Hizo todo mal. Tomó la línea verde cuando debió haber tomado la línea roja. Bajó en la calle Canal cuando debió haber bajado en la estación de la calle Houston. Llegó tarde a la función y tuvo que comprar una entrada para la siguiente: dos horas después. Dos horas, pensó al salir del Film Forum. Dos horas consigo mismo. Dos horas solo. Dos horas más pensando en cosas que nunca ha podido hacer porque en su cerebro, desde hace un buen rato, sólo entra un pensamiento a la vez y ese pensamiento no le deja ni tiempo ni neuronas ni tripas para pensar en otra cosa.
Caminó por la Sexta Avenida sin rumbo y fue justo ahí cuando se dio cuenta: su vida tampoco tenía rumbo, era un camino de tierra, mal iluminado y lleno de monte que no prometía nada al final. Hacía frío, pero él estaba hirviendo. El peso de la ropa, el suéter y la bufanda y la chaqueta y el gorro y los guantes y los pantalones y los zapatos, lo hacía caminar cada vez más lento, como si la gravedad, en él, actuara con mayor intensidad que en el resto de gente en Nueva York. Se detuvo. No pudo más. Ni siquiera pudo derrumbarse. Se quedó quieto como una escultura de hielo que se derrite de adentro hacia afuera.
What’s wrong?, le preguntó un policía. What’s right?, le preguntó él. You lost? Definitely. Need any help?, what ya lookin’ for? That’s the question, isn’t it? El policía ladeó la cabeza, dio un paso hacia atrás y le preguntó, You ok? Just fine, dijo, y volvió a caminar. You know what they say: it’s all good.
Llegó temprano. Las luces de la sala aún estaban prendidas. Justo detrás de él, como si le estuviera hablando al oído, un tipo cool le decía a una chica que en la sala de su casa, en Brooklyn, veía películas en la pared usando un proyector. You should come sometime, it’s awesome, le decía, we play video games too. Oh, I love video games!, respondió ella con acento europeo. I’ll go, for sure. Las luces se apagaron, él apagó el iPod en el que jugaba la quinta o sexta o quizá decimo octava partida de solitario del día. Las voces en la fila de atrás desaparecieron en la oscuridad y él pensó que todos estaban vivos, menos él.
Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg están sentados sobre las sábanas blancas de una cama que apenas y entra en el cuarto. Afuera está París, pero eso a ellos no les importa nada. ¿Por qué habría de importarles?, además. Seberg es preciosa, tiene el pelo corto, una camiseta a rayas sin mangas y un calzón que, a veces, parece un pañal, pero funciona. Belmondo es feo, necesita una cara más grande para tanta nariz y tanta boca, pero tiene actitud, esa mirada que tienen los que saben que morirán al final de la película. Seberg le pregunta a Belmondo si sabe quién es Faulkner. No sabe y, a menos que se trate de alguien que se ha acostado con ella, le da exactamente lo mismo quién sea Faulkner. Seberg tiene un libro entre las manos y empieza a leer sin que nadie se lo pida, “Between grief and nothing, I’ll take grief”.
Él tiene ganas de llorar. I’ll take grief, repite en voz baja, desde la butaca hacia la pantalla. El peso que sentía en el pecho empieza a derretirse. Ese ardor que lo hacía pensar en su corazón friéndose sobre un sartén empieza a bajar como si alguien en la cocina del infierno hubiese apagado la llama. Y se queda sin aliento. Por lo menos hoy, se salvó.
Caminó por la Sexta Avenida sin rumbo y fue justo ahí cuando se dio cuenta: su vida tampoco tenía rumbo, era un camino de tierra, mal iluminado y lleno de monte que no prometía nada al final. Hacía frío, pero él estaba hirviendo. El peso de la ropa, el suéter y la bufanda y la chaqueta y el gorro y los guantes y los pantalones y los zapatos, lo hacía caminar cada vez más lento, como si la gravedad, en él, actuara con mayor intensidad que en el resto de gente en Nueva York. Se detuvo. No pudo más. Ni siquiera pudo derrumbarse. Se quedó quieto como una escultura de hielo que se derrite de adentro hacia afuera.
What’s wrong?, le preguntó un policía. What’s right?, le preguntó él. You lost? Definitely. Need any help?, what ya lookin’ for? That’s the question, isn’t it? El policía ladeó la cabeza, dio un paso hacia atrás y le preguntó, You ok? Just fine, dijo, y volvió a caminar. You know what they say: it’s all good.
Llegó temprano. Las luces de la sala aún estaban prendidas. Justo detrás de él, como si le estuviera hablando al oído, un tipo cool le decía a una chica que en la sala de su casa, en Brooklyn, veía películas en la pared usando un proyector. You should come sometime, it’s awesome, le decía, we play video games too. Oh, I love video games!, respondió ella con acento europeo. I’ll go, for sure. Las luces se apagaron, él apagó el iPod en el que jugaba la quinta o sexta o quizá decimo octava partida de solitario del día. Las voces en la fila de atrás desaparecieron en la oscuridad y él pensó que todos estaban vivos, menos él.
Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg están sentados sobre las sábanas blancas de una cama que apenas y entra en el cuarto. Afuera está París, pero eso a ellos no les importa nada. ¿Por qué habría de importarles?, además. Seberg es preciosa, tiene el pelo corto, una camiseta a rayas sin mangas y un calzón que, a veces, parece un pañal, pero funciona. Belmondo es feo, necesita una cara más grande para tanta nariz y tanta boca, pero tiene actitud, esa mirada que tienen los que saben que morirán al final de la película. Seberg le pregunta a Belmondo si sabe quién es Faulkner. No sabe y, a menos que se trate de alguien que se ha acostado con ella, le da exactamente lo mismo quién sea Faulkner. Seberg tiene un libro entre las manos y empieza a leer sin que nadie se lo pida, “Between grief and nothing, I’ll take grief”.
Él tiene ganas de llorar. I’ll take grief, repite en voz baja, desde la butaca hacia la pantalla. El peso que sentía en el pecho empieza a derretirse. Ese ardor que lo hacía pensar en su corazón friéndose sobre un sartén empieza a bajar como si alguien en la cocina del infierno hubiese apagado la llama. Y se queda sin aliento. Por lo menos hoy, se salvó.