2.25.2021

A la salud de Gary Oldman




Parece que me he convertido, 
más y más, 
en una rata atrapada en una trampa que yo mismo construí, 
una trampa que reparo cada vez que existe el peligro de que me pueda escapar. 
- Herman Mankiewicz - 

La única esperanza es el próximo trago. 
- Malcolm Lowry - 

El borracho es sagrado. 
- Carlos Julio Arosemena Monroy - 



¿Sorprendió a alguien que a principios del 2020 Joaquin Phoenix ganara el Óscar a mejor actor por Joker? No, para nada. Si me apuran, el premio estaba anunciado y entregado y la ceremonia fue una mera formalidad. Una vez más, la Academia no decepcionó en su costumbre de no sorprender. A Phoenix ya le habían dado, además y entre varios otros de menor calibre, el Bafta y el Globo de Oro por el mismo papel, así que más que una premiación lo que pasó aquella noche en Los Ángeles, California, fue una confirmación de la tendencia. 

Joker engañó a muchos. Con ese cuento de que Phoenix estaría literalmente al frente y de que este legendario y asesino y psicópata y sádico y amoral personaje de cómics sería tratado como un personaje del Scorsese setentero (hay que ver The King of Comedy), logró venderse como una cinta de cine arte que, casi por casualidad y sin intención, tenía al centro del relato un cartucho de dinamita más bien relacionado con las franquicias de superhéroes, esas películas que el mismo Scorsese se niega a reconocer como cine y a las que compara con parques de diversiones temáticos onda Disney o Universal Studios. 

Y no, Joker no es cine arte disfrazado de película de superhéroes sino justamente lo contrario y le hubiese ido bastante mejor, creo, si nos mostraba directamente el gato y no la liebre. Pero algo es cierto: supo medir la temperatura social, enfocar eso que flotaba en el ambiente pero no se veía y capturar la magnitud de un momento antes de que sucediera: el caos estaba por venir y la película lo anunció. Se estrenó en 2019 y por lo menos en Latinoamérica sirvió de prólogo (y, quién sabe, capaz también de inspiración para más de uno) de las violentas manifestaciones que enfrentaron a los ciudadanos y al poder del Estado en varias de nuestras capitales: Santiago, Bogotá, Quito. 

Muchos estuvieron de acuerdo, habían sido maltratados y pisoteados y presionados y bulleados por demasiado tiempo y por gente que estaba muy pero muy arriba, así que, como en Joker, salieron a quemarlo todo buscando no se sabe si justicia o venganza o simplemente ser vistos y escuchados aunque terminaran sin ojos o sin pulso. 

Ahora bien, dicho esto, ¿hacía falta que el esqueleto de Joaquin Phoenix se contorsionara como la boa amaestrada que sale de la canasta hasta cuando nadie está tocando la flauta?; ¿hacía falta que se compadeciera tanto de sí mismo y terminara causando aversión, aburrimiento y no empatía?; ¿hacía falta, y esto es clave, que Phoenix dejara de ser el gran actor que es para convertirse en un exhibicionista y mercader de muecas? No. Hubiese sido mejor que actúe. Es decir, hubiese sido tanto mejor que no nos diésemos cuenta de que estaba actuando. Como hacen los profesionales apasionados por el oficio y no por el reconocimiento. Como Gary Oldman en Mank, por ejemplo. 

De lo que pude ver en 2019, que no fue poco, quien realmente me deslumbró fue Matthew McConaughey en la épica e inolvidable The Beach Bum, escrita y dirigida por esa especie de genio que es y sigue siendo el casi-cincuentón-pero-siempre-joven Harmony Korine. McConaughey hizo el papel principal, le dio carne al poeta Moondog, que anda por los Cabos de la Florida con un grifo en una mano y una lata de cerveza en la otra recitando su poema más recordado, su gran éxito, su clásico, el que las multitudes no han logrado olvidar quizás porque él, al comienzo de la cinta, lleva varios años sin escribir nada nuevo:

Dormí en una cama en La Habana 
Pensando en ti 
Hace un momento, orinando 
Bajé la mirada y miré mi pene con cariño 
Saber que ha estado dentro de ti 
Dos veces hoy 
Me hace sentir un hombre hermoso 

En The Beach Bum uno no sabe dónde acaba McConaughey y dónde empieza Moondog y a ratos parecería que no se trata de una ficción desquiciada sino de un documental que se desquicia. En The Beach Bum dan ganas de fumarse más de un grifo y tomarse más de una cerveza con el poeta porque todo se siente genuino, verdadero (incluso y sobre todo lo absurdo); y lo verdadero conecta y perdura. En The Beach Bum Matthew McConaughey entra al salón de la fama de los grandes borrachos de Hollywood, compartiendo barra y hielos y tarima con gente tan querida como Don Birnam (Ray Milland en The Lost Weekend, 1945), Kristen Arnesen Clay (Lee Remick en Days of Wine and Roses, 1962), Geoffrey Firmin (Albert Finney en Under the Volcano, 1984), Henry (Mickey Rourke en Barfly, 1987), Ben Sanderson (Nicolas Cage en Leaving Las Vegas, 1995) y Hank Chinaski (Matt Dillon en Factotum, 2005). El mismo salón de la fama al que entró, sin que hiciera falta comprar votos porque el fenómeno era tan innegable como irreversible, Gary Oldman a finales del 2020, cuando se encargó del rol principal en Mank. 

