El cine de terror quizás pueda salvarse o por lo menos empezar de nuevo y volver a cero después de La cabaña del terror. Esta cinta está hecha por amantes apasionados, por cinéfilos cansados de ver a tanto zombi haciendo el ridículo, a tanto monstruo sin propósito, a tanto vampiro faltándole el respeto a sus ancestros. Esta gente se cansó de que su género favorito fuese la burla de los demás y decidió matarlo en la pantalla y de paso enterrar a toda la humanidad.
Tenemos al típico grupo de
jóvenes en el típico paseo de fin de semana a la típica cabaña que, claro, luce
terrorífica. Hasta ahí todo podría ser una versión de Scooby-Doo para adultos,
con sexo, alcohol, marihuana y, gracias al cielo, sin perro. Pero debajo de la
cabaña hay una especie de cuarto de mando con botones, perillas y pantallas,
donde un grupo de encorbatados tipo NASA monitorea a los protagonistas mientras
ellos escogen cómo morir. Minutos después aparecen los zombis –la apuesta del grupo
de mantenimiento, genial– y aparece
también la verdadera historia: mientras los chicos se empapan de tripas y
sangre negra, los burócratas celebran con cerveza y tequila el cumplimiento de
un ritual milenario que permite a los seres humanos seguir existiendo. El mismo
ritual de repetición predecible que practican los cineastas que no aman el
cine.
Sí, exacto, la peor película
de terror de la historia, todos los
clichés, todo el ruidoso aparataje y la falta de lógica que le han quitado cualquier
rastro de dignidad al género. Y eso es lo mejor. La cabaña… se convierte en la hoguera de las vanidades y en ella arden
todos los que han engañado al pueblo cinéfilo, los que banalizaron el
exorcismo, los que parieron personajes solo para humillarlos, los que lucraron y
se rieron de nosotros cada vez que entrábamos a ver otra película de terror. Llega un momento en que los chicos sobrevivientes
descubren una grieta en el sistema, se filtran y destapan la fauna que lleva
años paseándose por la cartelera. Una a una van desfilando las criaturas que
han sido explotadas por la industria de la llenura y el empacho. El mensaje es
claro: estamos hartos de serpientes gigantes, robots asesinos y niños malditos.
Jódanse todos.
Al final del día no hay mundo
que salvar y nos quedan las palabras de un personaje entrañable, el de los
chistes y las observaciones agudas, el que dicho sea de paso demuestra que sí,
Shaggy, el dueño de Scooby-Doo, era un marihuanero perdido como sospechábamos: quizás
es hora de un cambio. Eso, la hierba prendida y la mano furiosa de un dios
gigante.
(El Diario)