3.26.2018

Love 3


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Con la tercera temporada de Love me ha terminado de pasar algo que ya me venía pasando desde las dos anteriores: estoy completamente enamorado de Mickey Dobbs (Gillian Jacobs), es más, me dan ganas de invitarla a salir y presentársela a mi familia, así de grave y serio es el asunto. Curioso como un personaje –y la persona detrás de él– puede, desde la pantalla, hacernos sentir cosas que a veces no logramos sentir por nadie en la vida real. Supongo que aquello de que los únicos amores románticos son los amores imposibles es verdad, aunque en Love todo lo romántico e imposible termine pasando de todos modos.

La historia de amor entre Gus Cruikshank (Paul Rust), un tipo más bien inseguro, noble hasta lo patético y bastante nerd, y Mickey Dobbs, llena de rollos y taras que en su caso son los irresistibles atributos de la belleza, podría ser vieja y conocida sino fuera porque ambos personajes –ella más que él, me dicen mis amigas– terminan llegándonos como cercanos y genuinos, y porque lo que revienta en sus corazones termina palpitando también dentro de nosotros. El encanto de Love no es crear un mundo donde la relación de ambos sea posible sino que ambos se enamoren en un mundo donde parecería imposible que algo así suceda.     

Y sí, hay que admitirlo, para qué negarlo, uno se identifica por varios frentes y se siente tentado ante las posibilidades que ofrece la narrativa de Love, porque, ¿no es eso justamente lo que nos une y nos ata a lo que vemos y amamos?, ¿que pueda representar lo mejor y lo peor de nosotros y, al mismo tiempo, devolvernos la fe y la esperanza? En Love lo que más importa es la lucha por amar, por querer y dejarse querer, por estar ahí para el otro y ser uno con la pareja: en sagradas palabras de Timbiriche, tú y yo somos uno mismo, wo-jó. Y sí, también, para querer a alguien hay que quererse y en Love hay mucho de eso, mucho de aceptarse tal cual y de cambiar para bien, para mejor.

La serie, creada por Judd Apatow, de quien absorbe su moral y sus principios, y el actor Paul Rust, reivindica la figura del nerd sentimental que prefiere serse fiel a sí mismo antes de transformarse en lo que les gustaría a los demás; así como mira de cerca y con deseo y enamoramiento el arquetipo de la mujer-hermosa-pero-complicada que tiene la cabeza y el corazón siempre a mil por hora: Mickey Dobbs hace y dice todo lo que siente, no se guarda nada, es así, ¡pum!, tómalo o déjalo. Recuerdo una frase de Clint Eastwood en Gran Torino, una de sus mejores películas, Estuve con la mujer más hermosa del mundo, y me costó mucho trabajo. El amor cuesta trabajo, pero lo vale.  

No sé cuánta gente siguió Love hasta esta temporada, que se anuncia como la última, si fue un éxito rotundo o tuvo apenas la cantidad suficiente de fans para mantenerse al aire (yo sólo cumplo con mi deber de hablar de aquello que me emociona y me conmueve, que me hace sentir parte de), pero yo perseguiría a Mickey Dobbs por varias temporadas más o hasta el fin del mundo si fuera preciso. Me quedo con ganas de más, como todos los enamorados. Mickey Dobbs (pongan aquí un suspiro)… ella y yo tenemos algo, algo sagrado, el tipo de lazo que sólo puede crearse entre alguien que levanta la cabeza para ver el cielo y la estrella que brilla para iluminarlo.  

(El Diario Manabita)


3.22.2018

Me quedo con la muerte



Había leído en varias reseñas, a manera de halago, que la actuación de Daniela Vega en Una mujer fantástica era contenida. Mucho cuidado con esa palabra: contenida. Contenerse / Aguantarse / Guardarse / Esperar. Y sí, lo es. Quizá demasiado. Por lo menos yo me pasé buena parte de la película pensando a qué hora revienta y los mata a todos. Esperaba una especie de quiebre climático que terminara en la violencia o en la locura o en la venganza, porque de alguna manera el personaje de Vega es maltratado por todos, incluso por quienes dicen querer ayudarla. Pero no. Ella se contiene, se contiene y se contiene.

