Al día siguiente me llamaron de El Comercio a preguntarme si temía consecuencias por haber firmado la carta y si creía que la misma tendría alguna incidencia en el veredicto final del presidente Correa. A lo primero dije que no porque si esta vez no quedaba claro que lo que habíamos firmado era una opinión, nuestros problemas más serios no son morales ni políticos sino gramaticales. A lo segundo dije que tampoco, que era ingenuo pensar que un grupo de escritores haría cambiar de opinión al presidente porque su decisión ya estaba tomada, pero que así mismo era necesario que esos escritores –y quien quiera hacerlo, doctores, abogados, ingenieros– pudieran hacer pública su manera de pensar.
Hoy por la mañana, como estaba anunciado desde la semana pasada, el presidente Correa leyó una carta abierta a los ecuatorianos y dijo que perdonaba a los involucrados tanto en el caso del Gran Hermano como en el juicio contra El Universo. Esto me parece preocupante por dos cosas: primero porque han pasado siglos enteros desde que los gobernantes mandaban a detener la guillotina para perdonar a los condenados, y segundo porque en el perdón de Correa no hay ni el más mínimo rastro de cuestionamiento hacia un proceso de dudosa procedencia legal.
Estoy de acuerdo con que Emilio Palacio no debió escribir “…haber ordenado fuego a discreción y sin previo aviso contra un hospital lleno de civiles y gente inocente” si no tenía pruebas, pero resulta complicado aceptar que quien lo enjuició fue el ciudadano Correa y no el presidente Correa. ¿Por qué el ciudadano Correa pide a los seguidores de Alianza País que hagan guardia fuera del juzgado?, ¿por qué el ciudadano Correa va con todos los ministros del gabinete presidencial –que debían estar trabajando– a la audiencia?, ¿por qué el honor del ciudadano Correa vale más dólares, muchos más dólares que la vida perdida de otros ciudadanos?, ¿existe un juez en el Ecuador capaz de fallar contra el ciudadano Correa? Simplemente no lo entiendo. Mucho menos por qué, en el caso de Calderón y Zurita, no existe ninguna consecuencia para Fabricio Correa, quien ha dicho varias veces que su hermano Rafael conocía de sus negocios con el estado. Así como no la hubo para la esposa del ex fiscal Pesántez cuando se la relacionó con la muerte de una transeúnte ni al parecer la habrá para el canciller Patiño en el caso narco-valija.
Al escribir esto siento que aquella consecuencia por la que me preguntaron ayer está sucediendo y es peor de lo que imaginaba. El perdón de Correa, tal cual fue expuesto esta mañana, quiere decir que la verdad siempre estuvo de un solo lado, del suyo, que no hubo nada ni ligeramente extraño en la manera en que se juzgó a los periodistas, en la forma en que se redactaron las sentencias ni en el contenido de las mismas. Quiere decir que las miles de personas que lo apoyaron a través de las redes sociales tuvieron más criterio que los miles que lo debatieron por la misma vía.
El mismo sábado 25 de febrero, durante su cadena sabatina, Correa dijo que los periódicos internacionales que reprodujeron la columna de Palacio pretendían amedrentarlo y hacer que bajara la cabeza. Yo siento que su perdón persigue lo mismo, hacer que algunos de nosotros bajemos la cabeza y aceptemos su voluntad por encima de cualquier ejercicio de justicia. El perdón deja sembrado el miedo.