Escribí esta columna para SoHo. Pensaba postearla la semana pasada, pero volví a leerla y me sentí mentiroso, chanta y llorón, tres cosas que seguramente soy pero que detesto. Entonces pensé en esta opción: publicar –¿o debería decir compartir?– la columna pero con mis propios comentarios entre párrafo y párrafo. Quizás sea un despropósito. Pero como dicen en No Country for Old Men, “I’m fixin’ to do something dumber tan hell, but I’m going anyways”. Aquí vamos.
1) No tengo Facebook. No tengo Twitter.
No tengo Instagram. Ergo: no existo. No soy nadie. El sueño de la soledad es,
hoy por hoy, demasiado fácil de alcanzar: mantente fuera de las redes sociales.
Eso es todo. Antes, los escritores huraños tenían que refundirse en lo alto de
una montaña o en el último peñasco de una isla o en la mitad de un bosque
frondoso o en el mugroso hotel de algún pueblo olvidado del África para,
digamos, dejar de existir y vivir en paz. Pero eso era antes.
Miento.
No tengo Facebook, pero sí tengo. Me explico: uso el Facebook de Los Pescados (esa banda que cada vez se parece más a un mito urbano, en la que toco
la batería). Lo uso, sobre todo, con tres propósitos. Uno: buscar a escritores
que me interesan y leer los artículos que ellos recomiendan, que suelen ser varios
al día y muy buenos (lo mismo con amigos en los que confío como si fueran
dealers de palabras, de música y de videos). Dos: anunciar cada actualización
de este blog (eso sí, una sola vez y respondiendo a los comentarios –pocos, es
cierto– cuando haya posteado algo nuevo) Tres: para tomar descansos mientras
trabajo.
No
tengo oficina. Trabajo solo en una habitación y mis recreos son cortos paseos
al baño o a la cocina para buscar nueces o un vaso con agua en los que, obvio,
no me encuentro con ningún colega como para preguntarle cómo va su día o si se
va a divorciar o para burlarnos juntos del jefe mientras fumamos y tomamos café.
Entonces, cada tanto, cuando me bloqueo, cuando me aburro, cuando no sé por
dónde van los tiros de lo que estoy haciendo, abro el Facebook de Los Pescados, y miro.
Me
entero de chismes. Doy likes. Comparto cosas. Me meto en los perfiles de las
chicas que me parecen interesantes o simplemente guapas para ver fotos;
también, claro, veo los perfiles de las chicas –pocas, es cierto– con las que
he salido, pero, aunque no me crean, lo hago menos, muchísimo menos de lo que
yo mismo pensaría, ya sea porque la memoria me resulta fría y distante o porque
aún no se ha enfriado del todo ni se ha alejado lo suficiente; y también veo
los perfiles de amigos a los que les perdí la pista qué rato y que, a juzgar
por sus comentarios, han sido bendecidos, todos y cada uno de ellos, con los
niños más lindos del mundo y las esposas más comprensivas del mundo y los trabajos
más gratificantes del mundo.
Pero,
en general, veo tonteras. Hoy, por ejemplo, leí una entrevista a Margarita Rosa
de Francisco que francamente no me interesaba y también las “siete razones por
las que una persona se queda en una relación que lo hace infeliz”. O sea, perdí
el tiempo. Pero también para eso sirve el tiempo, ¿no? Y perderlo, o la
sensación de que lo estás perdiendo, te hace buscarlo. Por eso, para mí, Facebook
funciona de maravilla como break: a los diez o quince minutos de estar ahí digo
esta huevada es una pérdida de tiempo y, furioso y culpable, con un renovado
sentido del deber, vuelvo a lo que estaba haciendo. Hasta que, una o dos horas
después, abro el Facebook de nuevo y me mando otra dosis de quince minutos
hasta que digo esta huevada…
Ahora
bien, no miento sobre el Twitter (bueno, un poco, Los Pescados también tienen Twitter y debo reconocer que alguna vez lo usé como
stalker, pero la verdad, como dicen por ahí, “no me da la raza”, espiar a una
persona con la que tuviste algo me da asco, aunque pienses en ella todo el día,
no hay excusas; en fin, no es lo mío y creo que uno sólo termina enterándose de
cosas de las que es mejor no enterarse) ni el Instagram ni la soledad.
