El pana de mi pana era
igualito a Orson Welles. Alto, gordo, barbón, con el pelo para atrás. Puta, era
exacto, sólo le faltaba el cigarro. Estábamos comiendo pizza, tomando cerveza y
jalando. Todo tranqui, conversando, escuchando música. Hasta que la última de
nuestras amigas se fue y Orson Welles dijo voy a llamar unas putas. El man era
guayaco y aniñado y estaba financiando la joda. Y yo pensé esta huevada va a ser
como un video de Mötley Crüe: Girls, Girls,
Girls.
Cuando llegaron, pensé,
¿estas son? Y también pensé que después de todo el pana de mi pana no era tan
aniñado como yo creía o quizás sólo estaba desesperado: al parecer, cuando un
hombre de familia encuentra el chance de joder vida agarra lo primero que se le
cruza. La una, la mejor, estaba bien para el fondo de un video de reguetón de
bajo presupuesto. La otra estaba como para una clase en la que te enseñan cómo
se ven los descendientes directos de Guayas y Quil. Huancavilca, más claro.
Estábamos escuchando
Zeppelin, creo. Pero eso a las manes les parecía como aburrido y como Orson
Welles quería que hicieran un show en plena sala acolitaba para que cambiemos
la música. Ni verga. No valía la pena. Le dijimos dale nomás, broder. Y el man
le dio con todo y se metió con las dos a su cuarto. Mi pana y yo seguimos
chupando y hablando de escritores rusos porque a veces, cuando la ilusión de
estar en un video de Mötley Crüe se viene abajo, la coca te hace hablar de
escritores rusos del siglo XIX.
Como a la media hora,
quizás más, la verdad es que cuando uno jala nunca se sabe, Orson Welles volvió
a la sala. El man estaba en toalla pero tenía que sostenerla con la mano porque
con tanta guata se podía venir abajo. Nos dijo ya pues, entren. Mi pana dijo
estás loco. Pero yo tenía una misión: soy periodista, ¿no? Cuando entré al
cuarto, Orson Welles le pidió a la una que se ponga en cuatro y a la otra que
le bese el culo. Era como una película de los hermanos Marx. La otra le decía a
la una levante el culo, comadre, y se cagaba de risa. Salí.
La comadre Huancavilca
tenía una cicatriz larga que le subía por el estómago y le llegaba casi hasta
el pecho; después, en la sala, mientras Orson Welles seguía con la una, nos
dijo que tenía siete hijos y que ese era el recuerdo de las cesáreas. ¡Siete!,
dijimos los dos y nos miramos como diciendo qué chucha le pasa a esta man. Sí,
dijo, yo quería tener doce, pero el doctor me dijo que ya no puedo. ¿Doce? ¿Por
qué quería tener doce hijos, comadre? No sé, porque me gusta el número doce,
dijo la man antes de pegarse un pase. Y mi pana repitió porque me gusta el
número doce y luego dijo ese es el Ecuador.
Las comadres nos
contaron que ganaban más como putas que en cualquier otro trabajo y que desde
que habían descubierto la coca podían trabajar más horas así que estaban
felices. La una, la comadre reguetonera, que estaba medio rica, para qué, era
como la novia de Orson Welles y cada tanto salía del cuarto corriendo y gritando
y Orson Welles también le gritaba para que volviera y ella se pegaba un pase y
se reía y volvía. La otra, la comadre Huancavilca, se acomodó desnuda en el
sofá, abrió las piernas, se abrió la raja
y me pidió que le tomara fotos con su celular para enviárselas a otro
cliente. El mensaje era: mira de lo que te estás perdiendo.
Al final, borrachos y
sin que Orson Welles entendiera qué chucha estábamos haciendo, convencimos a la
comadre Huancavilca de que construyera un pequeño edificio para sus siete
hijos. Y la man nos prometió que lo haría. Cuando se fueron pusimos un par de
canciones de Mötley Crüe.