El cineasta holandés Paul Verhoeven llegó
a los Estados Unidos a mediados de la década de 1980. Quizá viajó nervioso,
ansioso, excitado por lo que estaba a punto de pasarle o por lo que nunca le
pasaría (esto último, lo que nunca pasa, suele preocuparnos; fíjense nomás cómo
suena: lo que nunca pasa). Quizá no tanto. Verhoeven había dirigido ya varias
películas en su país y aunque hubiese estado recién aprendiendo a caminar, su
voz y su mirada ya vivían reunidas en el mundo que llevaba adentro. Porque cuando
llegó a América, Verhoeven ya tenía mundo, y lo que hizo fue derramarlo.
Hace dos semanas, en el hotel Beverly
Hilton de Beverly Hills, California, durante la entrega de los Globos de Oro, una
película francesa llamada Elle ganó en
dos categorías bastante peleadas: mejor actriz en un drama y mejor película
extranjera. El triunfo de Isabelle Huppert, la protagonista de Elle y a veces también la película misma
porque ambos seres llegan a ser indivisibles, más que una sorpresa, fue una
recompensa y un ajuste de cuentas: ella se lo venía ganando desde La profesora de piano o tal vez desde mucho
antes. Y eso de “mejor película…” se sintió, más que
cualquier otra cosa, como la coronación injustamente postergada de un veterano
de varias guerras, Paul Verhoeven, que este año cumplirá los 80.
La primera película que dirigió Verhoeven
en Hollywood fue Flesh+Blood, una
leyenda medieval estrenada en 1985 que pasó desapercibida –ahora dan ganas de
verla– pero lo condujo a la siguiente, RoboCop
(1987), una obra mayor, una cinta afinada y lúcida y consistente que se
levanta sobre el paso de los años con todo el peso de la ley y cuya trama cobra
mayor significado en cada nuevo detalle del presente. RoboCop, vista desde aquí, parece el punto de inflexión en la
carrera de Verhoeven, la tesis de un discurso que aborda nuestra esencia y
comprende el sexo y la violencia y la ciencia ficción y la autoridad y el poder
con argumentos que se van ensanchando en otras películas, como Total Recall (1990), Bajos instintos (1992) o –la oficialmente
de culto– Starship Troopers (1997), y
que ahora se redondea o vuelve a comenzar o sigue girando por primera vez.
Elle
parte con una escena en
la que Michèle Leblanc (Huppert), el personaje principal, es violada por un extraño
vestido enteramente de negro, como si fuera un concentrado de pura maldad. Asumimos
que la película será la restauración de la vida después del asalto al cuerpo,
pero no. Michèle Leblanc no se queja, no llora, no acude a la policía, no
reserva una cita con un psiquiatra, no pide ayuda, apenas y se lo cuenta a sus
amigos más cercanos como quien dice ayer me
doblé el tobillo, pero todo bien. La cinta, entonces, se decide por mostrar
los trozos que componen la vida diaria de su protagonista: ejecutiva en una
empresa que diseña videojuegos (no sé si esto esté en la novela en que se basó
el guión, pero es un gran guiño y saludo a ciertas criaturas del mundo Verhoeven)
y en la que, dicho sea de paso, hay más de un hombre inconforme con la idea de
trabajar al mando de una mujer; la clase de amiga que tuvo algo con el esposo
de su mejor amiga; el tipo de persona perfectamente capaz de vivir sola pero
que no quiere estar sola todo el tiempo; la hija de un padre que en su momento
fue condenado por una serie de asesinatos y lleva en su ADN un complejo
torrente de personalidades múltiples; una mujer que parece estar en paz con lo
que le sucede al principio de la película pero que al final se encargará de
hacer justicia.
Es ahí, precisamente en ese
ajusticiamiento, donde aparece intacta la moral Verhoeven. En RoboCop, por ejemplo, el oficial Alex J.
Murphy recuerda que después de todo es más persona que máquina, que tiene
voluntad propia, que puede decidir, distinguir el bien del mal, y así se libera
de los programas que conducen sus pensamientos, se venga de quienes casi lo
asesinan y termina combatiendo a la misma corporación-fascista en cuyos
laboratorios fue creado; en Total Recall,
Hauser (Schwarzenegger y su eterno acento de migrante recién llegado) opta por interrumpir
un plan –otra vez– fascista para lotizar y vender el planeta Marte como si
fuera propiedad privada; en Bajos
instintos, donde quizá aparezcan los personajes más retirados de la
realidad que haya manejado Verhoeven, el anti-héroe-macho-decadente-violento-pero-frágil
lucha por enderezar su propia naturaleza y en lo inútil de su esfuerzo se
encuentran los principios de la nobleza.
Poniendo las cosas en orden o mejor dicho
inventando un orden para las cosas, Elle
ocupa su lugar entre las películas de Paul Verhoeven para repetir lo que sus
otras cintas ya habían dicho: no puedes atacarme, pisarme, agredirme,
humillarme, joderme, usarme y andar por ahí como si nada, no puedes, yo no te
voy a dejar.
(El Comercio)
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