En
febrero pasado se cumplieron diez años de la invención de Facebook. Aunque las
redes sociales existían desde antes (no tuve Hi5 ni MySpace, pero sé que
existieron), Facebook, qué duda cabe, fue
la que cambió el juego (ya lo dijo la ranchera: no hay que llegar primero pero
hay que saber llegar), la que logró lo que las otras no pudieron: reunir al
mundo, a todo el mundo, en un solo lugar aunque ese lugar en el que tanta gente
pasa tanto tiempo y donde pasan tantas cosas, en la práctica, no exista.
Al
principio, yo fui de los que pensó que las redes sociales, en general, eran congresos
de gente solitaria en busca de la aprobación de los demás. Y fui de los que
dijo: es patético. Y fui de los que dijo: me parece triste. Y fui de los que
dijo: ¿yo?, jamás. Pero el tiempo me ha demostrado todo lo contrario. Los
solitarios, a propósito o no, somos los que estamos al margen de las redes
sociales, los que no nos enteramos de nada, los que, cuando nos preguntan ¿por
qué no fuiste a la fiesta?, respondemos porque no me invitaste, cabrón, y
recibimos, junto a una mirada cargada de sospecha e incredulidad, estas
palabras: loco, todo el mundo sabía, estaba en Facebook.
Desaparecer.
Desconectar. No existir. Es mucho más sencillo que antes. Pero con la
dificultad se fueron también un poco del glamour, del misterio y del sentido de
la aventura.
2) Desaparecer ya no es un truco de magia
ni una estrategia de marketing. Cualquiera puede hacerlo. Todo depende del
teléfono que tengas o, mejor dicho, de las cosas que ese teléfono pueda hacer
por ti. Y una de esas cosas, quizás la más popular o por lo menos quizás la más
utilizada, es WhatsApp. Tampoco tengo WhatsApp. O, como dirían en mi pueblo,
“casi no tengo”. Se supone que mi teléfono es inteligente, cosa que dudo mucho,
pero mi plan no incluye megas y en los tiempos que corren, qué duda cabe, los
megas son muchísimo más importantes que el saldo.
No
tengo autoridad ni moral ni académica ni práctica para decir que WhatsApp es la aplicación más usada en el mundo: esta afirmación proviene de simples
observaciones en la vida cotidiana. Como tampoco tengo iPad (aunque tengo ganas
de tener), no sé cuál es la aplicación más popular entre las aplicaciones. Sólo
intuyo.
Esta
columna, originalmente, se llamó “Estado: sólo me conecto cuando hay WI-FI”. Hasta hace muy poco esa era mi situación,
sólo chateaba por WA cuando estaba en casa, es más, ni siquiera me molestaba en
conectarme en lugares con WI-FI gratis. Esta situación ha empeorado. Ahora,
mientras paso una corta temporada fuera del país, ni siquiera tengo encendido
mi teléfono. Podría tener WA pero desde que llegué, como si me hubiera llegado una
orden desde el cielo, resolví no activarlo. Cuando estoy lejos, me gusta sentir
eso: que estoy lejos. De todo. De todos. Me gusta sentir la distancia y que esa
distancia sea algo tangible, que esa distancia suceda. Esto no quiere decir que
no extrañe, que no sienta melancolía, que no me den ganas de volver. Significa
que hay momentos en la vida en los que el aislamiento es valioso y necesario y
hasta diría que indispensable. Y este es uno de esos momentos.
3) El punto es que sólo me conecto al
chat cuando tengo señal Wi-Fi. De todos mis pecados virtuales, que son hartos y
en su mayoría abominables e innombrables, él único que califica como
imperdonable es no estar disponible en WhatsApp todo el tiempo. Amigos y
enemigos, familiares y colegas, novias y vaciles, me lo reclaman a diario.
¿Cómo se me ocurre? ¿Qué clase de persona soy? ¿En qué mundo vivo?
En
este párrafo sólo me arrepiento de lo siguiente: novias y vaciles, me lo
reclaman a diario. Son líneas vanidosas, algo machistas y harto exageradas. No
es que no me lo hayan reclamado, es que miento cuando digo que me lo reclaman a
diario: pero bueno, a veces uno escribe columnas como escribe canciones, es
decir, para que calcen, para que rimen, para que cobren sentido y provoquen emoción.
