Supongamos que es la primera vez que
vienes a Quito, que tienes la tarde libre y que andas en bicicleta; que en este
preciso momento estás montado en el mejor vehículo jamás inventado. Es más, te
voy a decir exactamente dónde: estás en el Parque La Carolina, el corazón del
Quito moderno. Tu pie presiona el pedal y tu cuerpo se eleva.
Pedaleas por los bordes de la laguna, al
interior del parque, mientras otra gente pedalea con más fuerza moviendo la
máquina silenciosa de un bote descolorido. Te detienes sobre el lomo de uno de
los puentes que cruzan el agua y la panorámica se tiende frente a tus ojos. Ahí
está la colegiala que se fugó para verse con su novio, un chico mayor al que
echaron de diecinueve colegios. Ahí está ese señor, la camisa planchada, el
pelo entrecano echado todo hacia la izquierda, que esta mañana le dijo a su
mujer que saldría a buscar trabajo y ha pasado el día jugando solitario en su
celular, esperando que las cosas se arreglen solas.
Al salir de La Carolina, tomas la ciclo
vía en la intersección de las avenidas Eloy Alfaro y República, rumbo al
centro. Llegas al Ministerio de Agricultura y no te aguantas las ganas de pasar
por entre las piernas de ese inmenso toro de metal, parado en medio de la
plaza. Allí hay una estación de bicicletas públicas, rojas y azules como la
bandera de la ciudad: ahora entiendes por qué viste tanta gente pedaleando un
mismo modelo. La señorita que despacha las bicicletas te dirá que para usar una
debes inscribirte, llenar un formulario, sacar un carnet y todo eso, pero tú
sólo estás aquí por unos días y no tienes tiempo para formalidades. Esta noche,
en el hotel, buscarás más información y sabrás que según las aspiraciones del
municipio, para junio de este año serán 10.000 los usuarios inscritos o, como
dice la señorita, “carnetizados”.
Las llantas ruedan sobre los adoquines
pintados de color naranja. La ciclo vía te lleva por la Avenida Amazonas hacia
eso que los quiteños llaman La Zona, el distrito de bares y restaurantes y
discotecas de toda clase, de todo precio, de toda calaña. Podrías bajar en
cualquier café, tomarte una cerveza y dedicarte a ver la ciudad pasar. Te
gustaría sentarte y contar cuánta gente de distintas razas vez en media hora
–no por nada el Ecuador es el centro del mundo–, preguntarles de dónde son,
¿viven en Quito o están de paso?
Admítelo, no quisiste parar. Pedalear es
cuestión de instinto y el instinto te obliga a seguir. Así, un poco a tientas,
llegas al final de la Amazonas que es el comienzo del parque El Ejido, donde te
recibe esa reducción del Arco del Triunfo que encara la Avenida Patria y te da
la sensación de estar dentro de una maqueta. Das la primera vuelta rodeando el
parque, mirando esa galería de arte al aire libre en la que encuentras réplicas
de las pinturas más famosas del Ecuador, algunos trazos de genuino talento y,
sobre todo, cuadros de estilo consultorio médico. La segunda pasada la das
siguiendo la ciclo vía. Circulas entonces por el interior del parque, por los
juegos para niños, la comida criolla, los jugos naturales recién exprimidos y
los teatreros callejeros que tarde a tarde reúnen a su público cautivo sobre
las tablas del césped.
Las sombras de los árboles se alargan
como líquido sobre la hierba. Aquí viene lo duro. Sigues la ciclo vía por la
Avenida 6 de Diciembre, a un costado de El Ejido, y pedaleas de subida hasta
encontrar la Asamblea Nacional. Paras. Respiras. El corazón late más rápido que
de costumbre hasta caer en un lugar común: eso de los 2.800 metros de altura no
es broma. Con el aliento aún colgando de los labios llegas al parque La
Alameda, oficialmente estás en el Centro Histórico del que tanto te han hablado
y que quizás, después de todo, sea el motivo de tu viaje. Cruzas el parque y,
decidido, tomas la calle Guayaquil que comparten buses y ciclistas. Aunque
nunca has estado en Bangkok, intuyes que esto, pedalear por las calles
estrechas del centro de Quito entre cientos de transeúntes, tiene un encanto
asiático.
Llegas a la pequeña plaza San Agustín y
ahí, haciendo una derecha descomplicada, enfilas hacia la Plaza de la
Independencia, el corazón del Quito antiguo. Esa casona con la bandera del
Ecuador flameando sobre el techo es el Palacio Presidencial y esa iglesia, a tu
izquierda, en cuyas gradas habitan pastores con megáfonos que te auguran el
infierno aún sin conocerte, es la Catedral Metropolitana. Tienes razón, así
comienzan muchas ciudades: una iglesia donde manda dios y una casa donde manda
el hombre.
Tu recorrido, sugerido por la revista que
leíste en el avión, termina en la Plaza San Francisco, a las puertas del
convento más celebre de la ciudad, al que deberías entrar. Miras el reloj, tu
viaje ha durado apenas cuarenta minutos y sientes que has visto más y mejor que
en cualquier city tour. ¿Por qué no
habías pedaleado antes? ¿Por qué no pedaleas en tu ciudad, en tu barrio, en tu calle? La gente
pasa a tu lado haciéndole reverencias a Cristo, guardado en una caja de columnas
de madera y paredes de vidrio. Tú miras la bicicleta, el milagro ya está hecho.
(Avianca en revista)
No hay comentarios:
Publicar un comentario