A mediados de junio, cuando se estrenó Rolling Thunder Revue, un documental
sobre Bob Dylan firmado por Martin Scorsese, la crítica explotó como hace mucho
no lo hacía, atacando a la película por incluir secuencias y personajes de
ficción en lo que se suponía era un testimonio totalmente verdadero. Los
críticos se sintieron engañados, traicionados, sangrados. Dylan, a los 78 años,
volvió a cabrear a la gente, a sus propios fans, y a desestabilizar la opinión
pública: como cuando pasó de cantante de folk
y música protesta a rockero eléctrico; como cuando pasó de rockero eléctrico a músico
cristiano; como cuando pasó de estrella a vaquero recluso; como cuando decidió,
con el hilo que le queda de voz, ser un trovador-crooner dedicado a tocar pop standards
de la canción clásica norteamericana. Pero nada de esto debería sorprender
ni a la crítica ni a los fans ni a nadie. Como establece el mismo Dylan al
comienzo de la cinta: uno se inventa a sí mismo, uno termina siendo no lo que
quiso ser sino la creación que pudo construir.
Rolling
Thunder Revue se
concentra en un momento específico de la carrera de Dylan, el año 1975, cuando,
tras nueve años recluido después de un accidente en motocicleta, salió de gira
con una caravana de músicos, poetas, reporteros, fotógrafos y quien se fuera
sumando en el camino, haciendo así su propia celebración del bicentenario
estadounidense. El tour le dio la
vuelta al país presentándose en espacios pequeños o medianos, ni estadios ni
arenas, y en el escenario fueron apareciendo artistas como Joan Baez, Ramblin’
Jack Elliot y Joni Mitchell. Entre los invitados estaba, además, un camarógrafo
de Chicago llamado Howard Alk (1930-1982), quien registró todo el material de
archivo que Scorsese usa para montar la película, atribuyéndoselo a un supuesto
director de cine europeo, Stefan Van Dorp, a su vez interpretado por el performer argentino Martin von Haselberg
(esposo de Bette Midler, por si les interesa). Van Dorp es temperamental,
amargado, y no hace otra cosa que basurear al resto de personajes.
Dylan, también al comienzo de la cinta, dice
que no recuerda nada de aquella gira, que él ni siquiera había nacido, y
tratándose de un hombre que ha ensayado tantas versiones de sí mismo, lo más
probable es que tenga razón y que así le conceda oficialmente a Scorsese toda
la autoridad para intervenir la realidad. En el documental aparecen,
entrevistados, otros “personajes ficticios”, incluyendo a James Gianopulos, el
CEO de Paramount Pictures, como promotor de los conciertos, es decir, el hombre
que manejaba el dinero; el actor Michael Murphy en el papel del falso
congresista Jack Tanner, que dicho sea de paso ya había interpretado en
proyectos del cineasta Robert Altman, y que en teoría se acerca a Dylan y a su
música siguiendo un consejo de Jimmy Carter; la actriz Sharon Stone, cómplice
de Scorsese, que dice haber asistido a uno de los shows cuando tenía 17 años,
haberse integrado desde ese momento a la caravana y haber inspirado la canción Just Like a Woman, un clásico de Dylan.
La pregunta que críticos y fanáticos se
hacen es ¿por qué?, ¿por qué mentir?, ¿por qué no hablar sobre Dylan, del que
tan poco sabemos, con algo de veracidad?, ¿por qué seguir alimentando el mito con
más mitos? Ahora, después de tantos artículos y reseñas lloronas y rabiosas (la
página de Roger Ebert la llamó “una película frustrante”; un crítico de la
revista Variety escribió “me sentí timado”) queda claro que lo que Scorsese
quiso presentar no fue la verdad sino una variación de ella, en la que es
solamente la música la que queda de pie, firme, pura e intocable, pues en
ninguna otra película encontrarán tantas presentaciones de un Dylan tan
misterioso como excitado, un personaje que parece salido de una feria o un
carnaval, con el rostro pintado de blanco (según la cinta, inspirado por un
concierto de KISS) y acompañado hasta por diez músicos al mismo tiempo. Scorsese
no está extraviado, sabe lo que hace, recordemos que ya había dirigido un
documental veraz y contundente sobre Dylan, llamado No Direction Home y estrenado
en el 2005.
Esas respuestas que los críticos andan
buscando se encuentran, claro, en el mismo Dylan y en una carrera que ha tenido
tantos rostros como años y discos. Estamos hablando no solamente de un músico
que ha saltado de género en género, sin tener en cuenta las exigencias,
preferencias o tendencias del mercado, cuando se le ha dado la gana; que
siempre ha puesto su curiosidad y voluntad creativas por encima de las
expectativas de su propio público; sino también de una persona que ha preferido
convertirse en personaje antes que
revelar cualquier destello de intimidad que no venga de la libre interpretación
de sus canciones. Ni siquiera Crónicas, su
libro de memorias, logró echar mayores luces sobre el misterio, y a eso, al
misterio, es a lo que seguimos siendo adictos sabiendo que las grandes
revelaciones nunca se nos serán concedidas: preferimos no saber mucho si a
cambio del silencio se nos encierra en el misterio; preferimos no saber nada,
absolutamente nada, si podemos quedarnos con la música y armar la leyenda desde
ahí.
Los discos de Dylan siguen apareciendo
casi a año seguido, y me refiero a sus álbumes de estudio (el último, del 2017,
fue triple) pero sobre todo a la serie de Bootlegs
que nos van presentando versiones alternas de sus canciones o presentaciones en
vivo que antes no habían sido liberadas: esas versiones son las capas de un
planeta que en vez de conducirnos a su núcleo ardiente y definitivo se va
expandiendo en lo que parece tener el tamaño del universo. Con esto quiero
decir que cada año hay un nuevo Dylan; un nuevo Dylan al que escuchar; un nuevo
Dylan al que analizar; un nuevo Dylan al que compartir con nuestros seres más
queridos, esos que entienden que sentarse a escuchar música juntos es un acto
de amor; un nuevo Dylan con el que conversar y al que preguntarle en qué estaba
pensando cuando hizo lo que hizo, aunque por única respuesta obtengamos otro
puñado de canciones. Este Dylan que nos presenta Scorsese también es nuevo, en
parte inventado, es cierto, pero nunca falso porque lo que nos corresponde es
creer en la ilusión, formar parte de ella.
(Mundo Diners)
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