Esta
es la primera imagen que recuerdo cuando pienso en esos días: Juan Rhon y yo sentados
a los pies de la virgen amorfa en la loma del Panecillo, mirando a Quito desde las
alturas, con ganas de lanzarnos montaña abajo.
El Distrito Metropolitano parecía
una gran laguna de concreto a punto de desbordarse por las colinas, derramarse
al otro lado de los cerros y bajar por la quebrada hasta el río Machángara. Aún
eso no había pasado pero nosotros ya nos veíamos flotando en el deslave junto a
las vacas que estiraban el cuello para seguir respirando, luchando por llegar a
una refrigeradora sobre la cual navegar. La
ciudad nos había derrotado.
Llevábamos, si mal no recuerdo,
tres o cuatro meses ahogados en la investigación para este libro y sentíamos
que no teníamos resultados equivalentes al kilometraje recorrido o, lo que era
peor, que con uno o dos meses por delante no lograríamos ni siquiera acercarnos
a nuestra meta: mostrarle a los turistas, pero sobre todo a los quiteños, una
ciudad que no hubiesen podido imaginar ni en la más lisérgica de sus
alucinaciones. Parecía tan fácil. Parecía tan divertido. Parecía tantas cosas.
Esa tarde de agosto, entre
risas nerviosas de esas que en cualquier momento pueden convertirse en
carcajadas de llanto, Juan Rhon y yo contemplamos la posibilidad de juntar
nuestros ahorros y reembolsar a las editoriales que nos habían contratado para
levantar Quito Bizarro. Hicimos números y calculamos que podíamos pagar con las
justas o debiendo un poco o quizás no tan poco. Lo hicimos, repito, como una
broma concebida en la desesperación, pero todos sabemos que las bromas tienen su
parte de verdad y que sólo hace falta que alguien se lo tome en serio para que
esa misma broma aterrice y se haga carne. La otra opción era huir, fugarnos de
la capital a fin de mes con un cheque en el bolsillo y el futuro por delante.
Aquello ni siquiera se habló porque yo ya conocía la respuesta de Juan
Rhon.
La
primera vez que le hablé de la remota posibilidad de hacer una antiguía de Quito bajo los parámetros con
que se han hecho en Santiago de Chile, Buenos Aires, Bogotá y Lima, Juan Rhon y
yo estábamos en Nueva York, salíamos de la estación del metro de la calle 72, al
oeste de Manhattan, y caminábamos hacia Strawberry Fields, el rincón del
Central Park dedicado a John Lennon, cruzando la calle desde la vereda donde
fue asesinado. Veníamos de un concierto de blues en Harlem, en un antro de
Harlem, para ser exactos, y habíamos estado tomando la cerveza más barata del
mercado, la nunca bien ponderada Pabst
Blue Ribbon, que según muchos constituye el primer paso hacia el consumo de crack. El caso es que eran casi las cinco
de la mañana y empezaba a amanecer porque estábamos en invierno y, viniendo de
–insisto– un antro le pregunté a Juan Rhon si para el próximo plan no prefería visitar
un lugar, digamos, más aséptico. Su respuesta fue clara y contundente: no –me
dijo–, lo mío es el gueto, la gente rara, esa hueá, y luego se puso encima un perfecto acento costeño para cerrar
con el guayaquileñísimo “¿si muerdes?” Se hizo un silencio. Mis planes fresa de
visitar el Museo Guggenheim y tomar gin
tonics en el Greenwich Village recogiendo los pasos de Bob Dylan tendría que
abarcarlos por mi cuenta. Mejor así, pensé, y mientras regresábamos cada uno a
su casa le pregunté a Juan Rhon lo mismo que yo me pregunto, por lo menos, una
vez al mes, ¿por qué sigues viviendo en Quito? Creo que en ese momento se
detuvo para darle solemnidad al asunto y me dijo: Quito es mi ciudad, bro, la conozco, sé cómo moverme, allá
soy alguien, ¿para qué me voy a ir a un lugar donde nadie sabe quién chuchas soy? Seguimos caminando o tal
vez nunca dejamos de caminar y le conté que me habían propuesto hacer un libro
llamado Quito Bizarro y que él, capaz, podía ser algo así como mi guía dentro
de la guía. Hagámosle de una –me dijo–, casi gritando bajo las primeras nubes
del día. Quizás porque al regreso de Nueva York y de nuestra dieta de McDonalds
y slice de pizza, lo sabíamos de
antemano, tendríamos que conseguir empleo de manera urgente. Aunque, pensándolo
bien, esas son la clase de estupideces que hace Juan Rhon, lanzarse al vacío
mientras los otros recién estamos midiendo el tamaño de la montaña. De no ser
por ese salto imbécil este libro no existiría.
