Había leído en varias reseñas, a manera
de halago, que la actuación de Daniela Vega en Una mujer fantástica era contenida. Mucho cuidado con esa palabra:
contenida. Contenerse / Aguantarse / Guardarse / Esperar. Y sí, lo es. Quizá demasiado.
Por lo menos yo me pasé buena parte de la película pensando a qué hora revienta y los mata a todos. Esperaba
una especie de quiebre climático que terminara en la violencia o en la locura o
en la venganza, porque de alguna manera el personaje de Vega es maltratado por
todos, incluso por quienes dicen querer ayudarla. Pero no. Ella se contiene, se
contiene y se contiene.
La ruptura, el desequilibrio, el
desgarramiento, llegan más bien tarde y están repartidos en dos escenas más o
menos contiguas. 1) Cuando, a la salida del entierro de Orlando, su novio, al
que no ha podido ir porque la familia de él se lo ha impedido, Marina Vidal
(Vega) se trepa al techo de un auto y empieza a saltar; ahí está el estallido
físico, ese abrazar la rabia y volverse pedazos de metal o de cristal que caen y
se rompen y cortan a los demás. 2) Cuando, ya en la sala de cremación, Marina
ve el cuerpo inerte de Orlando, le toma una mano con la suya y empieza a
llorar: ese es el gran quiebre, el
momento por el que la película tanto nos hizo esperar, esa es Marina soltándose.
Cuando Marina llora, lloramos todos, nos
desahogamos, soltamos el nudo en la garganta, liberamos algo de la tención que
teníamos acumulada durante toda la cinta: quizás lo que pasa es que finalmente nos
resignamos ante su pérdida y nos dan ganas de estar ahí junto a Martina para
poder darle un abrazo y llorar con ella. Entonces la película deja de ser
chilena o latina o en español o trans o sobre el maltrato a las minorías y se
vuelve universal. Curioso, con una escena, la película logra lo que la sociedad
no ha podido lograr durante años y años de conversaciones, debates y enfrentamientos:
el respeto total hacia los demás.
Tengo tan claro el llanto de Marina Vidal
porque era, también, un llanto contenido; no era un llanto histérico,
desconsolado, escandaloso, de esos que golpean el cadáver y lo retuercen para
reclamárselo a la muerte. No. El llanto de Marina viene de una fuente natural:
deja que las lágrimas le caigan de los ojos y le rueden por las mejillas y le
cuelguen del mentón, no las esquiva ni las detiene, no las acomoda, no las
seca, las deja ser mientras acaricia la mano pálida y fría de Orlando, mientras
mira su cuerpo tan cerca del fuego que acabará reduciéndolo a cenizas.
De Una
mujer fantástica (que sí, bastante a menudo es una película fantástica) me quedo con la muerte, la muerte de
Orlando a través de los ojos de Marina, que es como nos toca vivirla a
nosotros. La muerte que nos golpea y nos despierta. Me quedo con esa sensación
dura, durísima, de que se va una de las pocas personas que la querían
realmente, de que ahora ella debe seguir caminando contra el viento sin que
nadie la sostenga por detrás. Me quedo en el libre abandono de los que han
escogido una vida solitaria. Me quedo pensando que ella parece estar lista para
el mundo pero el mundo no parece querer estar listo para ella. Me quedo con lo
espiritual de un amor que encontrará su forma de durar para siempre (ella
tendrá otros amores, pero volverá a él de vez en cuando, como cuando se vuelve
a una marca que se lleva en la piel). Me quedo con Marina, que se pasa toda la
película diciendo ya pasó, no es tan
grave, no quiero saber nada, ya pasé la página, y que al final se derrumba
para volver a levantarse. Me quedo con la Marina que se permite sentir todo lo
que está sintiendo.
1 comentario:
Excelente artículo de Juan Fernando Andrade, llega al corazón. Tan genuino y sincero, claro y directo, sin superfluos adornos.
Me encantó.
Elisabeth Z
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