Hubo una época de mi vida en la que escuché mucho jazz. Empezó, como tantas otras cosas, la primera vez que leí El Perseguidor, ese cuento de Cortázar en el que Charlie Parker se llama Jhonny Carter y le dice a Miles Davis: eso ya lo toqué mañana. Durante esa época quise ser muchas cosas: baterista de jazz, crítico de jazz, biógrafo de algún jazzero-junky vagabundo y fracasado y hasta dueño de un bar en el que se tocara jazz y nada más que jazz. Aunque tomé varias lecciones con un baterista brasileño que vive en Nueva York, es ciego y se llama Vanderlei Pereira (líder del grupo de Brazilian Jazz Blindfold Test), el rock fue más fuerte y se impuso. Sin embargo, hay una ciudad que he querido conocer desde entonces y en la que aterricé hace tres días: New Orleans.
Después de una escala de varias horas en el inmenso y cada vez más mall aeropuerto de Miami, que dicho sea de paso me sirvió para adquirir Esta Es Mi Vida, la autobiografía de José José (donde, se supone, cuenta su temprano estrellato, sus problemas con el alcohol y las brujerías que le echó encima su ex esposa) y empezar a leer Juliet, Naked, la nueva novela de Nick Hornby (de la que ya hablaremos), llegué al Louis Armstrong, New Orleans International Airport. Empezamos bien, me dije. Luego, durante el camino hacia a la ciudad propiamente dicha, miré esa parte de Estados Unidos que se repite sin cesar entre ciudad y ciudad: bloques gigantes y fríos al lado del camino en los que brillan las letras de Wal Mart, se promocionan todos los All You Can Eat del mundo y se estacionan los trailers en los que viven los personajes de los cuentos de Carver, las canciones de Bruce Springsteen y alguna estrella olvidada de la lucha libre tipo Randy “The Ram” Robinson. Born in the USA, pensé, everything is a copy, of a copy, of a copy, como cuando tienes insomnio y no puedes sacártelo a golpes. Por un momento temí que NOLA (New Orleans, Louisiana) fuera otra de esas ciudades gringas de las cuales la gente sale corriendo hacia New York o Los Ángeles. Pero no. No podía ser. Y no lo es.
El downtown de New Orleans, también conocido como el French Quarter, es el gran set de una película de principios del siglo XX. Casas grandes y antiguas. Balcones, muchos balcones, todos hermosos. Ventiladores de hélice. Barcos a vapor navegando el ancho Mississippi. Uno va caminando y casi espera que alguien grite ¡corte! y lleguen un grupo de tipos malhumorados y apestosos a tabaco para desmontar la escenografía y cambiarla, no sé, por los anillos de Saturno, por ejemplo. Pero no. NOLA es de verdad y aunque hace frío está llena de gente y los músicos de jazz (de ese que abre las películas de Woody Allen) están soplando en cada esquina y los pintores venden sus retratos de Jhonny Cash en la Plaza De Armas y los bluseros tocan su propia versión de Purple Rain con solo de trompeta y las bandas de rock ochentero que no superaron Van Halen abundan y las calles huelen a mariscos y los gitanos quieren leerte la mano y como acá son gente civilizada está permitido tomar en la calle y venden tragos to go y en los almacenes venden libros que hablan del huracán Katrina y Tabasco de varios colores y muñecos Voodoo que vienen con manual incluido para que la maldad no te salga mal o, en todo caso, no caiga sobre la persona equivocada. Me pregunto si la ex de José José pasó por aquí antes de destrozarle la vida al hombre que la llenó de dinero y no le pidió nada a cambio más que le hablara mientras vomitaba. Sea como sea, he vuelto a escuchar jazz y CB se muda a NOLA por unos días y la programación que vendrá será más bien una bitácora de viaje. Welcome to New Orleans.
Ps, si alguien tiene alguna recomendación, onda dónde comprar libros y cosas que nos gustan, por favor escríbala a manera de comentario. Muchas gracias. Atte. La Gerencia.