Voy a escribir esto de la manera más
sencilla posible porque la verdad es que aún no entiendo del todo lo que me
pasó mientras veía Amor, Muerte &
Robots, una antología compuesta por 18 cortos de animación, creada por Tim
Miller (director de la notable Deadpool)
y presentada por David Fincher, que figura como productor ejecutivo y padrino
del proyecto.
Los cortos tienen onda futurista, algunos
en la mejor tradición de la ciencia ficción, esa que nos absorbe por el alcance
de su imaginación pero que sobre todo conecta por lo certero, concreto y
genuino de sus emociones, haciendo así que hasta los mundos más arriesgados,
salvajes y en apariencia lejanos de la realidad sean el escenario verosímil de
las acciones. Nada de lo que pasa aquí es del todo improbable.
Para ver esto, ojalá en dosis cortas pero
intensas que sirvan para mantener sostenidos el asombro y el misterio, hace
falta dar un salto de fe, girar en dirección de la entrega total y estar
dispuesto a dejarse manipular de todas las maneras, sabiendo de antemano, quizás,
que no todos los cortos pueden ser igual de buenos (alerta: habrá decepciones)
pero que en todos habrá algo, por más pequeño que sea, ciertamente memorable.
Por un lado está la apuesta estética, en
su mayoría de corte realista, acaso cercana a las texturas de los videojuegos
más y mejor desarrollados de aquella industria; y no me refiero a la simple
intención de recrear o repetir o reinterpretar la realidad, sino a la ambición
descarada de querer suplantar esa realidad por otra que se vuelve sólida y
única durante los minutos que dura cada historia: en promedio, doce minutos por
cortometraje.
Por otro lado está la cuestión narrativa,
que lejos de buscar convertirse en un espejo de la realidad se deja ir por
rincones que, es cierto, no son siempre sorprendentes o insospechados (alerta:
habrá finales predecibles), pero cuyo activo más valioso es la explotación de
sensaciones que se produce cuando, si se ven una detrás de otra, se van
sucediendo las historias y uno se encuentra de repente atrapado bajo el fuego
cruzado.
Y hay algo más (en realidad, hay muchas
cosas más, pero qué mezquino sería de mi parte mencionarlas todas; y qué audaz
y qué ignorante, porque ni siquiera me quedan certezas de lo que escribo ahora
mismo), una carga sexual que no se puede hacer a un lado porque si bien en un
comienzo parece una preocupación superficial, algo así como una distracción o
un accesorio, pronto queda claro que es, como pasa en la vida misma, también y
sobre todo un juego de poder en el que los que juegan están destinados a caer
en la trampa, a pensar que ya ganaron por el mero hecho de estar jugando, de
estar arriba, cuando el fin ulterior del sexo es, aquí, derrumbar los pilares más
altos y las estructuras más fuertes.
Para no vararnos en las generalidades, y
habiendo a todas luces fracasado en la búsqueda de la sencillez, vamos a hablar
de un caso en particular, el corto llamado Good
Hunting (para nuestros propósitos podría traducirse como Que tengas una buena cacería). La
historia sucede en alguna ciudad asiática, quizá a finales del siglo XIX y
comienzos del XX, y los personajes principales son un espíritu que toma forma
de mujer cuando se encuentra con los hombres, y un niño que es el hijo del
guerrero que noche a noche pretende cazar al espíritu. Entre siglos hay un
cambio radical en el mundo, los hombres se vuelven cada vez más mecánicos,
negándose a cualquier experiencia que pueda trascender el carácter físico; y el
espíritu que antes podía tocar las almas de esos hombres acaba transformado en
una bellísima prostituta cuyo cuerpo es en sí mismo una máquina, ensamblada con
tuercas y engranajes por el hijo del guerrero, y con ningún otro propósito que desmantelar
a los hombres que pretenden usarla y desecharla. Así las cosas, y bajo la
apariencia de un cómic clásico que sueña con el futuro, el sexo sin espíritu cobra
el significado del crimen y la condena, y todos los hombres parecen
irremediablemente decididos a hundirse.
Así, sobregiradas y jugadas y a veces
también extremistas, son las pretensiones de Amor, Muerte & Robots, que se abre ante nosotros como un libro
de cuentos que, visto de lejos, está repartido en mil pedazos, pero visto de
cerca toma la forma de un discurso coherente y universal que ensaya su propia
tesis sobre la raza humana, siempre vanidosa y descuidada, pero así mismo, en
sus mejores días, valiente y generosa.
Hay también en esta antología cuentos que
son un logro de la forma por encima del fondo, como celebraciones de la
elasticidad visual del género al que pertenecen, de las posibilidades narrativas
de la animación que en el mundo audiovisual (a estas alturas inseparable del
tecnológico) parecen terroríficamente ilimitadas: si existe aquí una lección
para aprender es que todo se puede y todo se vale mientras nos mueva los
músculos que no sabíamos que teníamos. Está, por ejemplo, The Witness (El testigo), en el que una chica tan sexy como tatuada
ve a través de su ventana cómo uno de sus vecinos asesina a otra persona; el
vecino, que también la ve a ella, sale en su búsqueda, y la encuentra en una
especie de Strip Club poblado por
dominatrices todas forradas de cuero. El corto entero es una gran secuencia de
persecución en la que sólo importa el cómo,
y que mezcla varios recursos de la animación para crear su propio lenguaje. El
resultado provoca un derramamiento interior de adrenalina y, algo no menor,
logra calentar, excitar, hacer que sintamos deseo carnal por una criatura
digital.
Amor,
Muerte & Robots no
le teme al cambio de los elementos en su propia fórmula, al contrario, parece
impaciente por alterar el orden de los factores y alcanzar nuevos productos. Hay
dos cortos en clave de comedia, terriblemente irónicos y ácidos, Alternate Histories (Historias
alternas), en el que se muestra, gracias a una supuesta aplicación, qué habría
pasado con el mundo si Hitler hubiera muerto antes de convertirse en el líder
de los nazis; y When the Yogurt Took Over
(Cuando el yogurt nos conquistó), en el que literalmente somos de un día
para el otro dominados por un lácteo sabio y todo poderoso. Los límites,
entonces, no existen, o mejor dicho están sugeridos por nuestra propia
capacidad de desdoblamiento: uno puede ver y creer, disfrutar de la corriente
que lo arrastra hacia una cascada; o mirar con escepticismo y quedarse parado
como un suicida indeciso en el borde de la cornisa.
(El Comercio)
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