El
resto es cierto. Nadie, o casi nadie (me refiero a los extraños, no a mis
amigos) puede creer que no tenga WA. ¿Cómo
se me ocurre? Todo lo contrario, más bien no se me ocurre, eso es todo. ¿Qué
clase de persona soy? Un gran amigo solía decirme que soy technically
challenged, o sea que, en cuanto a tecnología se refiere, sufro de una severa
discapacidad que me hace prácticamente inútil y absolutamente dependiente de la
bondad de los extraños para realizar las tareas más básicas como compartir
archivos que pesan demasiado o bajar música y películas. Soy ese tipo de persona:
lo confieso y lo admito con cierto orgullo porque me hace sentir libre o no del
todo encadenado. ¿En qué mundo vivo? Esa es una pregunta más complicada
(supongo que algún día, lejos, en el futuro, leeré estas cosas y tendré alguna
noción del mundo en el que viví, por más vaga y manipulada por la nostalgia que
esta sea). Pero estamos hablando del WA y eso simplifica en algo el
predicamento. Ahora mismo, vivo en un mundo donde nada me parece tan urgente o
importante como para enviarle una foto a alguien en un mensaje de WA. Un mundo
en el que hay otras cosas que hacer y el tiempo apremia. Un mundo unlpugged que
yo he escogido, en parte, porque sé que se trata de algo temporal. Un mundo,
entonces, que acabará pronto y que me siento en la obligación de aprovechar
hasta el último segundo aunque ese segundo no sea otra cosa que la cima de una
montaña de silencios.
4) Creo que soy el único ser humano sobre
la faz de la tierra que todavía manda mensajes de texto (y, dicho sea de paso,
que no chatea con sus amigos ni les manda fotos cuando está de viaje). Desde
que apareció el WhatsApp, los mensajes de texto han optimizado su razón de ser,
diría yo, hasta la perfección. Como enviarlos cuesta “una fortuna”, la gente
los piensa, los medita, los razona: no hay tiempo, ni dinero, para el hueveo. “Tal cosa, a tal hora, en tal
lugar. Chau” Con eso basta. Es un prodigio de sencillez.
No,
no mando fotos ni chateo por teléfono cuando estoy de viaje: ni siquiera en los
extremos más puntiagudos de la soledad, acostado en la litera de un hostal,
cuando el corazón salta entre las espinas del abandono; me parece que no tiene
sentido, si estás en otro lugar, concéntrate en ese lugar, no lo pierdas de
vista, descúbrelo, ya luego habrá tiempo para contarlo. Existe una excepción
para lo primero: si voy al concierto de una banda que simboliza algo importante
para alguien que a su vez ha sido importante en mi vida, le mando (al mail,
ojo) la foto de la entrada al concierto (porque tampoco grabo videos ni tomo
fotos durante los shows, o sea, si ya pagué la entrada prefiero ver lo que fui
a ver con mis propios ojos, no en la pantalla de mi teléfono, que dicho sea de
paso es una mierda). Y lo hago para decir algo como esto: hermano, aquí estoy,
he llegado a la ceremonia, y tú estás aquí conmigo.
Y
sí, mando mensajes de texto. De hecho, de un tiempo acá, es todo lo que mando,
y ni siquiera tantos. Y sí, me parece que ahora que la gente –me incluyo, por
supuesto– no quiere pagar un centavo por nada, los mensajes de texto son
valiosísimos: la capacidad de síntesis, el orden de las prioridades, la
claridad de la redacción, todas estas son cualidades que, en mi corta y amorfa
experiencia, no se encuentran por ningún lado en el WA. Incluso la ortografía,
que cada día es ultrajada por miles de millones de usuarios de WA en el mundo,
mejora en los mensajes de texto (una vez salí con una chica con la que pude
haber salido por más tiempo pero tenía tan mala ortografía que no pude
continuar… no estoy bromeando) De pronto, los mensajes de texto son un asunto
formal al que hay que presentarse bien vestido. De seguir existiendo, los
mensajes de texto serán los haikus de nuestro tiempo: en ellos no habrán palabras
engreídas ni superfluas, imágenes exageradas o reacciones histéricas, prolongaciones
inútiles o discusiones absurdas. Los mensajes de texto, si logran sobrevivir
por lo menos entre alguna especie de hermandad sagrada de guardianes que se
reduzca a un miembro por continente, lograrán por fin encontrar la manera en
que debemos llamar a cada cosa.
5) Ahora bien, en ciertas situaciones y
para conseguir ciertos fines, el hueveo es
clave en la vida. Me queda claro que el WhatsApp es el sitio de ligue de este
siglo, donde la gente se conoce, se conecta, se gasta bromas: coquetea con
descaro y perversión protegida por una breve distancia que puede romperse con
facilidad cuando el deseo se establece como mutuo e incontenible. ¿Se puede
tener sexo sin WhatsApp? Varios amigos, adictos al chat, me han puesto la
pantalla de sus teléfonos en las narices diciendo, “esta huevada es el infierno”,
pero ahí siguen, acumulando millas en su vida horizontal.
