Santa suerte, la cuarta novela del colombiano Jorge Franco, es una novela-bolero. Está cargada de sentimentalismo, de lágrimas, de amores extraños que ya pasaron o que nunca fueron, o que pagaron mal y destrozaron todo lo que encontraron a su paso, condenando a los sobrevivientes a dormir bajo las ruinas. El dolor también puede ser una razón de vivir. El dolor puede ser placer.
Si se la pone al lado de Melodrama, su novela anterior y dicho sea de paso su mejor novela hasta la fecha, Santa Suerte parecería algo menor. Pero tampoco tanto. Franco continúa dando vueltas dentro de su elemento, las historias de mujeres y el montaje no-lineal que primero muestra la bala y luego el dedo que apretó el gatillo. Como en Rosario Tijeras y Paraíso Travel, en Santa suerte son las mujeres las que viven mientras los hombres viven para contar lo que hacen las mujeres.
En Santa suerte cada personaje tuerce su destino aún cuando trata de enderezarlo. Si es verdad eso de que cada quien hace su suerte como el Dos Caras de Batman, las hermanas Jennifer, Leticia y Amanda, protagonistas indiscutibles de la novela, tomaron todas las decisiones equivocadas. La primera trata de mejorar su vida de todas las formas posibles, haciendo trampa cuando hace falta y diciendo la verdad cuando no queda más remedio, pero trata demasiado fuerte y rompe sus propias oportunidades. La segunda tiene el “no” dañado, va agarrando las cosas como le vienen a ver qué pasa aunque pase algo malo, después de todo, mejor que pase algo malo a que no pase nada. Y Amanda, la tercera, la hermana que se la pasa escuchando boleros y dramatizando las escenas omitidas entre líneas, inventa el suyo y decide vivir allí, adentro de un bolero que no puede ser otra cosa que una canción triste, que perdería su trágica belleza al menor asomo de felicidad.
Franco es cada vez más franco y en cada novela se conoce mejor. No le importa ser duro ni denso ni, mucho menos, cool. Le importa hacer que las cosas pasen, escribir con ritmo, moviendo lo que se puede mover, no necesariamente hacia delante sino a los lados y, en caso de emergencia, hacia atrás. Franco permite que sus personajes sufran descaradamente, que amen hasta el cansancio de la manera menos saludable posible, que se arrastren por el suelo prendidos del talón que acaba de pintarles el ojo de morado. Como en un gran bolero masoquista, en Santa suerte hay males que durarán mucho más de cien años y cuerpos que sólo viven para aguantarlos.
Si se la pone al lado de Melodrama, su novela anterior y dicho sea de paso su mejor novela hasta la fecha, Santa Suerte parecería algo menor. Pero tampoco tanto. Franco continúa dando vueltas dentro de su elemento, las historias de mujeres y el montaje no-lineal que primero muestra la bala y luego el dedo que apretó el gatillo. Como en Rosario Tijeras y Paraíso Travel, en Santa suerte son las mujeres las que viven mientras los hombres viven para contar lo que hacen las mujeres.
En Santa suerte cada personaje tuerce su destino aún cuando trata de enderezarlo. Si es verdad eso de que cada quien hace su suerte como el Dos Caras de Batman, las hermanas Jennifer, Leticia y Amanda, protagonistas indiscutibles de la novela, tomaron todas las decisiones equivocadas. La primera trata de mejorar su vida de todas las formas posibles, haciendo trampa cuando hace falta y diciendo la verdad cuando no queda más remedio, pero trata demasiado fuerte y rompe sus propias oportunidades. La segunda tiene el “no” dañado, va agarrando las cosas como le vienen a ver qué pasa aunque pase algo malo, después de todo, mejor que pase algo malo a que no pase nada. Y Amanda, la tercera, la hermana que se la pasa escuchando boleros y dramatizando las escenas omitidas entre líneas, inventa el suyo y decide vivir allí, adentro de un bolero que no puede ser otra cosa que una canción triste, que perdería su trágica belleza al menor asomo de felicidad.