La ruptura, el desequilibrio, el desgarramiento, llegan más bien tarde y están repartidos en dos escenas más o menos contiguas. 1) Cuando, a la salida del entierro de Orlando, su novio, al que no ha podido ir porque la familia de él se lo ha impedido, Marina Vidal (Vega) se trepa al techo de un auto y empieza a saltar; ahí está el estallido físico, ese abrazar la rabia y volverse pedazos de metal o de cristal que caen y se rompen y cortan a los demás. 2) Cuando, ya en la sala de cremación, Marina ve el cuerpo inerte de Orlando, le toma una mano con la suya y empieza a llorar: ese es el gran quiebre, el momento por el que la película tanto nos hizo esperar, esa es Marina soltándose.    

Cuando Marina llora, lloramos todos, nos desahogamos, soltamos el nudo en la garganta, liberamos algo de la tención que teníamos acumulada durante toda la cinta: quizás lo que pasa es que finalmente nos resignamos ante su pérdida y nos dan ganas de estar ahí junto a Martina para poder darle un abrazo y llorar con ella. Entonces la película deja de ser chilena o latina o en español o trans o sobre el maltrato a las minorías y se vuelve universal. Curioso, con una escena, la película logra lo que la sociedad no ha podido lograr durante años y años de conversaciones, debates y enfrentamientos: el respeto total hacia los demás.  

Tengo tan claro el llanto de Marina Vidal porque era, también, un llanto contenido; no era un llanto histérico, desconsolado, escandaloso, de esos que golpean el cadáver y lo retuercen para reclamárselo a la muerte. No. El llanto de Marina viene de una fuente natural: deja que las lágrimas le caigan de los ojos y le rueden por las mejillas y le cuelguen del mentón, no las esquiva ni las detiene, no las acomoda, no las seca, las deja ser mientras acaricia la mano pálida y fría de Orlando, mientras mira su cuerpo tan cerca del fuego que acabará reduciéndolo a cenizas.

De Una mujer fantástica (que sí, bastante a menudo es una película fantástica) me quedo con la muerte, la muerte de Orlando a través de los ojos de Marina, que es como nos toca vivirla a nosotros. La muerte que nos golpea y nos despierta. Me quedo con esa sensación dura, durísima, de que se va una de las pocas personas que la querían realmente, de que ahora ella debe seguir caminando contra el viento sin que nadie la sostenga por detrás. Me quedo en el libre abandono de los que han escogido una vida solitaria. Me quedo pensando que ella parece estar lista para el mundo pero el mundo no parece querer estar listo para ella. Me quedo con lo espiritual de un amor que encontrará su forma de durar para siempre (ella tendrá otros amores, pero volverá a él de vez en cuando, como cuando se vuelve a una marca que se lleva en la piel). Me quedo con Marina, que se pasa toda la película diciendo ya pasó, no es tan grave, no quiero saber nada, ya pasé la página, y que al final se derrumba para volver a levantarse. Me quedo con la Marina que se permite sentir todo lo que está sintiendo.

3.14.2018

Dance



Estaba en la playa, en uno de esos hoteles con todo incluido, en uno de esos lugares que podrían estar casi en cualquier parte. Ya había cenado y buscaba algo que hacer antes de dormir o mejor dicho esperaba a que me llegara el sueño porque aún era temprano. Caminé un rato por pasillos más o menos desiertos, mirando a la poca gente que andaba por ahí, y luego me encontré frente a una especie de escenario que estaba al lado del comedor, donde los encargados del entretenimiento estaban dando un espectáculo de baile. Sonaba música de Celia Cruz, de Chayanne, de Michael Jackson.    

Me senté en una silla de plástico, casi al pie del escenario, y comencé a fijarme en la gente que estaba a mi alrededor: hombres y mujeres en ropa de playa, viejos, jóvenes, turistas de clase media acaso borrachos, niños tostados por el sol. Y el cuadro me pareció triste. Era obvio que estábamos ahí porque no teníamos nada mejor que hacer, no porque apreciáramos en absoluto lo que estaba pasando en el escenario. La gente aplaudía de mala gana al final de cada número y tengo la impresión de que la mayoría ni siquiera aplaudía cuando el animador nos pedía hacerlo.

Esto es patético, pensé, y debe ser peor para ellos, para los bailarines, que quizá alguna vez tuvieron sueños más ambiciosos y ahora están aquí, bailando lo mejor que pueden para turistas a los que les da lo mismo o casi lo mismo, gente que en todo caso no los aprecia de verdad. Es su trabajo, pensé, y chamba es chamba. Aún son jóvenes, pensé, tendrán, ojalá, otras oportunidades. Empecé a mirarlos fijamente y a detenerme en sus rostros, caras agitadas, maquilladas y sudadas que cerraban cada maniobra con una sonrisa que les tensaba la piel. ¿Cómo se le puede sonreír a este público?