De ahora en adelante y hasta siempre brindaremos también por y con Herman Mankiewicz, el guionista nacido en la ciudad de Nueva York, hijo de inmigrantes judíos llegados de Alemania, que en 1941, cuando tenía 44 intoxicados años, escribió el guión de la que es para muchos y hasta el día de hoy la mejor película jamás filmada: Citizen Kane. 

Leí en un artículo de Página 12 que lo todo cerebral de Mank hace extrañar lo todo corazón de Ed Wood, la cinta que le dedicó Tim Burton al “peor director de la historia” en 1994 (y en la que, dicho sea de paso, también aparece como personaje Orson Welles). Discrepo. Gary Oldman es todo corazón y todo barriga y todo whisky y martinis y todo elocuencia sentimental e ideológica justo antes de vomitar por haber bebido, otra vez, uno o veinte tragos de más. 

Habría que pensar, entonces, qué hace de un borracho un gran borracho. Qué lo hace entrañable, categórico, capitular, capaz de llenar la pantalla y conmover o hacer reír o hacer llorar simplemente empinando el codo, llevándose el vaso a la boca, mirando con esos ojos cristalinos su reflejo en un espejo o en un río, durmiéndose en un sitio y despertando en otro luego de haber levantado en el aire uno de esos monólogos que en Mank sobran y son, suelen ser, la razón por la que las mejores películas sobre alcohólicos, las más emocionantes por quijotescas y libres de toda culpa (los personajes principales no se dan golpes de pecho buscando perdón y redención sino un billete para comprar otra botella), no alejan a nadie de las bebidas espirituosas sino que se encargan de abrir las venas, las gargantas, los corazones, liberar los sentimientos y así hasta que alguien pregunta, ¿Quieres un trago?, y otro alguien que ha estado esperando esa pregunta con la misma reserva de esperanza que tienen las mujeres de los marineros que no volverán responde, aliviado, ilusionado, seguro de que los dioses han escuchado sus plegarias y están a disposición de sus caprichos: Claro, si no es mucha molestia. O responde: ¿Por qué no? O responde: Sólo si me acompañas. O, como le dijo Charly García a Palito Ortega cuando éste último logró que sacaran al primero de una clínica de rehabilitación y lo dejaran llevar un tratamiento ambulatorio en su hacienda: Dame un whisky. 

Sigamos. Dicen que sólo hay dos cosas que pueden arruinar la vida de un hombre: no conseguir lo que quiere, y conseguir lo que quiere. A Herman “Mank” Mankiewicz le sucedieron ambas. Fue guionista de planta en la Paramount Pictures y llegó a ser el jefe del departamento de escritores cuando apenas pasaba de los treinta años, haciéndose espacio entre los trabajadores mejor pagados de la industria en su época de oro; ganó un Óscar por Citizen Kane y fue nominado a otro por The Pride of the Yankees, la historia del beisbolista Lou Gehrig, protagonizada por Gary Cooper; pero su carrera llegó hasta ahí, los siguientes once años de su vida los dedicó a terminar de beber lo que ya venía bebiendo desde hace un buen rato, y quién podría culparlo. Murió a los cincuenta y cinco años de envenenamiento urémico o, como se dice en el mundo de la farándula, complicaciones derivadas de su alcoholismo. 

Me despidieron cuando había conseguido el balance perfecto: yo no quería trabajar con la mitad de los productores del estudio y la otra mitad no quería trabajar conmigo, dice el Mank con cara y cuerpo de Gary Oldman. El guión, escrito por Jack Fincher, padre del director, David Fincher, está a la altura de esos otros guiones sobre esos otros escritores borrachos que se llenan la boca con licor pero también con discursos tan memorables como inoportunos e incómodos, dejando caer entre uno y otro alguna frase para el bronce. 

El balance, hay que decirlo, es un tema importantísimo; tanto en el cine como en las borracheras. 

Habiendo trabajado en más borracheras que películas, puedo decir con toda tranquilidad que Mank es uno de los nuestros, el tipo de bebedor que consigue la dosis justa para pararse en la cima del mundo, para montarlo, para domarlo, para hacerlo cambiar de rumbo; y no contento con eso y siempre coherente consigo mismo y constante en la ley universal que dicta que nada es demasiado y todo es muy poco, luego toma ese trago de más y cae desde lo más alto sólo para tener tiempo de disfrutar el vuelo y contemplar su propia caída. 

Todo esto gracias a Gary Oldman, que se llevó un Óscar en 2018 por su versión de Winston Churchill, otro caballero de buen beber, que no trata de parecer Mank sino que consigue ser Mank, y que ahora se para frente a la cámara, tambaleando como todos los gigantes, y nos deja saber que Mank tiene que beber porque de otra forma los pensamientos que se persiguen unos a otros dentro de su cabeza no podrían sentarse y conversar, que tiene que beber porque sólo así se pueden encontrar la poesía y la lucidez en algo que casi puede llamarse armonía, y que tiene que beber para poder parar un rato, mirar el mundo, y contarnos cómo es.


@pescadoandrade / @mundodiners 



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