¿Cuántas
parejas han roto su relación de años y años por culpa de un mensaje de WA?
¿Cuántas parejas han construido una relación de años y años por culpa de un
mensaje de WA? ¿Cuánta gente interesada en el sexo casual ha conseguido parejas
eventuales para encuentros eventuales sin recargo emocional gracias a un
mensaje de WA? ¿Cuántas personas que alguna vez tuvieron algo y fueron algo el
uno para el otro y ahora, cada cual por su lado, con sus respectivas familias,
con sus vidas diametralmente distintas entre sí, mantienen la cuota necesaria
de fantasía que necesitamos los seres humanos para vivir en este valle de
lágrimas gracias a un mensaje de WA? ¿La gente ama más y mejor o simplemente
tira más y mejor desde que existe el WA?
Hay,
también, crímenes inevitables. Hace poco, en un bar, estuve con un grupo de
veinteañeros. Estaban todos reunidos alrededor de la pantalla de un celular
colocada, claro, horizontalmente. ¿Qué veían? ¿Qué más? Las fotos que una ex le
había mandando a uno de ellos. Fotos explícitas, primerísimos primeros planos de
partes rasuradas. Y, claro, yo también las vi. Pero, no sé, pasado el morbo instantáneo,
me entró como un ataque de moral. Esa podría ser mi novia. Esa podría ser mi
hermana. Esa podría ser mi mejor amiga. Y ya no quise ni pude ver más. Fue como
cuando era adolescente y miraba una porno a escondidas en el cuarto para
masturbarme. Después de la eyaculación, de sostener y estirar esa telaraña
pegajosa entre los dedos, sentía culpa: la culpa, como tiene que ser, ha
disminuido considerablemente con los años, pero ese día, en ese bar, junto a
esos chicos por lo menos diez años menores a mí, volví a sentirla. Quizás, es
como dijo el viejo Bob: either
I’m too sensitive or else I’m gettin’ soft.
6) Haciendo números, capto que mi vida
sexual también ocurre sólo cuando tengo señal de Wi-Fi. Personalmente, me gusta
la nueva costumbre de enviar fotos. La facilidad con que la gente se desnuda,
se toca, posa, se toma un selfie
porno y te lo manda es algo que me asombra, me conmueve, me excita. Es, claramente,
una señal de evolución y generosidad. Las mujeres se toman fotos sin hacerse de
rogar ni pedir nada a cambio.
Ok,
esto, comparado al comentario anterior, puede sonar contradictorio. Pero ojo,
una cosa es recibir fotos en tu teléfono, para consumo interno, digamos, y otra
muy distinta mostrárselas a tus panas en un bar.
Cuando
alguien que no te importa demasiado te manda sus fotos desnuda, hay, más allá
de lo evidente, un cruel pero divertido juego de poder: quieres saber hasta
dónde sería capaz de llegar. Quieres saber qué está dispuesta a hacer, si
seguirá tus indicaciones al pie de la letra, si en la mitad de la noche se
paseará sin ropa por su casa y se tomará fotos sobre cada mueble, si en plena
discoteca se encerrará en el baño y hará una sesión fotográfica privada, si
durante un almuerzo familiar pondrá el teléfono bajo la mesa. ¡Qué se yo! Es,
insisto, más juego que otra cosa: la fantasía de tener el control, de poseer,
de ordenar. Y sí, me sorprende la facilidad con que cierta gente, sobre todo la
gente joven (“sobre todo la gente joven”, ¿qué chucha acabo de decir?, I’m not
sensitive or soft, I’m just gettin’ fuckin’ old, man) se desnuda frente a las
cámaras. Yo no lo haría, pero, then again, a nadie le interesa verme desnudo.