Pero ellos seguían bailando, entregados, absortos, idos en su propio y largo y profundo viaje, como si estuvieran bailando en el gran teatro de una gran ciudad y frente a la realeza. De pronto me di cuenta de que el verdadero espectáculo no eran los pasos de baile, las coreografías, las pocas luces de colores que les bañaban el cuerpo a los bailarines, sino el estoicismo con el que ellos seguían adelante en todas sus maniobras: inmensos en cada giro del cuerpo. Quizá esa fuera sólo una noche más en su rutina de noches de hotel, pero la estaban sudando como si nunca más fuesen a bailar.

Comencé a pensar en algo que escuché hace varios años: cada trabajo es una oportunidad de honrar el oficio. Esos bailarines estaban honrando el oficio ahí mismo, frente a mis ojos, bailando en un hotel cualquiera como si se tratara del refugio más lujoso y más exclusivo, dejando la piel sobre las tablas de un escenario más bien frío y ajeno, haciendo hasta lo imposible por divertir a un público que no se los merecía. Así se hace, pensé, están ganando kilometraje, horas de vuelo, y eso nadie se los podrá quitar jamás. Ellos serán mejores bailarines después de esta noche.

Me fui a mi cuarto cuando se acabó el show, pensando que con la escritura pasa lo mismo. No importa dónde publiques, en un diario de provincia o en el mayor diario nacional, en una revista fotocopiada o en una revista con miles de suscriptores, en un blog personal y desconocido o en una web que recibe miles de visitas a diario, en tu libreta de apuntes o en las servilletas de una cafetería; lo que importa es escribir, escribir como si eso que escribes fuera el aire que entra a tus pulmones, la sangre que bombea el corazón y recorre el cuerpo, escribir como si fuésemos mejor de lo que somos, escribir como si la vida dependiera de ello.    

3.07.2018

Poder fantasma



Hace un tiempo que no veía una película como esta, que me llenara por completo, que me dejara tan perplejo como contento y satisfecho, que me desafiara hasta el punto de no creer lo que estaba viendo: a veces pasa, hay cintas que nos superan o nos arrastran o mejor dicho nos tumban y nos conquistan con tanta fuerza que rendirse ante ellas es un placer. Phantom Thread es, podría decirse, una película total, de esas que se derraman desde la pantalla y se riegan sobre la sala y ahogan al público porque se lo tragan en un largo bocado.

También podría decirse que es la historia de Reynolds Woodcock, interpretado por Daniel Day-Lewis, que como acostumbra hace un trabajo asombroso y sorprendente en todos los sentidos (es el motor de la película, el corazón de la historia, y late siempre a mil, hasta en sus momentos más moderados), un diseñador de modas en los 1950’s que más bien es un artista que sólo puede funcionar dentro de los límites de su propio arte: es la historia de su obsesión por su trabajo y de cuán lejos (a qué extremos) puede llegar una mente centrada en sí misma.

Pero Reynolds no está solo, están también Alma (la hermosa y rebelde Vicky Krieps), su también enfermiza musa, y Cyril (la sólida Lesley Manville), su hermana, y juntos forman una trilogía que se balancea durante toda la cinta sobre sus ángulos más afilados. Porque esta es también una historia sobre relaciones, una historia de amor donde no queda claro cuándo empieza el amante y cuando empieza el amado, o hasta dónde puede llegar el amor antes de convertirse en rutina, en tedio, incluso en odio o en las peores formas del odio.  

¿Puede un enamorado salvarse del mundo?, ¿puede esconderse detrás o encima de ese sentimiento y flotar para siempre?, ¿puede hacer que todo lo demás, aquello que lo rodea, desaparezca por completo? Reynolds Woodcock puede hacer estas cosas, pero no necesariamente porque esté enamorado de Alma sino porque está enamorado de quien es y de lo que hace hasta el punto de despreciar a los demás: su personalidad es tan fuerte que el resto de la gente parece desintegrarse cuando él está presente.

Cuando vi Phantom Thread me dieron ganas de volver a ver todas las películas de Paul Thomas Anderson, su director, sólo para poder seguir el camino que lo ha llevado hasta aquí, a hacer algo como esto, a fundir así la música y la luz y todos los elementos que componen cada cuadro de la cinta. Y supongo que ese es el mayor halago que puedo hacerle: si una cinta despierta en ti el deseo de revisitar la carrera de un cineasta es porque ha causado efectos profundos y duraderos.

(El Diario Manabita)