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Comencé a verla a las diez de la noche,
poco más, poco menos. No era tan tarde, es cierto, pero había sido un día duro
y largo y estaba cansado y con más ganas de dormir que de conocer al Quijote de
Terry Gilliam. Pero lo hice. Por un lado, tenía que hacerlo en ese momento o no
tendría tiempo de escribir esto, y por otro, el más atractivo y urgente, quería
saber el chisme: Gilliam logró filmar su versión del Quijote después de treinta
años intentándolo, ¿cómo le había quedado? Al final, más de dos horas después,
ya entrada la medianoche, estaba tan feliz que lo único que quería era llamar a
Gilliam para hablar con él, para que me contara cómo lo hizo, cómo lo logró, o
sólo para mandarle un abrazo a la distancia. Hacía mucho que una película no me
llenaba de felicidad y ternura y placer y orgullo. Y lo más importante, que no
sentía eso que te dejan las películas que se convierten en material de autoayuda:
la sensación de que hay que salir allá afuera y enfrentar a los demonios, a los
cucos que uno tiene dentro, a los putos gigantes. No pude dormir sino hasta el
amanecer.
El
hombre que mató a Don Quijote se
estrenó en Cannes y, hasta donde tengo entendido, no fue del todo bien
recibida, la acusaron de desordenada o enredada o mareada o algo así. Pues
nada, Fuck Cannes! Lo glorioso de la última película de Gilliam está en los
excesos, en los delirios, en la cursilería grosera, precisamente en el camino
que se retuerce y se endereza a destiempo cuando uno persigue sus obsesiones. Quizá
no sea la cinta mejor articulada de todos los tiempos, ni la más sensata ni la
más redonda, pero, ¿importa?, ¿a quién le importa?, ¿no existen ya demasiadas
cintas bien articuladas y sensatas y redondas, cintas que no se arriesgan a
perder? La lección aquí no es cinematográfica sino moral: persigue el sueño hasta
alcanzarlo y cuando lo alcances, cuando te aferres a él y te conviertas en eso
a lo que te aferras, hazlo completamente tuyo. Lo más valioso que un artista
puede ofrecerle al mundo es su versión de los hechos, pero para eso tiene que
tener un mundo propio, y Gilliam ha recuperado su norte y su escenario.
Han pasado más de veinte años desde que
apareció en cartelera Miedo y asco en Las
Vegas, acaso el último hit de
Gilliam, y me refiero a que tuvo audiencia, a que hizo ruido, a que pervirtió a
unos cuantos, aterrorizó a otros pero cautivó a muchos más. Y sí, quizás los
episodios alucinógenos de Hunter S. Thompson no envejecen tan bien (de hecho,
me daría entre miedo y pereza volver a verla), pero en esa época, y desde
antes, estaba claro que Gilliam era un autor en el más estricto sentido de la
palabra, que lo que le importa no es filmar la realidad sino lo que él
considera real y cercano e importante, como corresponde. Entonces, ¿qué pasó?,
¿perdió el camino durante veinte años? Lo que quiero pensar, de lo que he
llegado a convencerme en estos momentos en los que su Quijote está todavía cabalgando mi retina, es de que no se perdió
pero sí dio varias vueltas en círculo porque sabía que lo correcto era esperar,
esperar al proyecto que tanto había esperado de todas maneras para volver a
brillar.
En este Quijote, con Adam Driver al frente (que, dicho sea de paso, fue
clave a la hora de levantar el financiamiento y, digámoslo tranquilamente,
parece no poder equivocarse) y el gran Jonathan Pryce en el papel del ingenioso
hidalgo, un director de cine devenido en director de comerciales trabaja en la
campaña de un vodka caro que tiene a los personajes de La Mancha como figuras
principales. El director, se nota, lleva demasiado tiempo en la publicidad y se
ha quedado sin alma (no deja de asombrarme lo recurrente de este tema entre
cineastas), y no es hasta que encuentra una copia pirata de su primera
película, precisamente sobre el Quijote, que algo muy dentro se le despierta y empieza
a revolverle las tripas. Luego vuelve al pueblo donde la filmó, busca a las
personas que usó como actores, descubre que los cambió para mal, para peor, y
cuando encuentra a su actor principal descubre que el viejo se ha vuelto loco,
que ahora cree que es el Quijote en carne y hueso, y digamos que lo que pasa de
ahí en adelante sólo podría llamarse La
gran aventura quijotesca.
