Al principio, El Poeta está sobrio. Lleva
sobrio tres días, poco más, poco menos. Antes estuvo más de una semana perdido,
intoxicado, ido: regresaba a su casa sólo de vez en cuando y a dormir, luego se
levantaba a la hora que fuera y volvía a escaparse para seguir bebiendo y
consumiendo drogas. El Poeta está flaco y se lo ve manoseado. Pero ahora está
sobrio y podemos conversar y recorrer los barrios de su infancia mientras lo
entrevisto.
Almorzamos lechuza frita, un tipo de
pescado que, como el camotillo, se alimenta de camarones, en una cabaña frente
al mar. En esta playa, me dice el poeta, cuando éramos adolescentes, asaltábamos
a los gringos y a los serranos para conseguir dinero para chupar. Antes no
había nada de esto, me dice, y se refiere a una serie de humildes restaurantes
construidos uno al lado del otro sobre la arena. El Poeta termina su lechuza y
me dice que tiene una reunión de trabajo, que por favor lo espere.
Dos horas después, El Poeta me cita en un
lugar. Llego y me doy cuenta de que es una cantina en la que ponen música
ranchera a todo volumen, como en los prostíbulos. El Poeta está sentado a una
mesa de plástico en un rincón al final del local, frente a una cerveza. Me
sirve un vaso, me pide que brinde con él, y ya lo puedo ver: los ojos inyectados,
la lengua pesada, los pensamientos convulsionados. Lo convenzo de salir de la
cantina e ir a su casa para seguir con la entrevista. Acepta de mala gana, pero
un con una condición: primero tenemos que comprar un cartón de vino.
El Poeta vive con su novia en un
apartamento antiguo que tiene vista al mar. Llegamos y nos sentamos en el
balcón. La Novia le reclama por haber comprado el vino, le recuerda que apenas
lleva días sobrio, le ofrece un café que no acepta. El evita mirarla a los ojos
y le dice que es sólo un trago para conversar conmigo, para que la entrevista
flote. Seguimos. Me sirve un vaso que pongo de mi lado de la mesa y, a
propósito, demoro. El Poeta se da cuenta y empieza a beber directo del cartón. Sus
respuestas tienen poco o nada que ver con mis preguntas, y en sus ojos hay un
demonio encerrado.
Al lado de una gasolinera, en un parque
oscuro en el que sólo se ven sombras arrastrándose de un lado a otro, El Poeta
espera que le traigan drogas. Me ha prometido que sólo necesita fumar un poco
para recuperar la cordura y poder seguir con la entrevista. Temo por mi vida,
como un corresponsal de guerra, pero me quedo ahí, junto a dos delincuentes que
me dicen tranquilo, usted anda con El Poeta, no le va a pasar nada, y me
brindan aguardiente. Cuando llega la droga, El Poeta fuma, primero en
cigarrillos armados y luego en pipa. Que te prendan la pipa, dice El Poeta, es
símbolo de respeto. Lo convenzo de volver a casa. El Poeta, la mirada perdida,
tragándose los labios, acepta moviendo la cabeza de arriba a abajo.
Volvemos al balcón, prendo la grabadora,
retomo las preguntas. La voz del poeta es un murmullo, quizás otro idioma: no
habla conmigo ni consigo mismo sino con alguien que no sé quién es ni dónde
está. Mientras mueve la boca como repitiendo una plegaria, saca de su bolsillo
una fundita de drogas y una cajetilla de cigarrillos. Desarma los cigarrillos
con torpeza, rompiéndolos, y mezcla el polvo blanco con las hojas de tabaco. Sigue
fumando y sus palabras siguen resbalando dentro de su garganta. Fuma. Fuma.
Fuma. Me pregunta si quiero un poco. Le digo que prefiero dormir para seguir
con la entrevista temprano en la mañana. Me dice que no hay problema, que
fumará la última y luego se irá a descansar y que mañana seguiremos
conversando, de largo. No te preocupes, me dice.
Al día siguiente, El Poeta ha
desaparecido.
(SoHo)