Ningún lector habría aceptado que en su mundo pudiera vivir, apretujado en el mismo tranvía, respirando el mismo aire, un hombre cuya vida es la demostración matemática de un orden en el que ya no cree nadie o en el que cree tan solo porque es absurdo.
Esta afirmación, retro al punto de parecer ropa vintage, pertenece al cuento El ruletista, colocado a manera de
prólogo en Nostalgia (Impedimenta,
España, 2012), la más reciente
traducción al castellano de una obra del rumano Mircea Cărtărescu. Y lo primero que
produce es una pregunta que
hasta hace poco parecía, si no inútil, fuera de circulación: ¿acepta el lector
del siglo XXI la literatura fantástica de su propio tiempo?
Por lo menos en
Latinoamérica, en sus editoriales y en sus escritores y en sus librerías, las tramas
fantásticas se miran como el pasado, un lugar glorioso, sí, pero también gastado,
abusado, excluyente, al que muchos se aferran para compensar en algo su flojera
y justificar su falta de fe –o sobra de miedo– en el futuro. Por eso cuando
aparece un libro como Nostalgia, publicado
originalmente en 1993, escrito en rumano y en Bucarest pero que bien podría
leerse como una obra latinoamericana escrita entre París y Barcelona muchos
años antes, digamos, en 1965, uno no sabe si el pasado volvió o para algunos
nunca se fue. Lo cierto es que en manos de Cărtărescu todos los viejos trucos parecen
nuevos.
Nostalgia
tiene,
además del prólogo ruletista que dicho sea de paso le daría orgullo incluso a
Borges (jamás lo diría, claro, en una entrevista acaso y hablaría de “uno o dos
párrafos afortunados”), el cuento largo El
Mendébil, dos novelas cortas, Los
gemelos y REM, y otro cuento a
manera de epílogo, El arquitecto. Dicho
esto, Cărtărescu se refiere a Nostalgia como
una novela porque, en teoría, todos sus “capítulos” están contados por el mismo
narrador; en REM, por ejemplo, esa
teoría se desdobla y aparece un personaje que está escribiendo algo, no se sabe
qué, titulado REM. La verdad es su
libro y Cărtărescu puede decir lo que quiera, pero para nuestros efectos
resulta práctico dividirlo en cuentos y, más práctico aún, enfocarnos en El arquitecto, una puerta de salida por
la que se puede entrar y decidir si comprarle o no el cuento al rumano.
El arquitecto se llama Emil
Popescu y había llevado una vida tranquila, bosquejada con cautela, hasta que juntó
el dinero suficiente para cumplir el sueño que compartía con su esposa Elena: comprarse
un Dacia, orgullo de la industria automotriz rumana. Una mañana cualquiera,
Popescu presiona el pito del Dacia con su dedo índice y la bocina se vuelve
indomable. Cuando va donde un técnico con la intención de cambiarla, descubre
que existe una bocina “con seis trompetas niqueladas” capaz de reproducir La Marcha triunfal de Aida, la ópera de Verdi. De ahí en
adelante, Popescu se obsesiona con las posibilidades musicales de las bocinas, sumando
a la primera otras que traen en sus trompetas La Marsellesa, God Save The Queen de los Sex Pistols o Satisfaction de los Rolling Stones; luego,
empeñado en hacer su propia música tocando el Dacia, hace que cambien el
tablero por un teclado de órgano y empieza a componer. Es así como el
arquitecto se vuelve loco a vista de todos, para luego ser alabado como el
músico más importante de nuestra historia y, finalmente, convertirse en Dios.
Lo digo en serio, el arquitecto Popescu, en los planos dibujados por Cărtărescu,
es el origen de un nuevo universo.
Leyendo El arquitecto, eso de que la realidad
supera a la ficción vuelve a ser un relativo punto de vista. En días como los
nuestros, absorbidos por el híper-realismo y empeñados en promocionar novelas
sobre trata de blancas, cruces de fronteras o narcotráfico, dándoles calidad de
“urgentes” o “necesarias”, el cuento, la obra de Mircea Cărtărescu, se lee como una
isla independiente, soberana y desconectada, comprometida con la literatura old fashion, con el acto de crear por
encima de la representación o la denuncia.
“Los mitos, fantasías, paisajes
imaginarios, juegos infantiles, edificios fantásticos, todo lo que escribo está
vivo bajo los huesos de mi cráneo, en mi cerebro”, escribió el autor rumano en un correo electrónico dirigido al ABC
de España, como parte de una entrevista. Hasta sus respuestas suenan a cuento, a
un escritor ficticio inventado por un escritor de verdad, y quizás eso sí se lo
deba él a una realidad terrible. Cărtărescu nació en 1956, es decir que habitó sin
remedio la dictadura violenta y represiva dirigida por Nicolae Ceaușescu,
el líder comunista rumano, y escribió para escapar, cavando túneles en su
cabeza por donde correr con libertad. Incluso publicó libros que pasaron antes
por una censura estatal y recién ahora respiran tal como fueron concebidos.
Cărtărescu es uno de esos
escritores cuya obra no refleja el tiempo que les tocó vivir sino la tierra que
les tocó inventar para salvarse de la vida. Quien lea El arquitecto o El ruletista,
las piezas más cortas de Nostalgia
(cualquiera se merece 30 páginas de oportunidad), sabrá que puede contar entre
sus amigos a un hombre de universo realmente infinito, tal vez anticuado –o retro, insisto, que no es lo mismo– y si
decide entrar en ese Aleph, tan perseguido por tantos otros escritores, una
pequeña advertencia: entre dispuesto a perderse, pues esas novelas cortas, a
ratos barrocas y enredadas por el puro gusto de enredarse, orgullosas de su
perfil onírico en un siglo en el que lo onírico es mal presagio y hasta ofende,
no son país para lectores viejos sino para
aquellos que quieren cosas que no han visto.
En
el momento en el que el Sol explotó, arrojando al espacio, bajo la forma de una
llamarada púrpura y violeta que brillaba en millones de franjas, materia
volátil como el éter, el arquitecto comenzó su lenta migración hacia el centro
de la galaxia. Hay
algo en las páginas de Nostalgia que
produce, en efecto, nostalgia. Una nostalgia latinoamericana que pensabas
superada, acaso ajena y abuela, que no sabías que extrañabas. Mircea Cărtărescu te recuerda que un
escritor puede inventar el mundo. Y también, si quiere, acabar con él.
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