Es viernes por la tarde y tengo que ver
una película para poder escribir esta columna. Miro la cartelera. Quiero ver Three Billboards… pero estoy en
Portoviejo y acá sólo la pasan en español y se me van las ganas: de hecho, a mi
pueblo todos los estrenos llegan doblados y esta mala costumbre parece una
sentencia que nos ha caído encima injustamente. Miro de nuevo la cartelera. Escojo
ver Paddington 2 porque de esa forma
puedo ir al cine con mi sobrina de cuatro años y pasar un poco de tiempo con
ella. Creo que el cine –que el arte– puede unir a la gente como ninguna otra
cosa.
Paddington es un oso, pero no es un oso
cualquiera, es inglés y sus maneras británicas le dan un encanto especial a él
y a todo lo que hace en las aventuras en que se mete: es refinado aún cuando se
encuentra en serios apuros. Cuando mi sobrina me pregunta qué vamos a ver, le
digo “una película sobre un osito de peluche” y ella quiere venir enseguida,
aunque antes me pide unos minutos para arreglarse (le gusta usar una falda
encima del pantalón largo). Pero Paddington
2 no es exactamente eso y de alguna manera siento que le estoy mintiendo. Luego,
cuando empieza la película, me preocupa que ella sea demasiado pequeña para
disfrutarla y que me haga salir de la sala en la mitad o antes.
Si me pide que salgamos de la sala yo acabaré
haciéndolo, ella me manipula por completo, me controla, me domina, pero lo realmente
grave es que no habré visto la película y no tendré material para mi columna y al
final estaré, lo sé, resentido con una niña de cuatro años porque me hizo salir
de una película. Pienso, entonces, en la empatía, en que si nos salimos
podríamos ir al parque, a tomar helados, y estar juntos de todas maneras aunque
luego no haya película sobre la cual escribir. Pienso en mi psiquiatra diciéndome
que al parecer me cuesta tener empatía con los demás porque no me entrego
fácilmente. Pienso en que dentro o fuera del cine estaría dándole a mi sobrina un
trocito de mi vida y no debería pedir nada a cambio porque dar es lo mismo que
recibir. Pero no importa, lo que yo quiero es ver la película.
Paddington
2, como la primera, es una gran cinta: es sofisticada,
ingeniosa, divertida, la dirección de arte es un espectáculo y todo lo que
pasa, por más exagerado que parezca, sucede como una consecuencia natural en la
historia y no como una imposición del entretenimiento. Paddington 2 tiene clase, pedigrí, buena raza, casta. Me preocupa
que a mi sobrina no le vaya a gustar por todas estas razones, ella está
acostumbrada a dibujos animados más modernos y veloces y Paddington es un personaje
old school. En un momento me dice que
le da miedo, se voltea, me abraza, cierra los ojos y hunde su cabeza en mi
pecho. Yo podría ver el resto de la película así, con su miedo volcado sobre
mí, protegiéndola, dispuesto a tragármela para que no se asuste.
Mi sobrina me pide que salgamos a comprar
un canguil y una cola negra. Me da miedo que no quiera volver, ya una vez me
hizo comprar canguil y cola negra para comer afuera del cine, viendo a la gente
entrar y salir de las salas. Le digo, absolutamente paniqueado, que sí, pero que luego volveremos a terminar de ver la
película. Ella me dice “bueno”, pero podría estar mintiendo y yo no me daría
cuenta. Cuando compramos el canguil ella pide mantequilla, por favor. Al
regresar a la sala, me dice que no quiere sentarse en su asiento sino sobre mis
piernas. Se acomoda y de paso recuesta su espalda sobre mi pecho y mi barbilla
queda justo sobre su cabeza, que huele a shampoo de manzanilla. Estoy en el
cielo. Se queda callada el resto de la película y ve al oso Paddington salir de
un apretado lío. Me regala este trocito de su vida. Siento el calor que une su
cuerpo al mío. Empatía.
(El Diario Manabita)
No hay comentarios:
Publicar un comentario