Como ya habrán notado no soy
ni quiero ser quiteño, pero he vivido en esta ciudad más de una década y en
ella he encontrado no sólo el mejor espacio para realizar mi trabajo sino
también la gente, los cómplices, que han acompañado y permitido ese trabajo. Ahora
bien, la mayoría de crónicas y reportajes periodísticos que he publicado –pocos,
es cierto– en estos años han sido escritos en Quito, sí, pero son historias que
vienen, casi todas, de otros lugares del Ecuador. Es decir que antes de subirme
al Bizarromóvil, un Vitara de tres puertas color blanco al que no le vendrían
nada mal un cambio de aceite y unos parlantes nuevos, conocía mi casa, el
Quicentro, el CCI, la Plaza de las Américas, el Parque la Carolina, la Plaza Foch,
el restaurante súper chino de la 6 de diciembre, el restaurante manaba de la
Calama donde preparan el mejor viche mixto de la ciudad y el aeropuerto; poco
más, poco menos. Y fue de esa miopía, de los márgenes de esa miopía, de donde
me agarré para darme impulso y subir a este libro.
Juan Rhon, por el contrario,
es más quiteño de lo recomendable y dice que se conoce toda la ciudad, lo cual
es falso, pero también dice que sería capaz de manejar todo el día para
seguirla conociendo, lo cual, me consta, es verdadero (si bien muchas veces
paramos porque al hombre se le habían entumecido las manos sobre el volante;
ah, si, aclaremos que yo no manejo desde hace dos años). Además, su
pasado-presente-futuro como artista latinoamericano famosísimo y terrorista
cultural ha dejado una estela que a veces es de ceniza y otras de caucho, un
rastro que se reconoce a leguas y lo ha provisto con una lista de contactos más
larga que la que tiene Mark Zuckerberg en Facebook. Esa reputación fue lo mismo
una bendición que una condena. Desde el día uno, cuando le presentábamos el
proyecto a gente que creíamos podía ayudarnos con coordenadas, nombres o números
de teléfono, con la nada efectiva frase “estamos buscando cosas bizarras”,
fácil un 90% de los encuestados dirigía su mirada a Juan Rhon y decía, “pero
qué más bizarro que vosF”.
Así, con la ayuda de unos
cuantos amigos empezó el recorrido que, en teoría, duraría tan solo tres meses equitativamente
repartidos entre las zonas sur, centro y norte de Quito, luego tendríamos dos
meses para redactar y editar los contenidos antes de entrar a imprenta y
presentar el libro en sociedad para las fiestas de la ciudad en diciembre, esto
es, o mejor dicho debió haber sido, hace un año. Todo mal. Fueron varios los
motivos que dilataron la publicación y sería inútil y aburrido y vergonzoso
enumerarlos, pero sí puedo contarles dos o tres que me parece vienen al caso.
Primero. Nuestro propósito era
encontrar sitios bizarros, pero sobre todo gente bizarra con historias bizarras.
Los sitios, lo sospechamos desde un principio y lo comprobamos tristemente durante
la edición, desaparecerán tarde o temprano con la misma pericia con la que han
desaparecido civilizaciones enteras. Y en la búsqueda de esas historias, en descubrir
que no estaban donde nos habían dicho que estaban o no eran tan bizarras como
nos habían dicho que eran, perdimos tiempo precioso. Varias veces tuvimos que
eliminar personajes que habían cerrado sus locales y sus historias meses o
semanas después de haberlos incluido en nuestra lista de hallazgos, sólo para
salir tambaleando en busca de sus improbables reemplazos. Varias veces, sin
importar cuánto insistiéramos en asegurar lo contrario, la gente pensó que le
cobraríamos por incluirlos en el libro, que la publicación era una trampa para comprometerlos
a pagar contra entrega, y se negó a darnos su testimonio. Varias veces,
también, nos pidieron dinero para concedernos una exclusiva. Y cada extravío,
cada giro en la dirección equivocada, fue un naufragio al interior de un
laberinto.
Segundo. La ciudad es mucho más,
muchísimo más grande de lo que pensamos quienes vivimos o decimos que vivimos
en ella, pero también es más chica. Me explico aunque sólo esté diciendo
tonterías. Durante el recorrido presenciamos la clausura, ya fuera por motivos
económicos o falta de quórum, más que de establecimientos o actividades, de
iniciativas. La capital del Ecuador, sin duda la ciudad menos conservadora del
país, libra una batalla diaria, minuto a minuto, con su propia y ojalá
inevitable evolución. El pensamiento distinto sigue siendo mal visto, contenido
y apagado la más de las veces. La identidad urbana busca globalizarse sin
detenerse a pensar que cada uno puede encontrar, por caminos diametralmente
opuestos, su forma de pertenecer a Quito y, cosa importante, de ser Quito. El gato sigue marginando a su
quinta pata como si fuera ésta un castigo de la creación y no el rasgo que lo distingue
del resto de los animales. Este libro es, quiere o quiso ser, la vitrina de un
puñado de gatos de cinco patas que andan por los techos en compañía de otros
gatos de cinco patas.
