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Hacia el final de su vida, ya retirado de
Hollywood y gozando de un pasado que cualquier artista envidiaría y robaría si
pudiera, Billy Wilder, descomunal entre los más grandes, sin duda uno de los
mejores escritores de todos los tiempos, dijo que la diferencia entre su
carrera y la de otros cineastas era que mientras los demás hacían “cine”, él
sólo pretendía hacer “películas” (y vaya que las hizo, la peor de Wilder supera
cualquier día a la mejor de muchos). Se refería a que lo que realmente importa,
o le importaba a él, era entretener, conmover, traficar emociones y ser el
punto de fuga por el que la audiencia se escapa de su propia realidad. Algo similar
le dijo Matthew Weiner a la prensa tras el estreno de los primeros capítulos de
su nueva serie, Los Romanov, mientras
contaba que una de las reglas impuestas en el cuarto de escritores del show era
la siguiente: las ideas (especialmente las intelectuales) no tienen lugar en el
entretenimiento. Y hasta puso un ejemplo: la política no es una historia, pero
un hombre que se convierte en político sí lo es. El tema, entonces, es la gente.
Matthew Weiner partió como escritor casi
fantasma en shows de televisión que, como Becker,
nadie o casi nadie recuerda, se afianzó como guionista en varios episodios
de Los Soprano, y se consolidó como
un autor de tomo y lomo al crear Mad Men,
la serie que lo puso en el ojo del huracán, que hizo que la gente volteara a
mirar en su dirección o mejor dicho que la gente mirara lo que él quisiera. Mad Men tuvo siete temporadas entre el
2007 y el 2015, recogió una legión de fanáticos y premios, trajo de vuelta la estética
de los 60’s y hasta influyó peligrosamente en la moral de gente que se
identificó demasiado con los personajes: de pronto todos querían beber en la
oficina y tener amantes. Nada mal para un tipo más bien desconocido que apenas
pasaba de los cuarenta cuando se lanzó la serie. Pero luego, claro, apareció la
pregunta clave, ¿cómo superarse a uno mismo? Matthew Weiner se tomó su tiempo
para pensarlo, mientras tanto escribió una novela llamada Heather, The Totality, y ya con la mente y los dedos otra vez
afilados volvió a la televisión.
Los
Romanov aparece tres
años después del final de Mad Men y
propone algo totalmente distinto. Una sola temporada, ocho episodios de más o
menos hora y media de duración e independientes salvo por un detalle: en cada
uno aparece algún personaje que dice ser descendiente de los Romanov, la
familia real rusa, asesinada por los bolcheviques hace exactamente un siglo. A
Weiner, lo sabemos desde Mad Men, le
gusta meterse con la clase acomodada, quizás porque así puede librarse de los
problemas más elementales de la sociedad y concentrarse en traumas personales,
privados, cercanos incluso viniendo de esos escenarios de privilegio. Lo que
sostiene a su nueva serie, que bien podría tomarse como un festival de ocho
largometrajes dirigidos todos por el mismo Weiner, es justo eso: no importa cuán
lejos estemos de la aparente cotidianidad de los personajes, porque todos, mal
que mal, hemos pasado por algo como lo que ellos están pasando: la fragmentación
de la familia, la psicótica separación de una pareja, el amor sin límites hacia
los hijos, la relación de dos amantes que no saben cómo abandonarse, esa sensación
de que todos los demás están locos o que de que el único loco aquí soy yo.
Ahora bien, volviendo al tema de entrada,
el entretenimiento, hay que decir que en Los
Romanov no hay contemplaciones ni respiros ni descansos, es como si en cada
historia hubiese un cierto apuro, un afán por mantener el conflicto siempre a
flote, por hacer que los personajes se enfrenten entre sí y finalmente contra
ellos mismos, que es más o menos a lo que nos dedicamos nosotros también día
tras día. En el séptimo capítulo (es el único que voy a citar porque no tiene
sentido referirme a ocho tramas distintas), para mí el mejor de todos (el peor
es uno en el que la Ciudad de México aparece como un suvenir para gringos) una
pareja norteamericana viaja a Rusia con la intención de adoptar un bebé; cuando
tienen al niño en brazos, se dan cuenta de que algo anda mal, el pequeño no
responde a ningún estímulo, y sospechan que sufre de algún tipo de retraso
mental; luego, en la habitación de un hotel, discuten sobre si deben quedarse o
no con la criatura; ella dice que no se hará cargo de un niño con discapacidad,
él dice que si ella no quiere ese bebé ya no tiene sentido que estén juntos.
En esa escena, que nos conduce hacia la
resolución del séptimo capítulo, se logra todo aquello a lo que un narrador
podría aspirar en una situación semejante: la tensión crece detrás de cada
línea de diálogo, los silencios que se interponen entre una palabra y otra son
una espesa tortura porque uno adivina o cree adivinar lo que esa gente está
pensando y sintiendo, los personajes aparecen desnudos, potenciados a su máxima
capacidad pero también reducidos a sus instintos más primitivos, los dos tienen
razón y los dos están equivocados, así que no se puede tomar parte (esto es lo
más angustiante y lo que hace del conflicto una cuestión de principios), ambos
se mueven dentro de una pequeña habitación como dos ejércitos tratando de
avanzar a la vanguardia en un campo minado, aparece, latente, la posibilidad de
que esa persona a la que juraste amar hasta la muerte sea de hecho una persona
horrible, la peor de las personas, y aparece también la sospecha de que a la
hora de la hora no somos ni tan humanos y ni tan generosos ni tan valientes
como creíamos.
Haciendo a un lado, lo juro, las
pulsaciones que me causó ese séptimo capítulo (si sólo van a ver uno, insisto,
vean ese), esa escena que me hizo sentir como en un teatro o más bien atrapado sobre
el escenario de un teatro, incómodo y aterrado pero al mismo tiempo atado
irremediablemente a la respiración caliente de los actores, Los Romanov alcanza en varios momentos
un grado de ebullición en el que el entretenimiento, quizá muy a pesar de Matthew
Weiner, se eleva y cobra un grado de arte inclusivo que de alguna manera nos contiene
y nos vuelve parte de su intimidad.
Y, por último, un rasgo particular: hay algo
que se transmite entre capítulo y capítulo, el deseo a ratos perverso de que la
familia continúe y el linaje se propague por el resto de la eternidad. Como si
el mundo necesitara de ellos para ser mundo. Eso: existir para siempre. ¿No es
lo que todos queremos aún sabiendo que no es posible o precisamente por eso? Los
Romanov de esta generación, descendientes de una estirpe asesinada a sangre
fría, se niegan a desaparecer. Pasa en las mejores familias.
(El Comercio)