Beethoven vive en el Congo
Estamos en Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo, una de las ciudades más pobladas de África. Digo estamos porque una vez que esta película arranca no hay forma de estar en otro lado.
Entre caminos de tierra y muros descascarados escuchamos a una orquesta sinfónica ensayando para su próximo concierto. Están tocando Beethoven, desafinados y fuera de tiempo, pero lo intentan, dan la pelea. Toda la película podría comprimirse en una gran sensación de lucha. Una orquesta que lucha contra sus propias limitaciones por lo que parece imposible, una ciudad que lucha contra su condición urbano-marginal y caótica, un continente que entre tanto rigor y habiendo perdido tanto nunca ha dejado de luchar.
Kinshasa Symphony cuenta la historia de esta orquesta de la manera más acertada, a través de sus integrantes, volviéndose personal y transformando el cine en chisme, como corresponde. Así conocemos a Joseph Masunda Lutete, el violinista que además es electricista pero se gana la vida como peluquero; Albert Nlandu Matubanza, manager, lutier y esposo de Josephine, la chelista que por el día vende omelletes en el mercado; Nathalie Bahati, flautista y madre soltera al mismo tiempo, trenzada en una pelea hasta la muerte con el presupuesto del hogar y las partituras del compositor alemán; Trésor Wamba, un joven tenor que forma parte del coro y cuyos amigos, los clásicos panas del barrio, son incapaces de entender como él prefiere Chopin a 50 Cent; Héritier Mayimbi Mbuangi, violinista emparentado con Jimi Hendrix que suele romper las cuerdas cuando toca; Mireille Kinkina, corista encargada de traducir el alemán a la fonética del Congo, ésta no es una traducción literal sino sensorial, y aunque lo más probable es que ningún miembro de este coro sepa lo que está cantando, está claro que todos entienden lo que significa y hacia dónde deben llevarlo; y, finalmente, Armand Diangienda, un piloto de profesión que perdió su trabajo en 1994 y desde entonces, de manera empírica y decidida, se dedica a dirigir la orquesta. Diangienda, de guayabera bien planchada y brillante reloj de muñeca, dirige la música y el pensamiento, es un líder social, un motivador, no es Yoda, pero lo será tarde o temprano.
Si esta gente puede con su vida, puede con Beethoven. Los ensayos se suceden y la película toma un ritmo narrativo onda Rocky. La música se afina, se cocina y huele rico, el feeling de la interpretación aumenta, nuestra intimidad con los personajes se vuelve de hierro y queda claro que cualquier cosa que les pase salpicará al otro lado de la pantalla. Llega la noche del concierto, la pinta dominguera de los vecinos se apodera de las calles y aunque sabemos exactamente lo que va a pasar nos emocionamos como los niños cuando descubren los trucos de los magos. La Orquesta Sinfónica de Kinshasa suena como los dioses y está por encima del bien y del mal. La vida queda suspendida entre las líneas del pentagrama. Cuando tocan, estos seres humanos son indestructibles.
(El Otro Cine, Mayo, 2011)
1 comentario:
gracias
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