De un tiempo acá, cuando la gente me pregunta dónde vivo, guardo silencio por unos segundos. Antes respondía de inmediato: vivo en Quito. Ahora mi cuarto está en mi maleta. Ahora respondo mira, mis cosas (mi ropa, mis juguetes, mis libros) están en Quito, pero soy itinerante, así que mejor mándame un mail y partimos desde ahí.
Curioso, siempre he relacionado el bienestar con viajar, con el movimiento constante y sonante. De niño me fijé en que la gente a la que le va bien en la vida viaja mucho y bien mientras que el resto viaja mal y nunca. Así era, por lo menos en mis tiempos. Pero las cosas han cambiado y he descubierto que viajar bien no es recorrer miles de kilómetros a miles de pies de altura en clase ejecutiva sino dejar un poco de carne en cada sitio y traerse un poco de tierra.
Hace unos días volví a Quito y ahora digo que estoy en casa, en mí casa. Raro porque en la capital siempre me he creído extranjero. La sensación térmica que tengo en Quito es la misma que tenía hace diez años, cuando llegué para quedarme: ok, vivo aquí, pero no soy de aquí, mejor así, mejor guardar cierta distancia y caminar mirando hacia atrás antes de mirar hacia adelante. Alerta, 11/24-7.
Me llaman, me dicen ya regresaste, ¿qué hacemos? Y la verdad es que yo no quiero hacer nada que involucre salir de mi casa o, mejor aún, salir de mi cuarto. Quiero ponerme al día con mis amigos, quiero comer shao mai en el súper chino de la 6 de diciembre y Foch, quiero ver Iron Man 2, pero, sobre todo, quiero estar encerrado en casa, no contestar el teléfono, andar en pijama y caminar en medias. La onda no es The Lost Weekend ni Last Days, no ando buscando la botella que escondí en la pantalla de la lámpara ni jugando con un arma vestido de mujer. No. La onda es poblar por completo mi república privada, ejercer mis pasiones en mi patria altiva i soberana, que no, no es de todos, es mía, sólo mía.
Estos días, en los que me la he pasado de un metro cuadrado al otro, he sido inmensamente libre. Solo el poder almorzar sin tener en cuenta los horarios o los antojos de los otros me resulta un alivio y un placer. Aquí, en mi planeta, los estrenos de la cartelera se multiplican a diario y las funciones empatan perfecto con mis obligaciones. Acá se puede leer a cualquier hora, leer hasta que el cuerpo aguante, incluso se permite reducir las actividades a una ocupación absoluta: leer. Y también se puede escuchar diez veces seguidas el In The Aeroplane Over The Sea de Neutral Milk Hotel, diez veces, todo lo demás sería una pérdida de tiempo y lo que hacemos en este país es ganarle tiempo al tiempo, vivir en un punto inmóvil (pero ni muerto) que no es el futuro ni el pasado sino la sala de espera.
¿Se podrá vivir siempre así? Obvio que no. El mundo está diseñado de una forma distinta y, además, uno tiene que trabajar y por más escritor que se quiera ser no siempre se puede trabajar desde casa. Por eso, cada minuto cuenta, cada segundo vale. El camino está a la vuelta de la esquina y las ganas de volver al ruedo y dormir en camas ajenas bajo techos ajenos pronto serán insoportables y habrá que atenderlas. Mientras tanto, me guardo. Es importante estar online con el universo, pero más importante es saber cuándo desconectarse.
4.29.2010
Casa
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3 comentarios:
Me gusta esa onda indie que no la tenías cuando escribías por El Comercio. Dale! Más crónicas personales!
A,
gracias x tu comentario. estas "historias" irán apareciendo orgánicamente, a medida en q sucedan. no todas serán publicadas, pero espero q tampoco sean pocas las q vean la luz virtual.
saludes
q bueno es poder sentir que otros sienten lo mismo, y encuentran las palabras adecuadas para hacerlo!
bacan!
io
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