4.30.2012
Los Vengadores Paranoicos
4.16.2012
Ley de película
El viernes pasado me invitaron a Radio Pirata, un podcast dirigido por los célebres tuiteros El Gato que Fuma y Polificción, que se puede escuchar en internet. Minutos antes de la grabación, circulaba en las redes sociales el rumor de que hablaríamos sobre la famosa ley –perdón, proyecto de ley– de comunicación. Entré en pánico. La relación que tengo con la política es la misma desde mis tiernos cinco años de edad: me parece una cosa aburrida de la que conversan los papás en sus reuniones. El país con el que sueño se parece a la Suiza de la que hablaba Borges, un sitio donde no haya que ir a votar y nadie sepa quién es el presidente.
Además de aburrirme, la política me deprime. Supongo que es algo que viene con los años, cuando uno cobra conciencia de que, quiéralo o no, saldrá salpicado. Si aprueban la famosa ley, votando artículo por artículo o bajo el método que haya que inventarse para no quedarle mal al que sabemos, sólo los periodistas titulados como tales podrán ejercer libremente el oficio. Yo, por ejemplo, quedaría sin trabajo y de patitas en la calle. Suelo decir que lo que más me ha servido a la hora de hacer periodismo es haber estudiado cine: tener un concepto, por más básico que sea, de la narrativa y poder contar historias verdaderas como si fuesen inventadas. Así he podido abrirme camino publicando crónicas y hasta escribí una película basada en una de ellas, pero también, algo más vulgar y no menos importante, he podido ganarme la vida sin tener que meter las manos en bolsillos ajenos. Decía que la política me deprime porque, entre otras cosas, he tenido que crecer en contra de mi voluntad y darme cuenta de que ciertos amigos, esos que odiaban tanto como yo a los corruptos, se han transformado en el objeto de su odio, cambiando ideales por billetes. A ellos, sin embargo, nadie les pide un título para robar descaradamente ni exhibir su lujo folklórico y de mal gusto en la vía pública. Ellos son abogados, ingenieros, doctores, cualquier cosa menos políticos, y ahí están. ¿Puedo yo pedirle al economista que estudie política antes de lanzarse a la reelección y cumplir una década en el poder?
4.09.2012
Salcedo Ramos en UIO
Una verdad mejor
En un rincón del quirófano, mientras a uno de sus personajes le restan varios dedos del pie izquierdo, el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos se pregunta: ¿qué somos, a fin de cuentas? Su trabajo periodístico nace después del signo de interrogación y crece en la búsqueda salvaje de una respuesta imposible. Él, sin embargo, sabe algo que nosotros no.
Para quienes lo seguimos en calidad de fans, lo mismo con asombro que con envidia, la publicación de La eterna parranda es, en efecto, motivo de celebración y descontrol: leer hasta perderlo todo. Cuatrocientas páginas de crónicas y testimonios, compuestos con un nivel de investigación y detalle dignos del FBI.
En El testamento del viejo Mile, lo más cercano que existe a una biografía del compositor de La gota fría, dice: Zuleta se limitó a decirle buenos días, con una voz quebrada por la emoción. El otro ni siquiera se dignó en contestarle. Y Zuleta tuvo ganas de correr para fugarse de una vez por todas de aquella geografía desconsiderada que lo hacía sentir insignificante. En La víctima del paseo, en cambio, el protagonista es el propio escritor, que acaba de salvarse de un secuestro exprés a la colombiana: Parado en aquella calle solitaria, infeliz y acalambrado, sabía muy bien que aún no era prudente cantar victoria. Lloré otra vez. No se me ocurrió mirar a la luna. Y pensé que en este país estamos tan jodidos que al final el único recurso que nos queda es darles las gracias a los canallas.
Salcedo Ramos pregunta sin miedo y escribe con gusto hasta cuando le duele. Re-escribe, mejor dicho. Los rumores llegan a sus oídos como recuerdos vagabundos y salen de sus manos transformados en los mejores pedazos de la verdad. En su poder, porque se trata de un escritor power, la crónica revienta.4.02.2012
Cosas que están pasando
Sólo hay una vida: Reseña de Pescador.
“Inspirar” es un verbo extraño, particular. Es un verbo del que hay que huir cuando se trata de Arjona o de otras formas de poesía barata. Es un verbo que utiliza gente que asume a la creación como un acto divino, y así se disminuye el proceso y se lo convierte en algo que existe porque “las musas lo prodigan: se niega el compromiso y el esfuerzo. En el diccionario hay muchas acepciones de la palabra, entre ellas una ligada a la fisiología de la respiración y otro a la sugerencia de temas o ideas para crear obras. “Pescador”, de Sebastián Cordero, carga con una pequeña frase bajo su título: “inspirada en hechos reales”. No dice “basada”. No. Se escapa de ese recurso barato de mercadeo, y nos muestra cine. No deja de ser creación, ficción, y al mismo tiempo nos lanza la bomba de que actos inauditos, como los que generan el conflicto de la película, son posibles en una país sudamericano como Ecuador.