Tercero. Lo que nos pasó esa tarde
de agosto en la loma del Panecillo en la que teníamos ganas de lanzarnos
montaña abajo fue una muestra, un ligero y doloroso resplandor, de la peor
tragedia que ha conocido la humanidad: éramos incapaces de ver la belleza del
mundo. Nos hicimos preguntas como en qué estábamos pensando o ahora qué vamos a
hacer y nos dijimos cosas como por gusto nos metimos en esta mierda. Puede que
haya sido al final de esa tarde o de cualquier otra cuando decidimos escapar del
trabajo y meternos al cine a ver una comedia sin dejar de pensar ni un minuto
en que allá afuera Quito nos seguía llamando. Puede que haya sido al final de
esa película o de cualquier otra cuando, todo hay que decirlo, el Bizarromóvil
daba vueltas en círculos por la Mariscal buscando provisiones y había tanta
niebla que teníamos que andar muy despacio y el humo de afuera se mezclaba con
el de adentro y en la radio un locutor trasnochado con voz de estarse
masturbando hablaba de Tchaikovsky y escuchábamos Tchaikovsky a todo volumen como
si fuera el rock más pesado del mundo y repetíamos en voz alta esto sí está
bizarro esto sí está bizarro esto sí está bizarro. Puede que haya sido al final
de esa madrugada o de cualquier otra cuando estuvimos a punto de perder la razón
y abandonar el barco.
En vez de bajarnos acomodamos
el retrovisor, miramos por el espejo y vimos detrás del Bizarromóvil a toda la
gente que habíamos conocido en esos meses, a todos los lugares que habíamos visitado
durante esos meses, a todo lo que habíamos probado en esos meses. Lo vimos como
desde la cima de un nevado que seguirá creciendo mucho después de que nosotros
nos hayamos ahogado en cristales de hielo, y todo eso era increíble.
Este libro es para la gente que quiere ver una obra de
teatro en la sala de un apartamento, para los que quieren celebrar su próximo
cumpleaños mandándose a hacer un casco vikingo a la medida, para los que
quieren aprender a cantar el único tango dedicado a Quito, para los que quieren
ir al supermercado luciendo el cinturón de un campeón de lucha libre, para los
que quieren caminar por el paseo de la fama y dedicarle su atención a la
estrella de un panadero, para los que quieren aplaudir después de un show de
sexo en vivo, para los que quieren acostarse con gente que aún no conocen pero
ya desean, para los que quieren comerse el feto de una vaca, para los que
quieren saber dónde bailó el Chulla Romero y Flores antes de comerse la flor de
Rosario, para los que quieren cantar un pasillo en bicicleta, para los que quieren
llegar al cielo en barco, para los que quieren vivir en sitios –literalmente–
de película, para los que quieren usar el poder de La Fuerza, para los que quieren
volar en parapente y para los que quieren volar sin alas. Este libro es para
ustedes que quieren cosas que no han visto.
Sabemos que el destino de
los libros no suele respetar los deseos de sus autores, que muchos de ustedes no
saldrán a la calle llevando en una mano esta antiguía y en la otra un mapa. Algunos recorrerán sólo unas cuantas
páginas, se decepcionarán y lo dejarán en el sótano de la torre de libros que
nunca serán leídos (para ellos este mensaje: no hay reembolso). Otros lo irán leyendo
poco a poco, en sus ratos libres, mientras esperan la llegada de algo realmente
importante, y desde donde sea que estén nos bendecirán diciendo, al final de
una línea o al principio de una foto, “focazo”. Habrá quien lo deje en su mesa
de café para evidenciar ante las visitas su buen gusto, y deje que seamos
nosotros los primeros en felicitarlo por el refinadísimo paladar y
recomendarle, de todo corazón, que nos recomiende. Habrá también alguien que se
lo enviará a un pariente que quizás nunca ha visto en persona, un pariente que
vive en otra ciudad, en otro país, y que nunca volverá a Quito: a ellos, al
comprador y al pariente, queremos decirles gracias por presentar junto a nosotros
esta versión de la capital. Habrá, siempre hay, quien lo lea de cabo a rabo sin
poner un solo pie en la vereda para cerciorarse de nuestras mentiras, ese
quizás sea el lector más afortunado, pues sabe que en esas historias, dentro de esas historias, se abre la
puerta hacia la eternidad. Y al imprudente que vaya por la vida con este libro como
si fuera el mapa de un tesoro, queremos decirle que siga aún cuando la noche quiteña
se haya transformado en un agujero helado y oscuro y carnívoro, el tesoro que
busca no es el de Atahualpa, pero bien vale su peso en oro.
Por mi parte aquí me despido
no sin antes reconocer que Juan Rhon, el mejor guía que un incauto dispuesto a
perderse pueda conseguir (eso sí, no lo dejen administrar los viáticos), tenía
razón en una cosa: no hay que irse de Quito para empezar a vivir o para
corregir la vida que nos tocó, muy al contrario, hay que quedarse.
Juan Fernando
Andrade
Ciudad de
México, septiembre de 2012.