Por
otro lado, cuando los desnudos vienen de alguien que no sólo te gusta sino que
te importa, alguien con quien tienes algo, alguien que significa algo, alguien a
quien extrañas y deseas de todas las maneras posibles, son, en mi humilde
opinión, pequeñas obras de arte. Ahí está, como diría Oscar Wilde, el rostro de
tu deseo. Ahí están, también, los hombros descubiertos de tu deseo, los muslos
recogidos de tu deseo, los pechos duros de tu deseo, el ángulo húmedo y
caliente de tu deseo, el culo perfecto de tu deseo. Ahí está, y es tuyo. Y no
lo puedes creer. Y ésta quizás sea la mejor forma de practicar la fantasía: por
un lado, deseas lo que estás viendo pero no puedes tocar y, por otro, sabes que
podrás tocarlo pronto, tal vez en cuestión de minutos, cuando ella llegue a tu
casa o cuando lleguen a la playa o cuando se encierren en un hotel. En otras
palabras, lo tienes todo: el deseo, la figura del deseo y el cumplimiento de
ese deseo. All you need is love… and, well, a smartphone.
7) No existo porque le tengo miedo a la
tecnología. Creo que no sabremos cuándo parar y que, cuando lo sepamos, ya será
demasiado tarde. Toda la literatura y el cine de ciencia ficción, cuyas
profecías se han ido cumpliendo una a una desde Julio Verne hasta James
Cameron, nos reservan un final desastroso de sometimiento y esclavitud. Aún
así, sé que la mía es una causa perdida. No quiero estar tan solo: quiero ser capaz de estar solo cuando quiera estar solo,
y ya. Más tarde que temprano tendré un iPhone, tendré Facebook, Twitter,
Instagram, WhatsApp y quién sabe qué más. El caudal del mundo me está
arrastrando. Algún día existiré y seré feliz. Como toda esa gente en todas esas
fotos.
Cada
vez que un amigo genuinamente preocupado y afligido por mi estilo de vida desenchufado
me habla de la última maravilla tecnológica disponible en el mercado, como para
ver si me animo a entrar en este siglo, le respondo con la misma frase: estamos
a dos semanas de Terminator, bro. Sí, además de ser uno de esos que dice cosas
como “hay una aplicación que te dice dónde está el mejor noodle bar en Bangor
pero no hay vacunas para el cáncer de mamas”, tengo miedo de que, en efecto,
algún día llegue el rise of the machines.
En
agosto del año pasado, el New Yorker publicó O.K., Glass, un testimonio escrito
por el gran Gary Shteyngart. El texto resumía la experiencia del escritor
usando por unos días las ya célebres y terroríficas gafas de Google. Lo leí, lo
juro, porque se trataba de Shteyngart, mi interés en las gafas era tan poco que
no hubiese logrado mover ni un solo tejido en mi retina. Al final, me quedó
claro: es hora de empacar y partir hacia lo más alto de una
montaña o hacia el último peñasco de una isla o hacia la mitad de un bosque
frondoso o hacia un cuarto en el mugroso hotel de algún pueblo olvidado del
África. Las gafas de Google son el fin de la civilización y yo quizás esté
demasiado viejo para ver fotos en el celular de un veinteañero sin escrúpulos
pero ciertamente soy demasiado joven para morir. El futuro está aquí. Y ya
sabemos cómo terminan todas las películas que hablan sobre el futuro: el
planeta estalla en mil pedazos que se confunden con las estrellas del espacio
exterior y, claro, todos mueren.
Pero
sí, el caudal del mundo me está arrastrando. ¿Se puede ser periodista sin tener
un smartphone? Parece que no. ¿Quién nos leerá sino la gente a la que le llegue
un link? Parece que nadie. ¿Puedes enamorarte y confiar en alguien sin antes ver
las fotos que sube a su cuenta de Instagram? No, ni se te ocurra, qué peligro. Pero
es verdad, no quiero estar tan solo, me basta con escoger los momentos en los
que quiero estar solo.
“Algún día existiré y seré feliz. Como
toda esa gente en todas esas fotos.” Fuck.
Odio esta frase y me disculpo de todo corazón por haberla escrito. En su
momento, me pareció que era un buen final, un final con punch, con power. Pero
no, ni lo uno ni lo otro ni nada semejante. Son palabras que buscan compasión y
esas son el peor tipo de palabras.
Aquí
estoy. Existo. Soy feliz: no siempre porque qué pereza.
Y
no necesito fotos que lo demuestren.
Y
ya. Suficiente por hoy. Necesito un break. Voy a entrar al Facebook de Los Pescados un rato. Hace unos días escuché el Ghost in the Machine de The Police y
me prometí a mi mismo que la próxima vez que mi hermana o mi cuñado postearan
una foto de mi sobrina –que, por supuesto, es la niña más linda del mundo– mi
comentario sería el siguiente: Every little thing she does is magic.