Hay escritores que tienen el alma como una carreta de mudanza. Siempre hay algo atado, algo que se cae, algo que se rompe… y un negro soez encima de todo.
Durante diez años viví emancipado del sentido de la propiedad, de la profesión, de la familia, del domicilio y viajé por el mundo con una maleta llena de libros, una máquina de escribir y un tocadiscos portátil. Pero era vulnerable y cedí a sortilegios tan antiguos como la mujer, el hogar, el trabajo, los bienes. Es así que eché raíces, elegí un lugar, lo ocupé y empecé a poblarlo de objetos y presencias. Primero alguien a quien querer, luego algo que este ser quisiera, después la utilería del caso: una cama, una silla, un cuadro, un hijo. Pero era solo el comienzo, pues todos fuimos recolectores, nos volvemos coleccionistas y acabamos siendo un eslabón más en la cadena infinita de los consumidores. De modo que estando ya usado, gastado para el disfrute, uno se ve circunscrito por las cosas. Libros que no se quiere leer, discos que no se tiene el tiempo de escuchar, cuadros que no se apetece mirar, vinos que hace daño beber, cigarros que tenemos prohibido fumar, mujeres a las que se carece de la fuerza de amar, recuerdos sin ánimo de consultar, amigos a quienes no hay nada que preguntar, y experiencias que no hay forma de aprovechar. Lo tardío, lo superfluo, lo antiguamente codiciado, se amontona en torno nuestro, se organiza en lo que podría llamarse una casa, pero cuando ya estamos despidiéndonos de todo, pues esta vida acumulativa termina por edificarse en el umbral de nuestra muerte.
A veces tengo la impresión de que mi gato quiere comunicarme un mensaje. La obstinación con que me observa, me sigue, se me acerca, se frota contra mí, me maúlla, va más allá que el simple testimonio de sumisión de un animal doméstico. Advierto en su mirada inteligencia, prisa, ansiedad. Pero nada podré recibir de él, aparte de estas señas enigmáticas. Entre él y yo no hay siglos sino centenares de siglos de evolución y somos tan diferentes como una piedra de una manzana. Él, a pesar de vivir en nuestra época, sigue derivando en el mundo arcaico del instinto y nadie podrá comprenderlo sino los de su especie. Tendrán que transcurrir aún centenares de siglos para que la distancia que nos separa tal vez se acorte y pueda al fin entender lo que me dice, lo que seguramente no pase de un lugar común: hay una mosca, hace calor, acaríciame. Como cualquier ser humano, en suma.
- Ven con nosotros -le dicen sus amigos-. La noche está espléndida, las calles tranquilas. Tenemos entrada para el cine y hasta hemos reservado mesa en un restaurante.
- ¡Ah, no! –protesta Luder-. Yo solo salgo cuando hay un grado, aunque sea mínimo, de incertidumbre.