mentira, pero me pagaban por bloggear. No mucho, pero, hey, no a todo el mundo le pagaban por bloggear. Mi compromiso era postear dos veces por semana, cada lunes, cada jueves, y repartía los temas entre libros, películas y discos. Era un trabajo sucio -hablar bien de mis héroes hasta cuando no se lo merecían y despellejar a mis enemigos naturales- pero honrado y, sí, alguien tenía que hacerlo. Alguien con tiempo y data y algo de soledad entre las manos: Rob Fleming, el dueño de Championship Vinyl (que vendía vinilos bastante antes de que comprar vinilos fuera tan políticamente correcto como adoptar gatos), hubiese sido un buen blogger, por ejemplo; le sobran el conocimiento, las opiniones, y sabe que no siempre se trata de sorprender sino de mirar otra vez donde todos han mirado ya y amplificar el horizonte.
Fui un blogger asalariado por un par de años y cobraba una vez cada seis meses para que el cheque tuviera razón de ser. Escribí entradas en trenes y en aviones; en hoteles y en casas de mujeres a las que no volví a ver; en librerías y en cines; en Quito, en Guayaquil, en Portoviejo, en Ámsterdam, en Buenos Aires, en Nueva York, en Panamá, en la Luna; en mis cinco sentidos y también a control remoto, totalmente intoxicado; escribí sobre mis amigos y, los que aún me quedan, han adoptado la sana costumbre de soltar una advertencia antes de contarme chismes que podrían incriminarlos, “mira conchatumadre, te voy a contar algo, pero júrame que no lo vas a escribir”; escribí sobre un par de amigas y, las que todavía me hablan, me dicen cosas como “cuando escribas esto di que tengo el pelo rojo, siempre he querido ser pelirroja, pero pelirroja natural, con pecas, ¿ya?”; escribí con confianza en lo que escribía, con fe en lo que escribía, odiando lo que escribía, seguro de que más que un ladrón era un estafador, un farsante, un mentiroso. Escribí para que me quieran por interno y para poder odiar en público. Y así me di cuenta de que uno sólo puede escribir lo que termina escribiendo y que el reflejo que te devuelve la pantalla puede ser lo mismo el retrato hablado de un criminal que un corazón de peluche o las muelas de un cadáver del que no queda otro rastro.
Pero escribí. Eso es lo que cuenta, ¿no? Seguí escribiendo cuando me dijeron que los blogs habían pasado de moda y que ya nadie pagaba por mantenerlos. Escribí cuando la gente me dijo que no abandonara el blog y escribí cuando la gente lo abandonó y las entradas, los posts, eran mensajes en botellas que no podían flotar ni llegarle a nadie porque el océano a mi alrededor se había vaciado y yo mismo estaba hueco.
Escribí, incluso, cuando me preguntaban, “¿sigues escribiendo?”, “¿en el blog?”, y acto seguido me decían “ya no te leo”, que es como decir ya no ocupas ni un desvío de mis pensamientos o ya no tengo tiempo para ti o te hubiera ido mejor si te morías joven. (Nunca he intentado suicidarme, pero varios doctores me han dicho, varias veces, “Tiene suerte de estar vivo.” Más de eso en el próximo libro).
Y, me queda claro, seguí subiendo cosas al blog porque así, de una forma solitaria y silenciosa, organizando un archivo para nadie, me quedaba la esperanza humilde de ser un escritor, uno de esos a los que se los aplaude con una sola mano.
El blog fue y será siempre una isla rodeada y sostenida por aguas internacionales, sin reglas, sin castigos, sin asambleístas, sin constituyentes, un cuarto de juegos donde nadie puede perder porque a nadie le interesa ganar.
Y escribí cuando empezó el estado de excepción, el 17 marzo del 2020, cuando se suponía que el CV19 sería temporal, pasajero, cosa de dos semanas.
Quería escribir un diario unplugged, para adentro, tranqui, sobre las aventuras de un personaje/narrador que enfrenta el aislamiento y descubre, contra todo pronóstico, que se aguanta a sí mismo y que, a veces, en los días buenos y antidepresivos y ansiolíticos mediante, hasta se cae bien y disfruta de su propia compañía. Una especie, creo, de manual de supervivencia (¿cómo ser cómplice de uno mismo?) y entretenimiento para los que viven solos y se inclinan por la misantropía. Iba a ser sobre mí y para mí y para #gentecomouno.
¿En qué estaba pensando?
La realidad siempre se encarga de corregir nuestros planes.
Al principio parecía una broma, casi un feriado, pero la broma se estiró hasta el absurdo y luego hasta el horror y de seguirse estirando podría cubrir el cielo y que nos trague la noche. El 2020 (habrá libros y películas con ese título; tatuajes, canciones y, obvio, una generación entera que expiró en esa cifra) ha durado tanto que es mejor publicar ahora y no esperar a que se termine y callar para siempre.
El encierro, la curva pronunciada y ascendente, el miedo a los otros, la falta de comida, el aumento en el consumo de drogas, los negocios cerrados, los empleados despedidos, los emprendimientos gansteriles, los artistas sin público, los que ya nunca volvieron a la vida que tenían ni a ninguna otra, la sangre agria de una raza política cuya única oportunidad de redención es el suicidio colectivo, los cuerpos abandonados en las calles, cubiertos por sábanas floreadas, fritos por el sol y coronados por moscas como drones.
Este diario tiene un orden cronológico, sí, pero no una secuencia lineal donde un capítulo se conecta con otro como en una serie de Netflix. Cada cartílago, cada día, puede leerse como una criatura independiente, alimentada por emociones distintas: las llamas de la realidad, la tormenta de la ficción. Lo que pude registrar no fue plano sino cúbico: un día veía una nariz, otro día veía una oreja; un día decía ya, tocamos fondo, de aquí sólo se puede ir para arriba, y no, nada que ver. Seguimos cayendo con los ojos cerrados. Seguimos despertando con los ojos abiertos. Seguimos como si nada. Seguimos como si todo.
Capto que darle continuidad a esos días fue imposible, que el caos era el único camino para entender lo que no tiene sentido.
Y que cuando estás acorralado aprietas bien las muelas y lanzas golpes y que algunos de esos golpes aterrizan en tu cara.
Este es el comienzo de una historia. Así, como fue: en pedazos.
Agradecimientos
(este libro no hubiese existido sin)
La Conce & El Ing. Chispo • El Arq. Familia • Faidu • El Monstruo & La Íntima • MoniQ & Jerry • El Patrón • El Doctor • Doggy Dogg • Primavera 0 • Revista Mundo Diners
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Y todos los que han leído/compartido el blog incluso cuando no era lo correcto ni, mucho menos, lo más conveniente.
Infielmente suyo,
@pescadoandrade