2.05.2020

La edad de la sabiduría


Al final, acaso sin querer, uno termina convirtiéndose en sí mismo; no en lo que quiso o pudo o intentó ser, sino en algo más concreto y tangible: lo que es. Con esto quiero decir, precisamente ahora y a manera de celebración, en voz alta, gritando y juntando las palmas de las manos por encima de mi cabeza con toda la fuerza de la que soy capaz, que con su última película, El Irlandés, Martin Scorsese ha conseguido eso por lo que un artista lucha su vida entera: la materialización de su identidad. 

La cinta dura tres horas y media y uno se queda con ganas de más. ¿De qué más?, ¿qué más hay para contar que no se haya dicho ya en ese tiempo? No lo sé ni me interesa demasiado porque las ganas con las que me quedé realmente fueron de que Scorsese siga filmando, ojalá para siempre: es que ya no filma, ahora es capaz de crear vida, ahora entiende perfectamente de qué se trata todo esto. En El Irlandés muere mucha gente, varios de ellos en tiempo real y en una suerte de resumen histórico de los Estados Unidos contado a través de asesinatos, pero uno capta enseguida que es el mismo Scorsese el que se está enfrentando con el último acto de su vida; que él, que ha producido tanto (películas, documentales sobre rockeros, series de televisión, videos musicales, comerciales publicitarios), tiene totalmente asumido que ya no tiene la vida por delante y quizás por eso se atreve a darlo todo de manera tan contundente: cuando el tiempo corre, supongo, te quedas sin opciones, sólo puedes afinar el pulso para apuntar con un ojo cerrado y el otro a medio abrir y soltar un disparo y que Dios se apiade de nosotros. 

Scorsese, todo hay que decirlo, ha alcanzado varias cimas o ha conquistado la misma cima varias veces (si me preguntan, con Silencio, del 2016, quedó todo dicho), pero quizás porque El Irlandéses una cinta de género, una cinta de un género que él ha comprobado dominar y engrandecer  cargándolo de existencialismo e integridad, desde aquí abajo se ve como la cúspide o el cierre de una carrera que ha llegado al mejor final possible (aunque aún no se acaba). Digámoslo todos juntos ahora: ¡ganamos! Si todo lo que vimos antes fue el camino que nos trajo hasta aquí, benditos sean los más de cuarenta años de carrera de Scorsese, sus excesos y sus extravíos en búsqueda de la verdad, sus tiros al aire y sus balas perdidas, sus más de sesenta créditos como director; y maldita sea esta sensación, terrible, de que uno sólo puede aprender a vivir viviendo y de que es alta, muy alta, la probabilidad de que sólo cuando nos acerquemos al horizonte, al precipicio, seamos capaces de actuar con la máxima coherencia que la vida nos reclama desde un principio.    

Otra gran sensación que me queda después de ver El Irlandés, y este es un síntoma común cuando se está en presencia de la gloria, es la de revisitar la filmografía de Scorsese. Empezar por lo obvio, es decir, Buenos Muchachos Casino (¿alguien ha vuelto a ver Casino?, ¿es tan buena como la recuerdo?, ¿es mejor?), que en este caso sirven como precuelas o películas hermanadas temáticamente. Scorsese, gracias al cielo, no ha podido escapar a su propia historia, le interesan el poder, la violencia y las relaciones emocionales y los códigos de honor entre los mafiosos italo-americanos, la gente que era ya adulta cuando él no sabía si hacerse sacerdote o director de cine, su gente, esa que él mismo pudo terminar siendo si un par de cosas se daban de manera distinta. Pero, como decía, tengo ganas de volver a Scorsese con estos nuevos ojos porque tengo el presentimiento de que en su obra hay cosas que no he captado todavía, cosas por descubrir. El tiempo pasa, las películas cambian, unas crecen y mejoran, otras se reducen a un par de secuencias memorables, y otras se apagan y uno se ve en la penosa obligación de olvidarlas; pero, aunque yo también he cambiado para bien y para muy mal, hoy no quiero olvidar, al contrario, hoy quiero recordar y ver de manera consciente la evolución de un cineasta que, ya no cabe duda, pasó de obrero a autor y de autor a artista de tomo y lomo. 
                                     
¿Es este, como andan diciendo por ahí, el disco que reúne los Grandes Éxitos de Scorsese? No exactamente. Yo diría que es más bien una canción (de esas que se tocan al final de un concierto y que todo el mundo canta de pie) que reúne todos los elementos que, a lo largo de su carrera y al punto de trascender como sus obsesiones, el director ha aprendido a manipular a su antojo: ha filmado a sus fantasmas y así se han vuelto seres de carne y hueso. Existe algo que podríamos llamar Universo Scorsesey ésta es su capital. Parafraseando una línea de diálogo en la película: tal vez ahora el nombre Jimmy Hoffa no mueve el viento, pero hubo un tiempo en el que ese hombre era tan famoso como Elvis Presley o Los Beatles. Scorsese lo ha traído de vuelta y no sería extraño que pronto alguien estrenara un documental sobre Hoffa y su sindicato de choferes, o una película que se acerque más a la verdad estrictamente biográfica porque, se sabe, un artista no cuenta los hechos tal como sucedieron sino como más le conviene o de la manera que más lo emociona. En todo caso, es cierto que en la cinta hay reuniones y que Robert De Niro y Joe Pesci brillan cada vez que están juntos y que resulta difícil creer que Al Pacino no haya sido siempre parte de la pandilla. La banda suena afinada, a tiempo, y si hubiera que cantar un coro sería probablemente este: soy tu hermano / pero si tengo que matarte / morirás.

Scorsese no ha envejecido, ha madurado, no anda por ahí como un anciano con demencia senil quejándose del comunismo; tampoco pretende ocultar los años que tiene o conseguir seguidores marcando tendencias; se alió con Netflix, se adaptó a este siglo, pero sigue siendo un cineasta de principios intachables. 

El Irlandés parte con un plano largo y pausado que define el tono de la historia, desde ahí uno sabe que lo que se viene será extenso y que hay que estar dispuesto a hacer silencio y escuchar con atención: créanme, la recompensa lo vale. Es como transitar la vida misma, claro, si vives lo suficiente. Cuando uno termina de ver una película tiene, por lo general, la sensación térmica de haber presenciado un momento de la vida de los otros, un pedazo de algo que empezó antes de nosotros y continuará sin nosotros, pero aquí estamos frente a la vida entera, algo que sólo se puede ver después de mucho tiempo y cuando miramos hacia atrás.

(Mundo Diners)   
    

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