Pero eso no es lo que importa. Lo que realmente interesa es la confección de ese universo que resulta incompleto para Blanquito, el personaje principal. Un pescador de los que ya no quiere pescar, de los que recibe oportunidades porque la gente que lo conoce solo puede ayudarlo. Blanquito quiere algo más y está decidido. Es valiente, afronta la cosas, es claro, directo, práctico. 1 + 1 = 2. Y nada más. Blanquito tiene el corazón roto y no soporta que una vez más alguien lo desprecie. No está en lo suyo. Quiere ir a Guayaquil a encarar a su padre biológico que no lo ha reconocido, y quiere abrir un negocio que lo saque de El Matal, puerto pesquero donde vive. Quiere labrarse su camino y reconoce la manera en los ladrillos de clorhidrato de cocaína que llegan a la costa, en cajas. Blanquito no puede más y decide irse.
“Pescador” apela a esa sensación tan primaria y necesaria como la de cambiar nuestras condiciones y vidas. El deseo humano por excelencia, pero lo hace apelando a un guión escrito por Cordero y Juan Fernando Andrade que construye situaciones en las que Blanquito aparece, de golpe, sin quererlo, y ante las que debe revelarse como lo que es en realidad: el tipo con coraje y sin malicia, obligado a enfrentar eso que desconoce con la misma practicidad del pescador. Levantarse temprano, ir a la costa y pescar.
Es en la simpleza de Blanquito que encontramos la fortaleza de una road movie en la que su personaje principal no cambia, precisamente. Blanquito entiende y brilla por eso. Sigue siendo el mismo, pero en otro contexto. Esa es la belleza de una buena película en la que tenemos un director que es capaz de darle forma a una historia y huye de ese metódico error al que está sometido el cine ecuatoriano: querer decir algo por encima de contar algo.
Sebastián Cordero dice mucho sobre la condición humana en “Pescador”, pero la historia es lo importante. No hay discurso por encima de la narración. No es mérito: Cordero hace cine como se hace en todo sitio.
No explica nada. No define nada. Solo se inspira y crea algo.
Así, Blanquito busca derroteros, conoce gente. Se engancha con Lorna, la colombiana (un personaje interpretado por María Cecilia Sánchez, que de ninguna manera es caricatura y que es capaz de sostener un conflicto tan contundente que nos ayuda a comprender sus acciones). Con ella viaja no solo para conocer al padre, sino para vender los ladrillos de droga que tiene en su poder y de los que sabe podrá sacar mucho dinero. El arranque, así, está dado.
El éxito del guión de “Pescador” está en comprender que el personaje central reacciona a las avatares que hay a su alrededor, sin ser parte de ellos. Blanquito se está dejando de llevar por la aventura de “alta mar” y en esa inocencia políticamente incorrecta no podemos hacer más que estar de su lado (aceptas la belleza del personaje con todo y sus errores. Cuando Lorna le dice que van a ir mitad y mitad con la venta de la droga, él reclama: “Pero si soy el hombre”).
La fuerza de “Pescador” está en Blanquito, interpretado con maestría por Andrés Crespo. Crespo va de a poco, con diálogos cortos y precisos, silencios, gestos que esconden montañas, y frases que dice entre dientes. Sostiene sobre él todo un peso del viaje y es a través de sus emociones que vamos a reconocer el verdadero sentido dramático del filme: “Pescador” es sobre crecer. Y Blanquito es la prueba.
Sin duda es lo mejor de la película. Y prefiero ahorrar elogios en el trabajo de Crespo porque quienes vean el filme lo podrán descubrir. Atención a la escena en la que tanto Blanquito como Fabricio (el chofer de la aventura, interpretado por Carlos Valencia) caminan juntos y hablan de sus vidas; en ella se vuelven una suerte de equipo con un par de frases y ya. Hacer cine es conseguir en menos de un minuto toda la densidad de dos seres que han sido golpeados y que sonríen.
Cordero, en ese sentido, lo que hace es celebrar el viaje, la transformación y hasta los golpes. La vida cambia una vez que la droga llega a la costa y con el uso de una cámara rápida y un blur que le da cierto carácter de sueño a la imagen en movimiento (un recurso que repite en varios momentos de la película). ¿Por qué? Porque estamos ante la maravilla de la vida y Blanquito, cuando está listo, con su cachina (ropa) nueva y dispuesto a la rumba, le dice a Lorna que solo hay una vida y que esa es la que hay que vivir como lo que es. Claro, se lo dice con menos palabras y con la contundencia de alguien que sabe lo que está diciendo. “Pescador” es el festejo de Blanquito. Y sí, quizás muchos no acepten el final que Cordero le da a su filme (pude escuchar a la salida de la función mucha gente descontenta con esto), pero a veces las historias que importan no son las que agotan su anécdota, sino las que cumplen su camino.
No deje de ir al cine, por favor.