Franco es cada vez más franco y en cada novela se conoce mejor. No le importa ser duro ni denso ni, mucho menos, cool. Le importa hacer que las cosas pasen, escribir con ritmo, moviendo lo que se puede mover, no necesariamente hacia delante sino a los lados y, en caso de emergencia, hacia atrás. Franco permite que sus personajes sufran descaradamente, que amen hasta el cansancio de la manera menos saludable posible, que se arrastren por el suelo prendidos del talón que acaba de pintarles el ojo de morado. Como en un gran bolero masoquista, en Santa suerte hay males que durarán mucho más de cien años y cuerpos que sólo viven para aguantarlos.
Tal vez debería agradecerle su ausencia porque me ha permitido tenerlo conmigo de una manera idealizada, pero ya me he pasado de idiota como para tener que agradecerle algo. Más bien tengo un deseo: que se le pudra la lengua con la que me endulzó el oído, su lengua sucia, embustera, melosa y cobarde que trabó tantas veces con la mía.
Voy a imaginarme que, al nacer, algún traficante de órganos le robó el corazón. O que a su mamá la embrujaron durante el embarazo. Que un problema genético lo privó de los sentimientos o que por alguna maldición de familia Dios no quiso darle alma. Voy a buscar fuera de usted las razones para culparlo. Alguna enfermedad infantil que lo haya privado del afecto, un golpe, un accidente, una fiebre alta que le haya quemado los sensores del cariño. No quiero creer que fue intencional el daño que me hizo. Quiero pensar que fueron fuerzas extrañas y sobrenaturales las que lo llevaron a olvidarse de esta boba que ahora hace de víctima y defensora suya.
No, señor, yo de aquí no me muevo, pero si me engordo es por su culpa, y si se me atrofian las piernas y si se me olvida caminar, y si se me olvida cómo es el mundo de afuera, y si se me secan los pulmones por respirar este encierro, y si se me marchita la piel por vivir a la sombra, y si se me apesta el pelo, si se me tapan las arterias, si se me pela la espalda de estar echada, si pierdo la noción del tiempo, si me extingo como una mata en un clóset, si se me encoge el corazón, si me enfermo, si me muero, será por su culpa.
Hay muertes que Dios nos debería consultar.
…locuras cometemos todos. Creer en el amor es una de ellas. Creer que es para siempre es otra peor.
Y ya que el tema son las promesas, voy a hacer una más: si lo vuelvo a ver en ese televisro cojo el bate de los gemelos y pulverizo esa pantalla a golpes hasta que de su imagen sólo quede vidrio molido. Lo prometo. Si es que al verlo no soy yo la que antes queda rota.
De nuevo dio media vuelta para irse pero él la agarró del brazo. Ella le miró la mano: suélteme, dijo con rabia. El la retuvo y con un golpe seco le puso el cartón de cigarrillos contra el pecho. Llévese esto, dijo Álvaro. Jennifer se lo devolvió con otro empellón. El cartón cayó al piso. Él le apretó más el brazo. Álvaro abrió la boca y ella le metió tres dedos, como para arrancarle los dientes. Él cabeceó pero ella siguió enganchada a la mandíbula. Álvaro le mordió los dedos y ella, en lugar de poner cara de dolor, puso cara de éxtasis. Él la mordió más y ella le apretujó el mentón. Él rugió y ella le dijo: ahora sí nos estamos entendiendo.
…cuando se juega con la vida el afortunado es el que pierde.
No es uno el que deja a Dios sino Dios el que lo va dejando a uno, y a mí me dejó hace rato.
Yo me voy con la primera que llegue, sea la vida o sea la muerte.
He tenido el descaro y la insensibilidad de ponerlo por encima de cualquier pena, de cualquier pérdida, me ha importado más usted que la muerte de Leticia y de su hijo, que la de mi madre, que las muertes de todas las guerras, que la tragedia infinita de este país, más su abandono que la miseria del mundo, más su mentira que el engaño en el que vivimos miles de millones en un planeta a punto de sucumbir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario