6.10.2013

Para aquellos a punto de pedalear


Supongamos que es la primera vez que vienes a Quito, que tienes la tarde libre y que andas en bicicleta; que en este preciso momento estás montado en el mejor vehículo jamás inventado. Es más, te voy a decir exactamente dónde: estás en el Parque La Carolina, el corazón del Quito moderno. Tu pie presiona el pedal y tu cuerpo se eleva.

Pedaleas por los bordes de la laguna, al interior del parque, mientras otra gente pedalea con más fuerza moviendo la máquina silenciosa de un bote descolorido. Te detienes sobre el lomo de uno de los puentes que cruzan el agua y la panorámica se tiende frente a tus ojos. Ahí está la colegiala que se fugó para verse con su novio, un chico mayor al que echaron de diecinueve colegios. Ahí está ese señor, la camisa planchada, el pelo entrecano echado todo hacia la izquierda, que esta mañana le dijo a su mujer que saldría a buscar trabajo y ha pasado el día jugando solitario en su celular, esperando que las cosas se arreglen solas.

Al salir de La Carolina, tomas la ciclo vía en la intersección de las avenidas Eloy Alfaro y República, rumbo al centro. Llegas al Ministerio de Agricultura y no te aguantas las ganas de pasar por entre las piernas de ese inmenso toro de metal, parado en medio de la plaza. Allí hay una estación de bicicletas públicas, rojas y azules como la bandera de la ciudad: ahora entiendes por qué viste tanta gente pedaleando un mismo modelo. La señorita que despacha las bicicletas te dirá que para usar una debes inscribirte, llenar un formulario, sacar un carnet y todo eso, pero tú sólo estás aquí por unos días y no tienes tiempo para formalidades. Esta noche, en el hotel, buscarás más información y sabrás que según las aspiraciones del municipio, para junio de este año serán 10.000 los usuarios inscritos o, como dice la señorita, “carnetizados”.  

Las llantas ruedan sobre los adoquines pintados de color naranja. La ciclo vía te lleva por la Avenida Amazonas hacia eso que los quiteños llaman La Zona, el distrito de bares y restaurantes y discotecas de toda clase, de todo precio, de toda calaña. Podrías bajar en cualquier café, tomarte una cerveza y dedicarte a ver la ciudad pasar. Te gustaría sentarte y contar cuánta gente de distintas razas vez en media hora –no por nada el Ecuador es el centro del mundo–, preguntarles de dónde son, ¿viven en Quito o están de paso?

Admítelo, no quisiste parar. Pedalear es cuestión de instinto y el instinto te obliga a seguir. Así, un poco a tientas, llegas al final de la Amazonas que es el comienzo del parque El Ejido, donde te recibe esa reducción del Arco del Triunfo que encara la Avenida Patria y te da la sensación de estar dentro de una maqueta. Das la primera vuelta rodeando el parque, mirando esa galería de arte al aire libre en la que encuentras réplicas de las pinturas más famosas del Ecuador, algunos trazos de genuino talento y, sobre todo, cuadros de estilo consultorio médico. La segunda pasada la das siguiendo la ciclo vía. Circulas entonces por el interior del parque, por los juegos para niños, la comida criolla, los jugos naturales recién exprimidos y los teatreros callejeros que tarde a tarde reúnen a su público cautivo sobre las tablas del césped.

Las sombras de los árboles se alargan como líquido sobre la hierba. Aquí viene lo duro. Sigues la ciclo vía por la Avenida 6 de Diciembre, a un costado de El Ejido, y pedaleas de subida hasta encontrar la Asamblea Nacional. Paras. Respiras. El corazón late más rápido que de costumbre hasta caer en un lugar común: eso de los 2.800 metros de altura no es broma. Con el aliento aún colgando de los labios llegas al parque La Alameda, oficialmente estás en el Centro Histórico del que tanto te han hablado y que quizás, después de todo, sea el motivo de tu viaje. Cruzas el parque y, decidido, tomas la calle Guayaquil que comparten buses y ciclistas. Aunque nunca has estado en Bangkok, intuyes que esto, pedalear por las calles estrechas del centro de Quito entre cientos de transeúntes, tiene un encanto asiático. 

Llegas a la pequeña plaza San Agustín y ahí, haciendo una derecha descomplicada, enfilas hacia la Plaza de la Independencia, el corazón del Quito antiguo. Esa casona con la bandera del Ecuador flameando sobre el techo es el Palacio Presidencial y esa iglesia, a tu izquierda, en cuyas gradas habitan pastores con megáfonos que te auguran el infierno aún sin conocerte, es la Catedral Metropolitana. Tienes razón, así comienzan muchas ciudades: una iglesia donde manda dios y una casa donde manda el hombre. 

Tu recorrido, sugerido por la revista que leíste en el avión, termina en la Plaza San Francisco, a las puertas del convento más celebre de la ciudad, al que deberías entrar. Miras el reloj, tu viaje ha durado apenas cuarenta minutos y sientes que has visto más y mejor que en cualquier city tour. ¿Por qué no habías pedaleado antes? ¿Por qué no pedaleas en tu  ciudad, en tu barrio, en tu calle? La gente pasa a tu lado haciéndole reverencias a Cristo, guardado en una caja de columnas de madera y paredes de vidrio. Tú miras la bicicleta, el milagro ya está hecho.

(Avianca en revista)

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