Terry Gilliam aprovecha a su Quijote para hacer eso que el arte sabe
hacer mejor: corregir los defectos de la vida. Se venga, a su manera, de lo que
el mundo le ha hecho, pero más que descabezar a sus enemigos se dedica a
establecer la posibilidad de vivir no como la persona que uno es sino como la
que soñó ser: no como el héroe que merecemos sino como el héroe que necesitamos.
El viejo que se cree Quijote logra convencer al joven director de que es, en
efecto, un héroe, y lo logra haciendo cosas heroicas, hasta que el joven, que
por mucho tramo cumple el papel de Sancho Panza, entiende que no hay otra forma
de andar por ahí que salvando a doncellas en peligro y defendiendo a los más
débiles. Y nada, ¿saben quién es el malo-malísimo?, ¿el que tiene secuestrada a
Dulcinea (qué bella es Joana Ribeiro, qué ojos, qué labios) y la humilla y la
golpea?, el dueño del vodka para el cual se están haciendo los comerciales, es
decir, el cliente multimillonario al que deben complacer los productores que a
su vez contrataron al joven cineasta. ¿Puede haber una mejor representación de
un duelo entre el artista y la industria?
La adaptación cinematográfica, por otro
lado, no debe ser un proceso científicamente exacto, un calco, Gilliam y el guionista
Tony Grisoni (su compañero de fórmula en varias ocasiones anteriores) lo
entienden perfectamente, y proceden como se debe en estos casos: el tamaño de
su ambición no radica en trasladar una figura de culto del papel a la pantalla
sino en apropiarse de ella y filtrarla por sus emociones mojadas de fanatismo.
El rasgo más significativo del Quijote, la condición que lo ha mantenido con
vida durante todos estos siglos, es su locura, el hecho de que sea al fondo de
esa locura donde se encuentra la valentía que lo distingue del resto de los
hombres y lo eleva del plano terrenal: Gilliam y Grisoni se prenden de este
principio y basan su guión en la tesis de que todos debemos volvernos un poco o
bastante locos para hacer lo que se tiene
que hacer cuando se tiene que hacer. En
la secuencia final, tan ingenua e infantil que dan ganas de llorar y tan
efectiva que termina por activar el artefacto, coronada además por un último
plano que es el paso de la cinta hacia la eternidad, uno no sabe quién está más
loco, si los personajes o el director, y lo que queda es arrodillarse y esperar
que algún día, si los astros se alinean aunque sea un segundo a nuestro favor,
podamos nosotros también perder la razón y conocer la libertad.
Comencé a verla sin saber qué esperar y
terminé agradecido por las bendiciones recibidas. Gilliam ama el cine y filma
eso, los efectos de la pasión, lo que pasa cuando uno encuentra un propósito
del que ya jamás podrá escapar, el primer plano del rostro del destino. No soy
su fan, Monty Python no formó parte de mi educación sentimental, no seguiría al
barón Munchausen a ninguna parte, no he visto Brazil más que una vez (aunque
volvería a ver El rey pescador
cualquier día) pero vaya que lo respeto y ahora podría decir que hasta le tengo
cariño y le guardo gratitud porque su Quijote
le infunde a uno el coraje que la vocación le exige. Los problemas, dicen, se
van haciendo más pequeños a medida que nos acercamos a ellos, y este Quijote se
acerca tanto que acaba por desintegrarlos y desintegrarse. Nunca antes había
sentido un impulso tan fuerte por leer de cabo a rabo la obra de Cervantes, y
creo que eso es lo mejor que puedo decir sobre la película de Gilliam.
Como después de verla no podía dormir,
como estaba muy alterado, me puse a leer una entrevista que Gilliam le dio a El País Semanal, bajo el título Ofender a la gente es muy importante. Y
sí, lo es, pero quizás, muy a su pesar, darle a esa misma gente algo de
esperanza sea aún más importante. Conseguí dormir mucho más tarde y cuando desperté
Gilliam todavía estaba ahí. Y él también era un gigante. El gigante todavía estaba
allí.
(Eurocine)